
Estoy perdido en el mercado de La Merced. Entre puestos de ropa, suvenires importados ilegalmente y demás fayuca traída de Asia, busco el uniforme del Borussia Dortmund. No la actual, sino la que usaron en 2015. Al principio pensé que la encontraría en cualquier aparador improvisado a pie de calle. Pero llevó una hora dando vueltas en este mercado laberíntico, con olor a comida, a drenaje, a la fetidez que viene de los pasillos del Metro. Hay fruta barata, moles de todo tipo, arroz y frijol encostalado desde hace varios días o semanas. El trozo de sandía cuesta 10 pesos y a 15 un vaso grande de agua fresca.
No soy adepto a preguntarle a la gente direcciones en esta ciudad. Desde que llegué a la Ciudad de México me sorprendió la poca atención que te prestan los demás cuando interrumpes su camino, te dejan con la pregunta en la boca. Sólo los comerciantes te inquieren de pies a cabeza y tratan de convencerte para que les compres algo.
¿Qué buscas, muchacho?, ¡Pásele, pásele, bara, bara! Con mi rostro nervioso los evado. He preguntado en cinco puestos por la playera del equipo alemán, esa con los picos horizontales. ¿No la tiene? ¿No sabe dónde puedo conseguirla? Sigo mi camino exhausto, con ámpulas naciendo en las plantas de mis pies y este calor insoportable. El coche lo dejé en un estacionamiento, también improvisado, por Isabel la Católica; cuando uno va de tianguis debe andar a pie y no es una travesía que me agrade. Para colmo me metí en La Merced y aquí no creo que podré encontrar el uniforme.
Después de cinco minutos, entre el olor del mole y del chile ancho, guajillo, pulla, los ojos me empiezan a arder. Le pregunto a una señora si sabe dónde están los puestos de ropa deportiva. Es martes y los martes no abren, me dice. Me explico con calma, un amigo me dijo que a una cuadra de la estación La Candelaria. Ah, tú vas a las tiendas fijas. Camina hasta el final del pasillo, saldrás de la nave y le das a la derecha, en la primera esquina le das hacia la izquierda. Los ojos están por reventarme a consecuencia de los chiles, lágrimas brotan, no soporto el ardor. Nunca fui adepto a ir al mercado. De niño prefería quedarme a limpiar la casa los domingos y que mi madre y mi hermano fueran a ese sitio poblado de muchedumbres apresuradas y regateadoras, vegetales, aguas negras, bolsas de plástico y cajas de madera. La señora con calma prosigue con su indicación. Verás el Metro Candelaria, pero te sigues. A unos metros empezarás a ver las tiendas.
Hubiese sido más fácil preguntarle dónde quedaba Circunvalación, porque estas manzanas son laberínticas, me marean. Por mi temor a que me asalten en este lugar inmundo, sin un solo policía a la redonda, no saco el celular y me ubico en el mapa digital. Aparece un eje, una superavenida, abarroterías, unidades habitacionales que son el vivo rostro de la descomposición de la zona. Hay gente viviendo en esos armatostes que parecen guaridas de malandros. La pobreza, la marginación despiertan el instinto de supervivencia en el humano. Hay gente adaptada a este llano de cemento inhumano.
He caminado más de media hora y no aparece La Candelaria. Me desespero. Sudo. Prendo un cigarro y otro más. Me rolas uno, me dice un indigente del que huyo con paso apresurado y rumbo desconocido. Una señora viene con la canasta de la compra. Sus gafas oscuras esconden las cataratas, sus arrugas y su caminar tranquilo la hacen parte de este hábitat. Oiga, doña, le digo y se pasa de largo. Recuerdo que la mujer dijo que hacia la izquierda. Camino y ahí está La Candelaria. Un anuncio dice: Corredor Comercial. Estoy a punto de carcajearme porque a primera vista leí Corredor Cultural y esto puede parecer cualquier cosa, menos un corredor cultural. En la entrada del Metro hay una bahía de comida donde venden caldo de camarón, de gallina, fritangas, tacos. Paso de largo escuchando a desconocidos triturar comida y me topo con una fábrica de telas. No hay una sola tienda deportiva a la redonda. Estoy a punto de darme por vencido. Alguien del equipo quizá tenga un uniforme de más.
Avanzo hacia donde supongo está Isabel La Católica. Son las cinco de la tarde y algunos vendedores ambulantes empiezan a recoger sus productos. Estoy en una calle habitada por prostitutas y por lugares donde venden piñatas y dulces. A 60 el kilo, ¿busca una piñata? ¿Cómo se llama esta calle? Lo siento, soy tan malo para las referencias urbanas. A lo largo de mi vida siempre aprendí direcciones ubicando negocios, árboles gigantes, esquinas peligrosas. Pero nunca me aprendí el nombre de una calle. Una prostituta me guiña el ojo. Es una mujer de treinta años aproximadamente y con sobrepeso, envuelta en un vestido corto y maquillada en demasía. Tembloroso trato de escaparme de este pantano.
Hay todo tipo de mujeres ofreciéndose aquí. Chaparritas, morenas, blanquitas, señoras de edad avanzada. Algunas con vestidos pegados, otras con pantalones de mezclilla reafirmándoles el trasero, con faldas cortas, con ropa negra, azul, blanca, roja. Ninguna con los estándares de belleza que me atraen. Veo a una muchacha flaquita recargada en la puerta de una zapatería. Entonces se me ocurre darle realce a esta búsqueda de un mísero uniforme deportivo. Lleva una blusa rosa y una minifalda adornada por lentejuelas moradas, las cuales hacen que le brille con rareza la piel de sus piernas. Los colores son grotescos y no se adaptan al color de su piel mestiza. Me acerco y le preguntó cuánto cobra. Cuatrocientos pesos por un polvo, morenito, me responde con una coquetería caricaturesca. ¿Y dónde se pone en marcha la acción?, le pregunto a menos de un metro de distancia. Su perfume se ha difuminado. Su cuerpo está bañado en smog, aguas negras, escupitajos, basura inorgánica. Me dice, señalando la calle de donde vengo, que a la vuelta hay un portón, que me adelante y ella irá tras de mí. ¿De qué hora a qué hora trabajas?, le pregunto antes de seguir mi camino. Estoy desde las 10 de la mañana hasta las 8 de la noche, responde. Le pido un número telefónico para contactarla y responde que no se lo permiten. ¿Quién no te lo permite? Se queda callada y decido dejarla en esa esquina. Volteo para ver si no me sigue su padrote o esos halcones que las protegen y que te pueden obligar a pagarle el dinero a la chica sólo por haber cruzado algunas palabras con ella. Me mira con la melancolía de quien sabe que nunca podrá escaparse de este oasis de podredumbre. Apresuro el paso. Más adelante dos chicas debaten sobre si organizarle una fiesta a su hijo que próximamente cumplirá tres años. Trabajo día y noche para juntar unos pesos, escucho a mis espaldas.
Llego a Circunvalación sin saber que así se llama esta calle. Están las tiendas deportivas y afuera dos o tres prostitutas se maquillan, están con el celular en la oreja o tecleando algo, con sus cuerpos devorados por la rutina y el aburrimiento. Cruzo la avenida y voy de tienda en tienda preguntando por el ejemplar del uniforme. No joven, nosotros no manejamos modelos pasados, me dicen los comerciantes. Me agoto. Tengo sed y me rehusó a sacar mi cartera para comprar una botella de agua. Miro la impostura de las prostitutas y detecto que aquí en cada diez metros hay un policía. Buenas tardes, le digo a uno, ¿por qué hay tantos policías en esta zona?, continúo sin dejarlo responder, ¿pasó algo? Me mira con piedad y burla. Soy un ingenuo en esta ciudad de bestias apresuradas y mercenarias. Me dice que es para evitar que asalten a las tiendas. Oficial, ¿qué oscuros negocios hace con ese muchacho?, grita un vendedor desde sus dos metros cuadrados llenos de ropa femenina. Compradores, demás vendedores y prostitutas fijan sus pupilas en mí, recorren mi esquelética existencia y me miran con perversión.
Sigo mi camino. Sigo preguntando por la playera del Borussia Dortmund que tiene picos horizontales a los lados. Ni tiendas fijas ni puestos ambulantes lo tienen. Llévese este a 100 pesitos, me ofrece un comerciante la playera del Dortmund con líneas delgadas a lo largo. Le respondo que no dándole las gracias. Continúo con mi tortura. Un fayuquero me dice que sí la tiene, que va a la bodega, que no tarda más de cinco minutos. Échale un ojo al negocio, me pide mientras apresurado se pierde en una de las calles. La gente trepa camiones en lugares no adecuados, coches pitan porque se les atraviesa un tráiler, los policías bostezan y las prostitutas se recargan en los teléfonos públicos, sin prestar atención al ambiente, como esperando que del cielo llegue un desesperado a pedirles un servicio. Algunas tiendas bajan sus cortinas, la vendedora de cigarros y refrescos recoge su changarro y avienta los hielos hacia una jardinera. El agua me salpica y me lanza una sonrisa en señal de pedir disculpas. No, pues no lo tengo, la había visto, me dice alegremente el vendedor al regresar.
Mientras describimos cómo es el diseño de la playera pasa un chavo con la playera puesta, con el celular pegado a la oreja, ¿es como esa, verdad, joven? A punto estuve de decirle, hey, tú, Bony (era el nombre que tenía impreso encima del 4), te doy doscientos pesos por tu playera. Se aleja sin detectar que lo miro con la voracidad de un tigre hambriento y cansado de no hallar comida en todo el llano. El vendedor me dice que seguramente la encontraré en Plaza Esmeralda. ¿Y dónde queda? En la calle del Metrobús dale hacia la izquierda. También puedes checar en Plaza Cristal.
Con el último aliento tomo el rumbo. Entro a Plaza Esmeralda y me topo con una tienda deportiva, pero no manejan modelos pasados. Sin tanta esperanza me meto en el edificio de enfrente y me cuelo en otro local. ¡Ahí está! Dortmund 2015. Amarilla con picos negros a los lados. Es mediana y yo uso talla chica. También tenemos chica, me dice una muchacha de origen asiática que atiende el lugar, son importados y de tela resistente. Su mamá está sentada frente a la computadora prestando poca atención a la clientela. Quiero el uniforme completo, le digo. La muchacha va a ver si lo tienen completo, si no, se la quitará a la playera mediana. El short es talla neutral. Un hombre pregunta por la playera de Argentina, le enseña a la dueña una foto del celular. Otro por la del América. Me llevo las dos, dice y el primer hombre se entromete en la conversación diciéndole que ese si es un aficionado de verdad. No es para mí, yo le voy al Cruz Azul. Pues ahí está, llévatela. Llega la muchacha con los ojos rasgados. Son 320 pesos. No le regateo. No tengo energía después de varias horas extraviado en esta coladera.
La playera no trae número. Vuelvo a Circunvalación. En la banqueta hay rotulistas especializados en estampar playeras. Al primero que veo le pido que le ponga el número 25 y las primeras cinco letras de mi nombre. En lo que la rotulan voy por un refresco. Puestos cerrados. La noche anunciándose a lo lejos. Los buses llenos de gente. El olor a coladera se ha asentado. Un hombre se acerca a una prostituta. Es una señora llenita, nada agraciada, pero con un poco de suerte para no irse en blanco en esta jornada. Negocian. Él camina primero en busca del colchón improvisado y ella va detrás de él agotada, sin emoción, como la corriente de un río a punto de desaparecer.
Veo sin discreción las piernas de la muchacha que está en la otra esquina. Un chavo mete una caja de playeras que nadie quiso y valen sólo el diez por ciento de su precio original. Doy un trago al refresco y prendo un cigarro mientras la plancha del rotulista plastifica la pintura en la playera del Borussia Dortmund, la de los picos a los lados, la que me ha costado una tarde en encontrarla, la culpable de que tenga las plantas de los pies llenas de ampollas a punto de reventar.
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