Opinión

José de Gálvez, el visitador que enloqueció en la Nueva España

Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México
Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México Bertha Hernández, una cronista de la Ciudad de México (La Crónica de Hoy)

A mediados de junio de 1765, el navío de guerra Jasón navegaba hacia la Nueva España. A bordo de él iba José de Gálvez, un abogado andaluz que, a fuerza de empeño, talento y ambición, se había elevado desde la humilde villa de Macharaviaya hasta  el círculo de confianza del rey Carlos III de España. En ese viaje hacia la América Española, Gálvez iba investido con el cargo de visitador general de la Nueva España y le acompañaba un nutrido séquito en el que, entre muchos otros, iba un joven de 19 años, Bernardo, sobrino del alto funcionario, que no se imaginaba aún que al paso del tiempo sería una de las piezas del complejo juego político que su poderoso pariente se disponía a jugar.

Se estableció en Madrid. Allí se casó en 1749, pero enviudó poco después. Su segunda esposa, la francesa Lucía Romet, le aportó relaciones que le permitieron ejercer como abogado de la embajada francesa. Poco a poco se fue haciendo de un nombre y de numerosos vínculos con la clase gobernante. Gozaba de la amistad de personajes como José Moñino, fiscal del Consejo de Castilla, o de Jerónimo Grimaldi, secretario de Estado del rey Carlos III de España.

Integrado a la corte de Carlos III, su prestigio como abogado eficaz fue creciendo. En 1762 fue designado abogado de cámara del príncipe Carlos –que con los años se convertiría en Carlos IV de España- y en 1764 obtuvo el nombramiento de alcalde de casa y corte, que equivalía a ser el juez de los sitios donde residía el rey. Su importancia crecía, y  tomó bajo su protección a su sobrino Bernardo y lo encaminó para que siguiera la carrera militar. 

Tocó a Gálvez instrumentar junto con el virrey la expulsión de la orden jesuita de los reinos americanos. Con enorme discreción, llevaron a cabo los preparativos, con la sola ayuda de sus respectivos sobrinos, Teodoro de Croix y Bernardo de Gálvez.

Fue el visitador quien se apersonó a las puertas del Colegio de San Pedro y San Pablo en la Ciudad de México, para poner en marcha la expulsión. No fueron pocos los brotes de rebelión que desató la medida. Entonces, los novohispanos conocieron el perfil más oscuro de José de Gálvez, porque encabezó una fuerza de 600 soldados con los que marchó al bajío a sofocar los tumultos. Pasó por Michoacán, Guanajuato, San Luis Potosí; apresó inconformes, confiscó sus bienes y dictó por lo menos ochenta condenas a muerte, para que nadie, nunca más, se atreviera a desafiar la autoridad del rey. Los súbditos debían callar y obedecer; así lo había escrito en el bando con el que en 1767 expulsó a los jesuitas.

Quiso el visitador ampliar su presencia: encabezó una fuerza de mil hombres con los que se trasladó al norte, con la idea de combatir y someter a las tribus de indios que asolaban las poblaciones. Eran apaches, seris, piatos y sibubapas. En su persecución, Gálvez pasó por lo que hoy son los estados de Sonora y Sinaloa. No fue sencillo. Primero intentó atraerse la simpatía de los indios, y les ofreció amnistía por sus delitos, pero lo cierto es que preparaba una brutal campaña militar que comenzó en julio de 1768. No tuvo el éxito que esperaba; los indios no se dejaban aniquilar. Y cuando el éxito empezaba a regatearle sus dones, corrió la especie de que el visitador se había vuelto loco.

Comenzó a desvariar. Se dijo que sufría ataques de demencia y delirio, en los cuales sufría ataques de furia. De sus males, se dijeron muchas cosas: unos afirmaron que padecía fiebres malignas que lo arrojaban a un mundo alucinante; otros desconfiaron, y dijeron en voz alta que José de Gálvez no tenía nada, pero que fingía para ver si conseguía que lo relevaran de la misión pacificadora en que él mismo se había embarcado. Aparentemente, el visitador se quejó con sus subordinados: el terrible clima del desierto novohispano le afectaba el temperamento, y el cansancio hacía presa de él. El comentario fue suficiente para que se enviaran a la Ciudad de México mensajes en los cuales se afirmaba que el visitador padecía profundos ataques de melancolía y que permanecía en vigilia constante.

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El desierto, el abrumador desierto, hizo lo suyo en la persona del visitador. Sumido en el delirio, rebautizó a aquel paraje impresionante como los Campos Elíseos de Sonora. Le hizo llegar un mensaje al virrey, diciéndole que “se le habían alterado los humores”, que estaba a las puertas de la muerte y que solamente podía comer caldos. A pesar de esas afirmaciones, se movía de manera incesante por poblados y misiones, donde lo vieron pasar, a veces agotado, a veces mirando cosas que no eran de este mundo.

Su delirio aumentó: comenzó a decir que para combatir a los indios, lo que se necesitaba era enviar por cientos de monos al reino de Guatemala y traerlos al desierto del norte. ¿De dónde sacaba Gálvez tal desatino? “Me lo dijo, en sueños, nuestro padre San Francisco de Asís”.

Nada lo curaba: ni las sangrías, ni los baños nocturnos con infusiones de hierbas extrañas, ni los menjurjes de los curanderos del desierto. A ratos parecía recobrar la serenidad, y luego volvía a caer en ataques de furia, durante los cuales repartía castigos y azotes, y mandaba a ahorcar indios.

En el poblado de Ures, la locura subió de punto. Cayó en la melancolía, pasó 5 días sin comer, beber o dormir. Reunió a todos sus hombres y a una multitud de indios y les anunció que era, nada menos, que el rey de Prusia. Después dijo que era el rey de Suecia, el obispo Palafox, San José, y en algún momento dijo, incluso, que era Dios, y quería ¡nada más! Celebrar allí, en Ures, el Juicio Final. Entonces sus secretarios lo retiraron a la fuerza y lo ataron, como el loco que era.

Su sobrino Bernardo, que estaba en Chihuahua, fue avisado del desastre. Se trasladó a Ures para rescatar a su tío y llevarlo a la capital. Al ver al joven, el visitador se tranquilizó; aceptó ser llevado a Chihuahua, y de ahí a México. A medida que se aproximaban al altiplano, el loco recobraba la cordura.

En México, fue recibido con gran afecto por el marqués de Croix. Entonces, José de Gálvez acusó a todo su séquito de haberlo querido matar y de difundir mentiras acerca de su estado de salud; los acusó de traición y les secuestró todos sus papeles. Pero ya era tarde, en ambos lados del océano se conocía la historia de su enloquecimiento.

El extraño incidente frenó un tanto la carrera política de José de Gálvez. Pero con el tiempo recuperó el favor del rey. Se convirtió en el poderosísimo Ministro de Indias, y andando los años, hizo virreyes a su hermano y a su sobrino. Hasta fue convertido en noble. Con una gota de malevolencia, Carlos III lo hizo marqués de Sonora y vizconde de Sinaloa. José de Gálvez jamás volvió a tener un acceso de locura.

José de Gálvez fue retratado como Ministro de Indias y uno de los

hombres más poderosos de su tiempo. Se rumoró que había intentado crear una dinastía, colocando en puestos de poder a su hermano y a su sobrino. La muerte de sus familiares truncó el proyecto, si es que realmente existió.

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