
El 31 de julio de 1926, con la promulgación de la llamada “Ley Calles”, que limitaba las acciones de la iglesia católica y de sus sacerdotes en territorio mexicano, estalló un duro enfrentamiento entre el gobierno federal y la alta jerarquía. Se determinó la suspensión del culto público y a las pocas semanas meneudaron los motines y, dispersos por buena parte del territorio nacional, levantamientos armados.
Todo aquel año había sido de conflictos. La incertidumbre y los rumores exaltaron a los creyentes católicos, que recurrieron a manifestaciones y protestas masivas que eran dispersadas por los bomberos. Un motín detonado por el cierre de la parroquia de la Sagrada Familia, de la colonia Roma, dejó un saldo de siete muertos. El gobierno de Plutarco Elías Calles emitió una orden a todos los gobernadores del país: la ley se aplicaría al precio que fuera necesario.
Como ocurre cuando hay una instrucción un tanto vaga, la ejecución de las órdenes corrió por cuenta de la creatividad de cada gobernador: desde los acuerdos forzados en entidades como Veracruz, Puebla, Guanajuato, Zacatecas y Michoacán, hasta las persecuciones brutales ocurridas en Jalisco, Tabasco y Colima. El clero, sumado a la Liga para la Defensa de la Libertad Religiosa, promovieó un boicot económico y desde Roma llegó la anuencia papal para resistir y protestar.
En diciembre, la Liga llamó a un levantamiento general que cobró fuerza en la región centro-oeste del país. Así comenzó lo que después se conoció como la Cristiada. Pero les faltaba organización y un líder. Así, el destino del movimiento católico radicalizado se vinculó al de un regiomontano de familia adinerada, militar condecorado: el general Enrique Gorostieta Velarde.
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