
Murayama: mexicanos con apellido japonés
“Somos Murayama pero somos mexicanos”, y con esa afirmación, el Consejero Electoral del Instituto Nacional Electoral (INE), Ciro Murayama Rendón (Ciudad de México, 1971), resume una historia familiar donde la idea de la importancia del servicio público y la conciencia de los grandes problemas nacionales son elementos esenciales, que hacen a esta familia distinta respecto a muchos japoneses mexicanos, dedicados mayoritariamente a la actividad privada.
“Realmente, he descubierto Japón de adulto”, narra Murayama Rendón, economista por la UNAM. Apenas en 2014 pisó Tokio, y era el primero de su familia que regresaba a la tierra de origen en el curso de un siglo entero. Fue su abuelo paterno quien, en 1906, llegó a la costa del Pacífico mexicano a construirse una nueva vida y una historia distinta.
“Entró por el puerto de Manzanillo. Allí se asentó y conoció a mi abuela, originaria de Colima, donde fundaron su familia. Tuvieron siete hijos, mi padre el más pequeño, nacido en 1938. Mi abuelo, originario de Nagasaki, murió en abril de 1945, unos meses antes del ataque con bomba atómica que arrasó la ciudad. Mi padre decía que el abuelo fue afortunado al morir antes de eso, porque no tuvo la oportunidad de sufrir con la noticia”.
Pero aquel hombre, Félix Murayama, como reza su ficha migratoria, había cortado desde antes sus vínculos con su país natal y como recuerdo de aquel mundo, solamente trajo consigo dos platones de metal labrado. “No volvió a Japón, ni buscó a su familia, aunque hablaba de su madre. Tenía una serie de amigos japoneses, también establecidos en Manzanillo, con los que se reunía. No enseñó a sus hijos a hablar japonés”.
El abuelo Murayama había nacido en 1877 y se casó con una mujer mexicana 23 años más joven que él. Dejó pocos rastros de su pasado en Japón. “No sabemos cuál era su nombre japonés; en su ficha dice que se llamaba Félix Miyazaki Murayama, y en algún momento nos preguntamos si nos deberíamos llamar Miyazaki o Murayama; pero él declaró ser Murayama y ése fue el nombre de la familia”.
Murayama quiere decir “casa en la colina”. Es, dice el consejero electoral, un apellido muy común en Japón. Pero en México, la familia fue durante mucho tiempo la única con ese nombre en el directorio telefónico. “En los años 70 y 80 del siglo pasado era muy frecuente que llamaran a casa preguntando por el actor Noé Murayama, que era muy conocido, y que no pertenece a esta familia. Él pertenece a las familias Murayama de la zona del Bajío y Aguascalientes. Allá hay muchos Murayama de profesión odontólogos. Nosotros somos economistas”.
La historia familiar habla de que el abuelo había estudiado para médico. Pero lo cierto es que nunca escribió una carta a su país y era un hombre reservado, severo, que a veces se reunía con otros japoneses con los que se encerraba a conversar en su lengua materna y a comer cosas “muy raras”. “Una de esas ‘cosas raras’ eran algas. Hoy día, todos estamos muy familiarizados con la comida japonesa; pero en los años 40 del siglo pasado, eso de comer algas y pescado crudo podía parecer hasta desagradable”.
El severo perfil del abuelo contrasta con el recuerdo que Murayama Rendón tiene de su padre, el menor de la primera generación nacida en México. “Él era un hombre siempre de buen humor, y afecto a la convivencia social”. El hecho de que el abuelo muriera cuando el padre de Ciro Murayama tenía apenas 7 años evitó que aquel niño ahondara en el pasado familiar. Pero eso no impide que el hoy consejero electoral advierta el legado que dejó aquel viajero: “Somos, ciertamente, descendientes de una migración que no nos dejó mucha memoria, pero mi padre se quedó con el recuerdo, con la imagen de un hombre con mucho sentido de la disciplina, el honor y el respeto; un hombre que vino a buscar y reconstruir una vida, y encontró un país que se lo permitió. Mi padre tenía apellido japonés y profesaba un nacionalismo no chauvinista; reconocía a México como un país de oportunidades, donde se podía vivir”.
“Tuvieron la suerte de no ser enviados a uno de los campos de concentración que se hicieron en México, pero les exigieron que abandonaran la costa. Los expulsaron de Colima, donde tenían su casa y su negocio. Habían estado en Manzanillo, en un pueblo en la costa que ya es Jalisco, que se llama Zihuatlán, donde nació mi padre. Con la coyuntura de la guerra, los desplazaron hasta Celaya. Para vivir, el abuelo puso un taller mecánico. Tuvo un accidente cuando trabajaba y murió al poco tiempo. Mi abuela, que no sabía leer ni escribir, se quedó con siete hijos a los que pudo sacar adelante”.
La muerte de Félix Murayama terminó por desvanecer los tenues vínculos con Japón, y marcó el destino el sus hijos: “gracias a que fue el menor de la familia, y a que sus hermanos trabajaron en diversos oficios, en una época de crecimiento de la economía mexicana, mi padre fue el único de la familia que pudo ir a la universidad. Estudió Economía en la Universidad de Guadalajara, y perteneció a la primera generación del posgrado en Economía creado por El Colegio de México, donde conoció a mi madre”.
La idea del bien público y de servir al país se arraigó en aquel joven economista y decidió su futuro: “Mi padre tuvo que renunciar, a los 18 años, a su nacionalidad japonesa; se entregó al servicio público y al reconocimiento de las instituciones mexicanas. Por destino y convicción se hizo mexicano y ésos son los valores que a mí me transmitió: somos Murayama, pero somos mexicanos”.
“Regresé a México cuando la UNAM estaba parada por la huelga del CGH; y había un profesor, con el que nunca tomé clases, pero con el que muchos tuvimos un intenso diálogo en 1986, en los días del movimiento estudiantil del CEU, cuando, recién ingresado al CCH Sur, empecé a participar en cuestiones políticas. Con él habíamos construido, a partir de aquellas discusiones, una buena amistad. Se trataba de José Woldenberg, quien era muy crítico con el CEU. Cuando yo buscaba cómo volver a México, él me invitó a entrar al Instituto Federal Electoral, que él presidía, como su asesor. Regresé en octubre de 1999, cuando iniciaba el proceso electoral que dio lugar a la primera alternancia. Así ocurrió mi “importación” de los asuntos económicos a los temas políticos”.
Una invitación hecha al IFE para asistir como observadores a un proceso electoral en Taiwán abrió el camino de Ciro Murayama para conocer la tierra de su abuelo. “A mis compañeros se les hacía muy lejos. Fui, y esa invitación me permitió hacer una escala de treinta y tantas horas en Tokio. Así, en 2014 fue el primero de los Murayama que, después de un siglo, regresó a Japón.
El economista caminó por las calles de Tokio, vio jardines y templos, se sorprendió con el enorme mercado de pescado. “Me sentí cómodo al caminar por esas calles. Me fui, pero después, en cuanto tuve vacaciones, lo primero que hice con mi esposa fue regresar a Japón. No tuvimos tiempo de ir a Nagasaki, pero entré a una tienda de deportes en Tokio, y tenían camisetas de los equipos de futbol y beisbol de toda la liga. Pregunté en inglés —no hablo japonés— si tenían alguna camiseta de Nagasaki y me dijeron, con la amabilidad de siempre, que no, que lo sentían mucho. La dependienta me alcanzó y me preguntó por qué quería una playera de Nagasaki. Le respondí que mi abuelo era de ahí y me hubiera gustado tener algo. Se puso muy roja, y me dijo, apenada, que Nagasaki no tenía ningún equipo en primera división”.
Ciro Murayama es un personaje peculiar a los ojos de los diplomáticos japoneses que laboran en México. “La mayor parte de los japoneses mexicanos se dedican a la empresa, pero son contados los que se han dedicado al servicio público”. El Consejero Electoral es uno de esos pocos.
La siguiente generación de la familia Murayama es ya ciudadana del mundo. Con raíces en Japón, en México y en España, serán como muchos de sus contemporáneos. Pero ya preguntan por aquel hombre que vino de Nagasaki; se imaginan las razones por las cuales vino a México y un día aprenderán una historia que se remonta un siglo atrás.
Hace 80 años, era frecuente ver, en pueblos y rancherías, funerales de niños. Ante el paso de las cajitas blancas, la gente decía “ahí va un angelito”. Y eso le parecía terriblemente injusto al niño Jesús Kumate, que en sus vacaciones escolares, en un rancho cercano al puerto de Mazatlán, era testigo de aquellas tristes circunstancias en el México que éramos entonces. Esa dolorosa realidad, y un encargo de su padre, inmigrante japonés, convirtieron a aquel pequeño en un médico de niños, como gusta a él definirse, sobresaliente y dedicado al servicio público.
Así se dio cuenta de la terrible mortandad infantil que quedaba asentada en los libros de entierros en los pueblos y ciudades pequeñas de todo el país: “Enfermedad del estómago”, era la leyenda que se asentaba con frecuencia en el rubro “causa de muerte” de aquellos niños. Las cifras de muertes por enfermedades gastrointestinales o infecciosas en el México de la infancia de Jesús Kumate eran una tragedia: en 1930, fallecieron más de 100 mil niños a causa de diarrea; la viruela había causado en aquel año más de 16 mil muertes, la tosferina más de 17 mil y el sarampión más de quince mil fallecimientos. En su fuero interno, el niño Kumate se negaba a aceptar lo que alcanzaba a percibir. Decidió, entonces, que sería médico, médico de niños.
Jesús Kumate tenía 12 años cuando su padre, cerca de la muerte, habló con él. “Me dijo en tono muy serio que deseaba que sus hijos demostraran que el gesto que tuvo México al recibirlo como ciudadano y permitirle formar un hogar y una familia con una mazateca muy hermosa, no había sido una equivocación”. Y todo eso, era una deuda que Efrén Kumate heredó a sus hijos: “tienen que pagarle a este país lo que yo le debo”. El encargo paterno entrañaba trabajo y disciplina, rasgos que desde siempre se asocian a los japoneses mexicanos. Y aunque ese inmigrante, a quien su hijo médico recuerda como un hombre severo, más bien seco, no heredó gran cosa que permitiera a la familia mantener algún vínculo con la cultura japonesa, sí dejó en sus hijos valores que tantos años después, aún les son esenciales: el honor y la lealtad.
Los años del Hospital Infantil permitieron al doctor Kumate conocer a fondo las carencias de nuestro país, que se traducían en las enfermedades de los niños. La comprensión de las debilidades que en materia de salud pública tenía el Estado mexicano con respecto a las enfermedades infantiles y a la prevención fueron orientando su trabajo, primero como subsecretario de Salud y, después, como secretario, entre 1988 y 1994.
El Dr. Kumate cuenta que en sus días de secretario tomó la decisión de consolidar los programas preventivos para la población infantil, que se resumen en una sola palabra, tan importante hace siglos como en el siglo XXI: vacunación.
Propuso, así, un plan nacional de vacunación del que él sería el único jefe. Pidió el apoyo de su jefe, el entonces presidente Carlos Salinas, para convencer a los 118 delegados de salud de todo el país de instrumentar la estrategia. Si no funcionaba, se iba de la Secretaría. Si tenía éxito, le regalaría a cada delegado una botella de champaña. Terminó comprando 120 botellas: las 118 prometidas, una para el presidente y otra para él.
Ése fue el principio del sistema de vacunación universal, para niños de todo nivel socioeconómico, y que extendió su estructura a los adultos y ancianos. Así nació el Día Nacional de Vacunación, que después se convertiría en la Semana Nacional de Vacunación que opera en la actualidad.
La gestión de Jesús Kumate en la Secretaría de Salud lo llevó a enfrentarse con sus viejos conocidos: la diarrea y las enfermedades infecciosas infantiles. Hubo resultados: al introducir el “suero oral” disminuyeron radicalmente los casos de diarrea y se erradicaron el sarampión, la poliomielitis y la difteria. Las estrategias preventivas lograron controlar una epidemia de cólera ocurrida en los años de su desempeño como Secretario.
Hoy día, el doctor Kumate preside la Fundación IMSS, con un importante trabajo de prevención e investigación. Su trabajo como investigador, formador de médicos y profesional de la medicina, como líder en entidades de alcance mundial como la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la UNICEF, lo convierte en un personaje relevante de instituciones como El Colegio Nacional y diversas asociaciones médicas. A lo largo de sus 93 años ha recibido numerosos reconocimientos y distinciones.
Acaso la que le entregó UNICEF, que lo designó “Ministro protector de la infancia”, tuviera para él resonancias importantes. Ninguno de esos reconocimientos es menor, desde la Medalla por Servicios Distinguidos que otorga la Secretaría de la Defensa Nacional hasta la condecoración de la Orden del Tesoro Sagrado de Japón, que entrega el Emperador en persona.
Pero el reconocimiento que de verdad lo emocionó llegó en 2006, cuando el Senado de la República le entregó la medalla Belisario Domínguez, que es para él tan valiosa como una espada japonesa, como descendiente de inmigrante, Jesús Kumate tiene dos certezas: una, que esa deuda aún no está cubierta al cien por ciento. La otra, es que si volviese a nacer, elegiría hacerlo en México, en Mazatlán, y volvería a ser médico de niños y a servir a su país.
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