
En aquellos, los primeros años del México independiente, el matrimonio Quintana-Vicario era bien conocido por los habitantes de la Ciudad de México: tenían una cierta aureola de personajes de leyenda; sus nombres se asociaban al legendario general Morelos, con frecuencia salía a relucir que Genoveva, su hija mayor, “había nacido en una cueva”; sus méritos como insurgentes eran cosa sabida, y seguían siendo ciudadanos interesados e involucrados en la vida política de la joven nación. Poco a poco, habían reconstruido su patrimonio, y, por si hacía falta, el talante firme, y en ocasiones belicoso de la señora de la casa, capaz de decirle sus verdades al mismísimo Presidente de la República, era también uno de los rasgos que le daban notoriedad a aquella pareja.
Y es que, ¡tanto era lo que habían vivido juntos! En el caso de Leona Vicario y Andrés Quintana Roo, la historia de sus amores corría paralela con la de la lucha insurgente. Pasados los años de prueba, leían juntos, escribían juntos. Y el eco de sus aventuras salía a relucir a la menor provocación, aún cuando fuera para pelearse con sus malquerientes, de esos que, en tiempos intensos, nadie se escapa.
Nacida en 1789, hija única del segundo matrimonio de un español que amasa una gran fortuna, de este lado del mar, gracias al trabajo, con una mujer adinerada, descendiente de la nobleza indígena, hermana de hombres educados y talentosos, esa niña, cuyo largo nombre se vuelve simplemente “Leona”, nació en las mejores condiciones posibles, en el mejor entorno posible, y eso permitió que su inteligencia floreciera.
Tal vez, si Leona hubiese tenido un hermano varón, la conjunción de sus circunstancias no la habría llevado por los caminos que recorrió. Pero su padre, a quien, muy probablemente, no se le ha examinado con suficiente atención, tuvo la agudeza de advertir que su niña era muy, muy inteligente. Que era curiosa. Que de todo hacía preguntas y de todo deseaba saber. Entonces, resolvió que esa inteligencia debería cultivarse y nutrirse.
Así, la pequeñita Leona aprende con su padre a leer y a escribir. Tiene acceso a la biblioteca de la casa. A medida que crece, las enseñanzas aumentan: su padre paga profesores para que Leona aprenda latín, francés, matemáticas, filosofía. Es muy probable que haya leído a algunos de los filósofos ilustrados, a pesar de lo mal mirados que estaban en la Nueva España. Pero lee, eso sí, a pensadores famosos, de talante liberal, que han escrito acerca de la educación de las mujeres y que aprecian por igual la inteligencia femenina y la masculina.
Como finalmente, sus padres esperan que Leona sea, algún día una mujer bien casada, también aprende todas esas gracias y habilidades que se espera tenga una señorita como ella, criolla y de condición adinerada: sabe tocar la guitarra, sabe bordar, hacer curiosas manualidades tejidas con cuentas de chaquira, y también aprende a dibujar y pintar. Detalles que no dejan de llamar la atención: a las jóvenes de su clase, que podían bordar primorosamente, no se les adiestraba para que supieran coser, pues para ellas se esperaba un futuro próspero, que no las obligara a volverse costureras para ganarse el pan.
Para cuando el padre de Leona muere, siendo ella una jovencita, esta hija amadísima ya está familiarizada con las discusiones intelectuales y políticas que dan efervescencia a la Nueva España: está puesto en la plaza pública el debate por la independencia de los reinos de la América española. Como muchos criollos, la muchacha Vicario piensa que es justa la exigencia del derecho a decidir el destino del reino, sin vivir acogotados por las ambiciones y las flaquezas de la corona española.
La madre de Leona muere en 1807. La joven tiene 19 años y una enorme fortuna. Queda al cuidado del hermano de su madre, el abogado Agustín Pomposo Fernández de San Salvador, que también administrará la herencia de la chica. El tío, muy similar al padre, le da a Leona un espacio y una libertad inusual: se compra una casa enorme, de dos alas: en una trabaja y vive el tío Agustín con su familia; en la otra, Leona tiene su propia casa, con sus propios sirvientes; prácticamente, su casa de soltera, pero bajo la vigilancia cariñosa de sus parientes. Es, otra vez, el mejor de los mundos posibles para una mujer de su época. Tiene espacio y autonomía, pero su honor está a salvo, porque sigue siendo una hija de familia, vigilada y consentida por sus parientes.
Ah, también tiene un novio, Octaviano Obregón.
Es lo que en el siglo XIX y en muchas otras épocas se llama “un buen partido”: educado, dueño de minas, pariente del riquísimo Conde de la Valenciana. El romance se hace público poco antes de la muerte de la madre de Leona, e incluso llegan a firmar unas capitulaciones matrimoniales. Parecería, sin embargo, que la vida política de la Nueva España está entreverada con la biografía de la joven: la crisis política, en la que los criollos de la Ciudad de México intentan concretar un modelo autonómico para el reino, termina en represión feroz: Francisco Primo de Verdad y Ramos muere en la cárcel, el grupo político es perseguido y disperso. El padre de Octaviano es asesinado también. El prometido de Leona marcha a España, donde, finalmente el dinero y las buenas relaciones lo salvan de un mal destino, y será diputado americano a las Cortes.
Ahí se termina ese romance.
El destino le tiene reservado a Leona otro compañero.
En 1808, Leona conoce a un joven que viene del lejano Yucatán, que es pasante de abogado y forma parte del equipo de trabajo de su tío Agustín. Poco a poco se entera que Andrés Quintana Roo es un tipo inteligente, de ideas liberales y que es convencido partidario de la independencia de los virreinatos españoles.
De la conversación superficial, se pasa a la discusión del estado del reino. Andrés no conoce a una muchacha que se parezca a Leona; no hay otra con la que pueda leer y discutir los muchos papeles sueltos y periódicos que, pese a las prohibiciones, circulan de mano en mano en toda la Nueva España. Es bella, sí, pero es también inteligente, ilustrada y entusiasta. No la autonomía, sino la independencia misma es algo que le parece a la muchacha uno de los grandes sueños de los que piensan como ella.
De la discusión del estado del reino se pasa a la conversación profunda. Se comprenden, hablan lenguajes parecidos, piensan cosas parecidas. Se enamoran, quieren estar juntos, quieren llegar juntos al futuro que le aguarda al país. Juntos, pero aún disimulando sus sentimientos, miran cómo se desata la guerra de independencia: como todos los habitantes de la capital, se enteran de la rebelión que acaudilla el cura Hidalgo, y también se enteran de su derrota y del juicio y ejecución de aquellos primeros líderes.
La pareja no se queda con los brazos cruzados: probablemente forman parte de la élite criolla que se ve involucrada en la conspiración de abril de 1811, tan grande, tan grande, y que involucra a personajes de tanto dinero y alta condición, que las autoridades prefieren dictar el sobreseimiento de la causa y contentarse con los primeros 71 prisioneros que atrapa.
León y Leona se suman, pues, a la lucha encubierta. Del sur del reino llegan las noticias de un nuevo liderazgo: otro cura, José María Morelos, se revela como el genio militar que la insurgencia necesita para continuar la pelea. En la capital, los criollos han aprendido del desastre, y no será tan sencillo atraparlos conspirando. Nace así una sociedad secreta, “los Guadalupes”, donde los más encumbrados o los más ricos, bajo seudónimo, envían cartas con información estratégica que sirva a las fuerzas rebeldes; envían dinero, armas, municiones, medicamentos. A la callada, embozados, valiéndose de sirvientes leales, arman una cadena de comunicación que va y viene, de las tierras que domina Morelos, a la ciudad de México.
Leona no sabe, no puede quedarse quieta. Así, empieza comprando de su dinero de bolsillo todos esos bienes que tanta falta le hacen a los hombres del señor Morelos. Cada vez es mayor el gasto. Empieza a vender sus pertenencias, sus muebles, los caros adornos de su casa. Comienza a pedirle más dinero a su tío, que no sabe negarle nada. ¿En qué se va el dinero de Leona? En armas, en municiones, en pagar el viaje de quienes deseen irse a pelear con los insurgentes; en mantener a las familias de los armeros que, ocultos, trabajan para los rebeldes.
De donde pueden, Andrés y Leona se hacen de información valiosa. Ella escribe cartas donde, además de aconsejar y orientar, también da ánimo a quienes libran la batalla. Leona firma sus cartas como “Telémaco”, como el protagonista de uno de esos libros que han marcado su educación, escrito por un autor muy prestigioso entre los liberales, el abate Fénelon.
Es 1812, la pareja decide que quiere concretar su amor. Uno y otra avizoran que pronto tendrán que unirse a la insurgencia, porque es tanto lo que gasta y hace Leona, y es tanto lo que hace Andrés, que, inevitablemente, empiezan a llamar la atención de las autoridades.
Pero al tío Agustín no le parece nada el idilio. Andrés, que se apersona ante el abogado para declarar sus intenciones y pedir la mano de la muchacha, es echado de mala manera. El abogado toleraba al joven por su talento, aunque no le gustaran sus ideas independentistas. Pero ahora pretende a su niña querida: Andrés es un estudiante pobre, y Leona una heredera muy rica. No. De ninguna manera. Que el jovencito Quintana desaparezca de nuestras vidas.
Andrés no ve otro remedio que fugarse hacia adelante: se va al sur, a unirse a las tropas de Morelos, y se gana en definitiva el odio del tío Agustín, porque con él se va otro muchacho, hijo del abogado y primo de Leona.
No pasa mucho tiempo antes de que la muchacha sea señalada claramente como cómplice de los insurgentes y conspiradora. El círculo de vigilancia se va haciendo más estrecho. La persecución abierta contra Leona comienza el 28 de febrero de 1813. Logra salir de la capital. No llega sino hasta Huixquilucan. El tío Agustín manda por ella.
Incautan lo que queda de sus bienes, la encierran en el corregimiento de San Miguel de Belén. Es amenazada, es interrogada. Leona hace honor a su nombre, no la doblegan. Decide aguantar; ella no confesará nada. Y espera. Espera que el destino la lleve, con un golpe de viento, al lado de Andrés.
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