
Las puertas del elevador se cierran. Adentro hace frío y los visitantes del edificio ya están enterados de lo que verán en unos minutos. El silencio se rompe cuando alguien dice “huele a muerto”. Es la morgue de la Ciudad de México. Aquí diariamente llegan hasta unos 15 cadáveres que son examinados por médicos forenses para explicar científicamente las causas de la muerte.
Los peritos hacen su mejor labor para evitar que se noten los signos de la muerte. A veces, incluso, hacen lo posible para entregar un cuerpo que simplemente parezca dormido.
Y tienen sus propias técnicas para lograrlo. En cadáveres que tienen muchas heridas en el rostro se usa pegamento, el Kola Loka, y un ungüento llamado “cera de cadáver”. Con estos dos materiales se pegan las cortaduras de la cara y, con el maquillaje, las heridas difícilmente se notan.
Es jueves por la mañana. Uno de los médicos ya espera en el Instituto de Ciencias Forenses (Incifo) para que los visitantes reciban un breve recorrido a modo de cortesía.
Este día las necropsias comienzan a las 10 de la mañana. Para llegar a los cuartos donde los cadáveres son examinados hay que dar unos 90 pasos. Tras ingresar por la entrada principal, se debe abrir una puerta, caminar unos 15 metros y dar vuelta a la derecha.
Al llegar ahí, ya están los cuerpos de dos hombres; sus tórax están abiertos.
El lugar apenas alcanza los 10 grados centígrados. El olor es una combinación de fierro y químicos.
La mirada de los visitantes los delata: jamás habían estado ahí.
“¿De qué murieron?”, pregunta el primer curioso.
La respuesta viene de Raúl Dorantes, jefe del Anfiteatro del Incifo. “Uno murió por lesiones con un arma de fuego y el otro por una cardiopatía”.
El primer cuerpo es de un hombre de unos 45 años. Lleva bigote y tiene un rostro parecido al de Joaquín El Chapo Guzmán. Murió hace algunos días cuando una bala lo atravesó.
Como ya fue examinado, un médico forense le cose la cabeza, mientras otros le devuelven los órganos al cuerpo. Al final, alguien se encarga de cerrar la incisión hecha del abdomen al cuello. El cadáver está listo para ser entregado en unas horas a la funeraria.
A un lado está un hombre de unos 70 años. Se le distinguen canas en la barba. Unas ocho personas vestidas de azul, entre médicos y residentes, hacen la necropsia. Atrás de un vidrio, unos 20 estudiantes toman nota cuando se les muestran los riñones, los pulmones, los intestinos…
Hacer una necropsia requiere de fuerza física; difícilmente podría hacerlo una sola persona, advierte Dorantes.
La manipulación de los cuerpos provoca que caigan gotas de sangre al piso. Una mujer se encarga de la limpieza de ese cuarto. Pasa el trapeador una, dos, tres veces. Repite el ejercicio cuando lo considera necesario y está al pendiente de eso la mayor parte del tiempo.
Cuando los forenses avisan que han acabado con el sujeto que murió por una bala, el cuerpo es cubierto con una tela azul y lo apartan unos metros para que otra cama de metal pueda ocupar el espacio.
Desde otra puerta llega el cadáver de un hombre con los pies verdes, casi negros.
“Viene en estado de putrefacción”, advierte Dorantes. Apenas termina la frase y la sala se cubre de olor a muerte.
Un hombre vestido de blanco toma fotografías con cartones para identificar las singularidades del nuevo cadáver.
Otro médico toma la iniciativa: con una navaja separa el cuero cabelludo del hueso y toma aire para cortar el cráneo con un serrucho; lograrlo le lleva al menos cinco minutos y un par de suspiros para tomar aire y recuperar la fuerza.
“Ya quiero salirme”, espeta uno de los visitantes. Apenas han transcurrido unos 20 minutos.
Justo a un lado de ese cuarto frío hay otros médicos. Son de la Procuraduría General de la República (PGR) y están encargados de analizar los cuerpos del caso ocurrido en San Fernando, Tamaulipas, en el 2010.
En aquel año fueron hallados 72 cadáveres —58 hombres y 14 mujeres—, que fueron enviados al Incifo. Algunos son sólo huesos en los que se busca cualquier rastro para su identificación.
Pero la tragedia no discrimina. Al Incifo han llegado cadáveres de personas que padecieron hambre durante gran parte de su vida y, paradójicamente, de los responsables de tomar decisiones en una nación.
En el 2008, por ejemplo, llegaron a la morgue capitalina los restos de Juan Camilo Mouriño, tras un accidente aéreo.
Tres años después, llegó el cuerpo de Francisco Blake Mora, quien falleció en un choque de helicóptero.
Ambos, secretarios de Gobernación, fueron los hombres más cercanos del presidente Felipe Calderón durante su mandato.
La visita dura una hora. Le necropsia del hombre en estado de descomposición desanima a los curiosos.
“Los vemos todos los días”, suelta Dorantes. Después sonríe y se despide. El día apenas comienza.
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