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Historias sangrientas: la fascinación por el mal

Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México
Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México (La Crónica de Hoy)

La criminalidad, sus orígenes y sus motivaciones ejercen una peculiar fascinación sobre los seres humanos comunes y corrientes: se trata, acaso, de la fascinación por el mal. La amplia gama de las emociones humanas, cuando se les retrata, exhiben zonas luminosas, cierto, pero también otras de densa oscuridad. Estremece atestiguar o es cuchar los recuentos del ejercicio de la violencia, de la traición, de la furia que ciega o de las voces que resuenan en la cabezas de algunos desdichados. Toda esa catarata ha dejado huellas en la memoria colectiva desde hace siglos: desde los escritores que van en pos de la realidad que sustenta la leyenda, hasta los cronistas modernos, pasando por los reporteros primigenios, los primeros en cazar noticias.

“Lo lamento, Alfonso. Pero los sucesos de sangre van, necesariamente en la primera plana”. Así le escribía, en 1923 Martín Luis Guzmán, a su amigo Alfonso Reyes, que se encontraba en Europa. Reyes iniciaba colaboraciones en el flamante vespertino “El Mundo”, propiedad de su amigo, y había preguntado, educadamente, si era necesario que un diario que tenía el novedoso beneficio de contar con una página cultural y literaria pusiera en la página principal algunos horrendos sucesos, como choques de alguno de esos armatostes motorizados a los que no acababa de acostumbrarse la gente, o asesinatos pasionales o accidentes desafortunadísimos.

Conocedor del negocio, Guzmán no hacía sino recurrir a un mecanismo cuya efectividad estaba probada: a la gente la conmovía, la conmueve; la impresionaba, le impresiona, la descripción de los rincones más oscuros del alma humana, que se traducían en hechos de sangre.

Para los años veinte –hace casi un siglo-, cuando se da este intercambio epistolar, ya había una larga tradición nacional de narrar, con lujo de habilidades y buen estilo, o a veces, incluso sin estilo, lo que con los años se empezó a llamar nota roja. Algunos de los sucesos más oscuros y terribles de la vida virreinal se habían transformado en leyendas, o se trataba de hechos tan sonados, que no podían desaparecer de las crónicas de las gestiones de los funcionarios enviados a la Nueva España. Hubo caballeros que, no bien se bajaban del carruaje para habitar el Real Palacio, hogar de los virreyes, ya tenían que estar atentos por algún hecho tremebundo, y, si no querían que les tomasen la medida como incapaces y asustadizos, era necesario proceder con ánimo, energía y rapidez. Así fue como algunos sucesos se quedaron en los diarios de sucesos notables y en los legajos judiciales. Pero ocurría con frecuencia que, tan tremendo era el crimen como el castigo que le imponían a los responsables.

Por eso, en el siglo XIX no faltaron los escritores y los periodistas que rescataran, sin duda hechizados por la minuciosidad de los detalles o la brutalidad de la narración, algunos de los sucesos que, en su momento, estremecieron a los novohispanos.

Pero los habitantes del siglo XIX mexicano tenían también lo suyo, y se supo de cosas espantosas y sorprendentes. A sus hallazgos en archivos y papeles polvorientos se sumaron los horrores de la guerra civil y de las invasiones; de la polarización política y de la maledicencia como arma propagandística. Las flaquezas humanas fueron contadas desde una perspectiva más cruda, despojada de la niebla de la explicación mágica, milagrera o supersticiosa.

Pero entonces, la narración del hecho de sangre se convirtió en un elemento vendible porque era atractivo, en vista de su capacidad para conmover a las buenas conciencias. En la medida en que los periódicos, forma esencial para informarse en aquella época, agregaron elementos gráficos a sus páginas, el crimen del día se enriqueció, y ganó en efectividad, gracias a titulares en tamaños llamativos, gracias al desarrollo del ”cabeceo”, que es como llamamos en México al arte de lograr un titular impactante y llamativo, y gracia al desarrollo de una peculiar forma de narrar, donde ningún adjetivo sale sobrando, y ninguna vena literaria está de más.

La prensa nacional, llena hasta entonces de “cronistas”, que vivían y escribían en un espacio sin tiempo y sin urgencias, se vio invadida, en el último tercio del siglo XIX, de unos personajes que fueron vistos con desconfianza : preguntaban de todo y por todo; eran muy necios y muy entrometidos, y se los encontraba uno en cualquier esquina: se les llamaba repórters y dedicaban sus días a la búsqueda de noticias. Lo que es peor: querían las cosas a la de ya, porque tenían que publicar al día siguiente. El tiempo había cambiado, y ya nada volvería a ser igual.

Porque a los repórters –o reporteros, como les decimos hoy- de aquellos tiempos, indiscutiblemente les atraían los hechos sangrientos. Eran esos reporteros los artífices de los primeros periódicos noticiosos, y como siempre había una narrativa criminal bullendo, construyéndose en las calles y caminos de México, siempre había noticia.

A uno de esos reporteros pioneros, el chiapaneco Ángel Pola, le tocó una de esas experiencias escalofriantes. Su periódico llegó a ofrecer un pago de ¡un peso! a quien llevara a aquella redacción un hecho sorprendente, novedoso, insólito, en fin, una noticia. A esa redacción llegó un sujeto ensombrerado, envuelto en su sarape, tambaleante. Los periodistas lo juzgaron un tanto borracho.

-Disculpe usted, ¿aquí es donde pagan si uno les trae noticias?

-En efecto, así es.

-…y… ¿Cómo cuánto pagan?

- Hombre… pues depende de la importancia de la notica…

-…. Y… ¿cuánto pagarían por esto?

El hombre hizo a un lado el sarape que lo envolvía, ¡y dejó caer sus intestinos, desplomándose, en la mesa central de la redacción! A aquel pobre diablo, que no vivió para recibir su pago por la noticia, algún malqueriente lo había tasajeado, seguramente a unas pocas cuadras de ahí.

Claro que con el paso de los años, los relatos se afinaron. Algunos se volvieron más oscuros, otros delataban tremendas tragedias personales, historias de desamparo, desamor y miseria. Poco a poco, la nota roja mejoró en estilo y tono, y a veces alcanzaba las alturas de una buena pieza literaria.

EL SALTO AL SIGLO XX

La modernización de la prensa; la irrupción de nuevos recursos tecnológicos y el crecimiento demográfico hicieron que la narrativa del suceso criminal recorriera caminos que antes nadie se había tomado la molestia de reseñar o de denunciar, como no fuera desde la trinchera del combate político. Atentados, linchamientos, “matadores de mujeres”, dramas pasionales que se terminaban puñal, veneno o pistola de por medio; duelos que ponían a salvo el honor pero que acababan con la vida de alguno de los contendientes. Así se empezó a tejer la nota roja en el salto al siglo XX.

El desarrollo de un periodismo netamente informativo apenas despeinó al género. Hasta los periodistas más elegantes y atildados incursionaron en la observación y en la narración de la violencia y el crímen. Un ejemplo espléndido es José Alvarado, cuya lectura debería ser obligada en las escuela de periodismo, como ejemplo de escritura pulcra, elegante y precisa, que con toda tranquilidad citaba al filósofo Bergson, cayó en la fascinación por el mal, y alguna vez habló con cierto detalle de la “Tigresa de la Villa”, que en algún punto de mediados del siglo XX mandó a su marido al otro mundo con ayuda de un martillo, brindó con el cadáver con algunos litros de pulque, y luego procedió a sepultarlo en la recámara de la pareja. Impresionado por la mujer, Alvarado pensaba que el caso era digno de aquellos grandes cronistas del crimen, muertos ya para esos días: mencionó a un Miguel Gil, a un Miguel Necoechea, a un ilustrador apreciado en el gremio, apellidado Neve. Reporteros de altos vuelos para sucesos que darían para muchos ejemplares vendidos. Bien valía la pena encomendar esas narraciones a personajes con buena pluma y sangre fría.

Por eso, la historia de la criminalidad, de la violencia y de la nota roja resulta, a veces, tan impresionante como una buena novela. Por eso es que, pese a la normalización del horror, que a ratos nos agobia, el recuerdo de grandes y oscuros sucesos se incrusta en la memoria colectiva, como terco murciélago que todavía hoy, después de tantos años, viene a traernos historias escalofriantes.

Nada nuevo bajo el sol: crimen, y

castigo en el mundo prehispánico

Las normas morales y legales vigentes en estas tierras, antes de lo que llamamos Conquista, eran rígidas y duras y castigaban con fiereza toda transgresión. Y si el culpable de la falta o el crimen era un personaje encumbrado o era un familiar de alguien prominente, la sanción era todavía más dura de lo que le tocaría a cualquier humilde macehual. Por eso, si bien fue posible rescatar la memoria de lo que constituía un crimen entre los pueblos de lo que hoy llamamos Valle de México, algunos de los casos terribles que se consignan en esa memoria se refieren a aquellos que tuvieron nombre y poder, y que por lo tanto, al fallar en la exigencia que se tenía para con ellos, dejaron de ser ejemplo para el pueblo.

La imprudencia, la intemperancia, la incapacidad para controlar los impulsos, eran los orígenes de todo mal. Eran particularmente rigurosos los castigos para quienes se embriagaban con octli, el pulque. Emborracharse suponía descender al descrédito y a la miseria. El Códice Florentino muestra al borracho caminando a trompicones, desaliñado, sucio y hablando impertinencias. Pierde decoro y vergüenza y es capaz de deshacerse de su manto, el maxtlatl, para poder comprar pulque.

“La borrachería” es causa de toda discordia y disensión y de revueltas que perturban a los señoríos. Si un macehual, un hombre común y corriente aparecía por la calle cayéndose de borracho, sería apaleado hasta la muerte, o sería ahorcado delante de los jóvenes del barrio, por asustarlos y prevenirlos del futuro que les esperaba si incurrían en la misma conducta. Igual destino se aplicaba al funcionario o sacerdote que fuera sorprendido ebrio en los palacios o templos. Los únicos con permiso para beber pulque e incluso caer en la embriaguez, eran los ancianos.

CRIMEN Y POLÍTICA

Los verdadero casos criminales del México prehispánico no pertenecen al ámbito de la vida cotidiana, sino al de las flaquezas y miserias de las élite, de los poderosos. A veces, la muerte era la solución para enmendar esos errores, aunque no necesariamente se trata de una impartición de justicia. Por medio de la sangre derramada, algunos ponían remedio a sus errores, como el tlatoani mexica Axayácatl, quien jugando tlachtli, o juego de pelota contra el señor de Xochimilco, tuvo la ocurrencia de apostar el mercado de Tenochtitlan contra un jardín de su oponente. Y lo perdió. Al día siguiente, soldados mexicas se apersonaron con el ganador, y al tiempo que le daban los parabienes por su ganancia, le echaron al cuello un collar de flores en el que se ocultaba una soga, y lo ahorcaron. Santo remedio.

Pero las luchas domésticas por el poder podían dar lugar a tremendas tragedias. Las esposas secundarias de los señores intrigaban y maniobraban para asegurarles posición y futuro a sus hijos, pero, a veces, aquellas tramas terminaban en derramamiento de sangre. Una favorita, pero no esposa principal de Netzahualcóyotl ocasionó que la tragedia cayera sobre el príncipeTetzauhpiltzintli, dotado de grandes cualidades y talentos.

Uno de los hijos de aquella esposa secundaria labró una bella figura de un ave en una piedra preciosa. Fascinado, Netzahualcóyotl quiso obsequiársela a Tetzauhpiltzintli. Eso fue suficiente para desencadenar la tragedia, pues el joven hijo autor de la pieza, aconsejado por su madre, fue a contarle a Netzahualcóyotl que el príncipe había despreciado la joya, porque más le interesaba el oficio de la guerra porque un día habría de quitarle el reino a su padre. Afligido, Nezahualcóyotl pidió a los señores de Tenochtitlan y Tlacopan que visitaran al muchacho e hicieran que entrara en razón y volviera a respetar a su padre. Pero los emisarios tal vez pensaban que no convenía tener un señor en Texcoco adornado con tantas prendas y talentos, y cuando le visitaron le pusieron un collar de flores –otra vez el viejo truco- y con la soga oculta lo ahorcaron, dejando al señor de Texcoco sin heredero legítimo.

En la misma familia habría otra tragedia: Netzahualpilli, sucesor de Netzahualcóyotl, hizo matar a su hijo por un lance poético: el muchacho, versado en la hermosa palabra, compuso una sátira a la concubina preferida, la señora de Tolan, quien también era poeta. Se enzarzaron en una pelea de ingenio literario, y pronto corrió la especie de que acaso el lance ocultaba un amorío. Como eo equivalía a traicionar al gran señor, Netzahualpilli , con el corazón destrozado, hubo de aplicar en su hijo la pena de muerte que estaba dispuesta para los traidores.

Pasiones y deshonestidades causaban gran escándalo y todo terminaba con la muerte. Ahorcados, lapidados; así terminaban sus días los criminales de la élite prehispánica. Una princesa mexica, hija de Axayácatl, era esposa secundaria de Netzahualpilli. A esta mujer, descrita por la crónicas como “astuta y diabólica”, se le ocurrió hacerse de numerosos amantes. Sus servidores, que eran unos 2 mil, le tenían miedo.

Fueron muchos los amantes de la princesa. Pero, para evitar el castigo y la muerte, aquella mujer escogía al hombre que le gustaba. Y después de disfrutarlo, lo mandaba a matar, y luego mandaba a hacer una estatua de él, a la que ataviaba con ricos ropajes y joyas. A quien se sorprendía de las estatuas, ella explicaba que se trataba de “sus dioses”, y así acallaba cualquier extrañeza. Pero las estatuas llegaron a ser muchas, aunque a Netzahualpilli no le sorprendió, por la religiosidad politeísta de los mexicas.

Pero la princesa se equivocó: regaló una joya, un obsequio real, a uno de aquellos amantes. La sospecha anidó en Netzahualpilli, quien una noche apareció en los aposentos de la mujer, sin anunciarse. Halló en el lecho una estatua con una cabellera falsa. Mientras, la princesa bebía y se divertía con cuatro galanes.

Todos fueron aprehendidos, y ejecutados con otros convictos de adulterio, ante la vista de una muchedumbre. Aunque plenamente justificado el castigo, Axayácatl jamás perdonó el sangriento castigo.

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