Opinión

En el Cerro de las Campanas: Tomás Mejía

En el Cerro de las Campanas: Tomás Mejía

En el Cerro de las Campanas: Tomás Mejía

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Morir junto a Maximiliano de Habsburgo y a Miguel Miramón en el Cerro de las Campanas, le costó al general Tomás Mejía que sus hechos de armas se convirtieran en materia de estudio de un puñado de investigadores y que, con la etiqueta de “conservador e imperialista”, se le relegara a ese complicado y simplificador cajón donde muchos mexicanos aún guardan a “los malos”, a los “villanos” de la historia nacional.

Pero Tomás Mejía, del mismo modo que Miramón, tenía biografía, triunfos y fracasos, militancias políticas y sentido del honor cuando la oleada del segundo imperio los arrastró. Las cicatrices del triunfo republicano aún dan de qué hablar en algunos círculos de extremo conservadurismo. No hace sino quince años cuando en la ciudad de Querétaro surgió la propuesta de exhumar al general Mejía de su sepulcro de la ciudad de México, para llevarlo a la Rotonda de los Queretanos Ilustres. La sola idea desató encendidos debates, y el proyecto se quedó en el papel. En alguno de los argumentos empleados para intentar concretar el asunto, estaba la historia militar del general indígena.

DE PINAL DE AMOLES A LAS TIERRAS DEL NORTE. Tomás Mejía nació en Pinal de Amoles, Querétaro, en septiembre de 1820. Su fe de bautismo lo define como “indio de Santa Catarina". Habría estudiado las primeras letras en una escuelita del poblado de Jalpan, y, sin hacer exámenes, dejó esos estudios elementales para dedicarse con su familia a las labores del campo.

La vocación militar de Tomás Mejía se atribuye a dos personajes: uno, el general José Urrea, partidario del federalismo y protagonista de algunos de los muchos pronunciamientos que se daban un día sí y otro también hacia 1841. Urrea, de paso por Jalpan, recibió el apoyo del prefecto del distrito, Cristóbal, padre del joven Tomás. Ese vínculo permitió al muchacho adentrarse en el mundo de la milicia, y en el arma de caballería.

El otro personaje esencial en su vida fue el coronel Juan Cano, enviado a Jalpan a contener una sublevación de indios. A su llegada al poblado, Cano, militar de carrera, con estudios en Europa, simpatizó con los rebeldes, pues se dio cuenta de que sus protestas  y sus quejas contra los agentes fiscales que les quemaban sus plantíos de tabaco tenían fundamento. Allí encontró al muchacho Mejía, que ya tenía algunas nociones aventajadas del oficio militar. Cano vio en el joven indígena facultades y disciplina, y lo enroló en sus fuerzas, con el grado de alférez, en noviembre de 1841.

Bajo las órdenes de su mentor, Tomás Mejía viajó al norte del país, hacia el territorio que hoy es el estado de Coahuila, como parte de las tropas que enfrentaban a las tribus de indios apaches que asolaban a la ciudad de Saltillo. En esas tareas vivió hasta 1845 y alcanzó el grado de capitán. Allí aprendería algunos detalles que se volvieron sus rasgos distintivos: estimaba a las cargas de caballería como recursos de importancia en el campo de batalla, prefería el combate con lanzas, espadas y machetes, antes que las armas de fuego, y solía encabezar las acciones con grandes exclamaciones, gritos y exhortos, como hacían los apaches. Uno de aquellos llamados se haría famoso: ¡Vamos, muchachos! ¡así muere un hombre!

AÑOS DE GUERRA Y MUERTE. A principios de 1847, Tomás Mejía aún se encontraba en el norte del país. Formó parte de las tropas que enfrentaron a los invasores estadunidenses comandados por Zachary Taylor en La Angostura, la primera gran batalla del conflicto entre México y Estados Unidos. Quienes sobrevivieron, fueron condecorados. Esa era la medalla que realmente gustaba lucir a Tomás Mejía, quien, además, fue ascendido a comandante por Antonio López de Santa Anna.

Mejía regresó a Querétaro, designado jefe militar y allí haría carrera. Devoto católico y de ideas conservadoras, se levantó en armas contra el gobierno derivado de la Revolución de Ayutla, en 1855. Había elegido partido y bando. Esa elección lo llevaría a convertirse en uno de los generales notorios del conservadurismo durante la guerra de Reforma. Pareció natural que se adhiriese a la causa monárquica que trajo a Maximiliano a México. Tampoco tenía muchas opciones, pues el gobierno liberal lo había proscrito y sentenciado a muerte.

Conocedor del norte del país, Mejía libró algunas acciones de armas importantes, y se dio a conocer como jefe esforzado y militar valeroso. En un par de ocasiones, durante la resistencia republicana, tuvo a su merced a Mariano Escobedo y le perdonó la vida. Enfermo y agotado, estaba en Querétaro a principios de 1867, cuando Maximiliano se atrincheró en la ciudad. Mejía decidió quedarse, dispuesto a morir si fuera necesario, como le dijo al emperador.

La caída de Querétaro significó, en automático, su sentencia de muerte. Aquella mañana del 19 de junio de 1867, se lavó con agua fresca y sin manifestar emoción alguna, subió al carro número 13 de la comitiva que lo llevó a morir en el Cerro de las Campanas. Se dice que se mantuvo impasible y que no mudó de semblante ni siquiera cuando su esposa Agustina, que llevaba en brazos a un recién nacido, cayó al suelo, derribada por el cortejo, cuando quiso seguirle al sitio donde le arrancarían la vida.

UN CADÁVER EN LA SALA . La historia no terminó en el paredón improvisado del Cerro de las Campanas. Tomás Mejía murió en la pobreza. Una versión indica que su herencia eran dos casas de adobe, y otra señala que se trataba de una casa de adobe y diecisiete vacas. Lo cierto es que el cuerpo del general otomí fue embalsamado en Querétaro, y el servicio fue pagado por Mariano Escobedo, como un mínimo gesto de atención, puesto que no le había salvado la vida.

Fue una circunstancia afortunada que el embalsamador contratado por Escobedo resultara tan competente, pues cuando Agustina Castro partió hacia la Ciudad de México, llevando el cadáver de su esposo, sabía muy bien que no tenía ni un centavo con el que pagarle una sepultura decorosa, de manera que lo tuvo, por espacio de tres meses, sentado en la sala de su casita de la entonces nueva colonia Guerrero, con algunas veladoras a los pies del muerto.

La escena debió ser alucinante: de aquellos sucesos de hace 150 años, nos queda la fotografía del cadáver de Mejía, los ojos cerrados, la mano colocada en el bolsillo del chaleco, con su banda de general. La anécdota cuenta que la extraordinaria situación llegó a oídos de Benito Juárez, quien habría promovido una cooperación o habría pagado de su bolsillo una tumba en el panteón de San Fernando, el más caro de la ciudad de México, para depositar los restos de Mejía. ¿Qué movió a Juárez a esta acción?  Se dijo que, pese al encono entre liberales y conservadores, entre republicanos e imperialistas, el presidente zapoteco reconocía el valor y la honestidad del general otomí.

Así, Mejía fue a dar a un cementerio lleno de héroes de la patria y políticos notables, la mayor parte de ellos liberales. Sobre su tumba se colocó un sobrio monumento, que sigue en pie a la fecha. No hay epitafio, ni mensajes sentidos de su viuda. Solamente una extraña estrella de David y el nombre del general. Allá en el Cerro de las Campanas, en la capilla que se levantó en el sitio del fusilamiento, una placa señala el lugar donde Tomás Mejía se enfrentó a la muerte, dicen, musitando apenas un “Virgen Santísima”, sin doblegarse al miedo.

historiaenvivomx@gmail.com

Desde una perspectiva que no deja de tener su toque macabro, Tomás Mejía fue afortunado: su cadáver fue tratado con esmero y habilidad a la hora de embalsamarlo, y eso permitió que se pudiera mantener sentado en una habitación, hasta que manos generosas pagaron una tumba para él en el Panteón de San Fernando.