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José Gómez: un guardián convertido en cronista de la Nueva España

No era un hombre letrado ni pertenecía a una familia distinguida, pero era curioso y observador. Llegó a la América española como tantos otros, en busca de un futuro, y de una nueva vida. Desde su posición, más bien humilde, como vigilante de la entrada del Palacio Virreinal, se enteró de dramas, chismes, prodigios y pasiones. Y lo mejor de todo: las puso por escrito.

La Plaza Mayor de Madrid en el siglo XVII
La Plaza Mayor de Madrid en el siglo XVII La Plaza Mayor de Madrid en el siglo XVII (La Crónica de Hoy)

Discreto y humilde: así describieron, quienes lo conocieron, al alabardero José Gómez. Un español como tantos otros, que había cruzado el océano en busca de una vida mejor. Tenía 23 años cuando desembarcó en la Nueva España, en algún momento de 1755. Nada se sabe de sus primeros años en estas tierras. José Gómez se convierte en un personaje de carne y hueso desde el primer día de septiembre de 1771, cuando empezó a prestar sus servicios como alabardero —guardián dotado de alabarda, una especie de lanza— en el Regimiento de la Real Guardia de los Virreyes.

No sabemos cómo era, no quedó de José Gómez un retrato. Las disposiciones en materia de reclutamiento de los alabarderos que constituían la guardia de los virreyes de la Nueva España indican que debían ser hombres de “buena disposición y estatura”, es decir, altos y fuertes. El alabardero Gómez debió tener alguna de esas características.

Pero su cualidad más notoria, ésa por la cual podemos hablar y escribir acerca de él en el siglo XXI, es su formidable capacidad de observación; una innata habilidad de cronista que lo llevó a escribir un diario que hoy se resguarda en la Sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional. En ese diario, que va de 1776 a 1798, el alabardero Gómez contó historias de pasión, de crímenes y de prodigios; vio llegar a nueve virreyes y de todos nos dejó sus recuerdos, sus anécdotas y mil detalles de cómo vivían a fines del siglo XVIII los novohispanos.

Ese mismo año, el 19 de septiembre, ocurrió un memorable incendio en la chocolatería de la calle del Espíritu Santo, tan grande, “que no quedó señal de nada”, y todas las iglesias de la que era entonces una diminuta ciudad —poco más de nuestro actual Centro Histórico— “tocaron a fuego”, cosa que hoy parecería extraña, pero en una época sin comunicaciones más complejas que las cartas o las historias de boca en boca, las campanas de las parroquias cumplían, según sus distintos toques y repiques, como eficaces difusores de los acontecimientos relevantes.

Pudo José Gómez dar cuenta de los funerales del virrey Bucareli, ocurridos en 1779, y contó la llegada del sucesor, don Martín de Mayorga, en cuyo reinado, el 25 de febrero de 1784, al excavarse “unos cimientos” en el santuario de la Virgen de Guadalupe, se encontró “la osamenta completa de un elefante”, que, hoy sabemos, era un mamut. Lograron desenterrar un colmillo entero y lo llevaron a la Ciudad de México, para que lo admirase el virrey. El descubrimiento levantó gran alboroto, y los sabios más eruditos concluyeron que ese “elefante” tenía que estar allí “desde los días del diluvio”, pues era bien sabido que “en la Nueva España no se crían tales animales”.

En 1783, sucedió a Mayorga don Matías de Gálvez, que apenas gobernó un año, para ser sucedido en 1785 por su hijo, el militar Bernardo de Gálvez, quien despertó el entusiasmo popular, pues además de ser afable y presentarse como amigo del pueblo, traía consigo a su esposa, la hermosa criolla de Nueva Orleans, Felícitas de Saint Maxent, que puso patas arriba a la Nueva España por vestir generosos escotes “a la francesa”.

Alborotado, el pueblo le dedicó algunos versos a los nuevos virreyes, que José Gómez transcribió, pues aludían a la fama que precedía al virrey y a la belleza de su mujer:

Yo te conocí pepita

Antes que fueras melón,

Gobierna bien el bastón [de mando]

Y cuida a la francesita.

Que Felícitas de Saint Maxent tenía enamorado al pueblo lo demuestra otro versito, donde, de paso, el ingenio popular se burlaba del mal talante del inspector José Espeleta y su gruñona esposa:

El virrey muy bueno,

La virreina mejor,

El inspector el diablo,

Y su mujer peor.

Pero Bernardo de Gálvez tampoco duró mucho como virrey: una extraña enfermedad con olor a envenenamiento lo mató en 1786, dejando embarazada a la virreina. La muerte repentina del joven virrey, a quien el pueblo amaba por distribuir grano en tiempos de sequía y por perdonar la vida a criminales, sacudió al reino entero, y los principales personajes de la sociedad atestiguaron su entierro en la iglesia de San Fernando, donde aún permanece. La hija póstuma del virrey se llamó Guadalupe y la apadrinó en su bautizo la Ciudad de México, representada por los funcionarios del Ayuntamiento.

Pero con quien definitivamente se sintió a gusto el alabardero Gómez fue con el virrey Juan Vicente de Güemes, conde de Revillagigedo, quien llegó a la Ciudad de México en 1789 con tales ímpetus modernizadores, que fascinó al buen José.

Y no era para menos, porque Revillagigedo empezó por poner, en el Palacio Virreinal, un buzón de quejas para que el pueblo denunciara a los malos funcionarios públicos.

José Gómez no ocultaba el entusiasmo que le inspiraban los quehaceres de Revillagigedo, empezando por el remozamiento de calles y plazas: “Durante el tiempo de este virrey se abugeredó [agujereó] toda la ciudad”, escribió, refiriéndose a los arreglos y excavaciones necesarias. Como buen observador de lo que ocurría en la Plaza Mayor, Gómez pudo contar cómo, el 4 de septiembre de 1790, “en la plaza principal, enfrente del Real Palacio, abriendo unos cimientos, sacaron un ídolo de la gentilidad, cuya figura era una piedra muy labrada, con una calavera en las espaldas y por delante otra calavera con cuatro manos y figura en el resto del cuerpo pero sin pies ni cabeza”. Los hombres del virrey acababan de rescatar del olvido a la señora de la falda de serpientes, nuestra Coatlicue.

Los delitos mayores se castigaban de modo tremendo: horca, desde luego, y la pena de garrote. Pero los novohispanos tenían accesos de refinada crueldad, que los hacían tener en su catálogo de castigos algo aún peor: el encubamiento.

“Encubar” a un criminal era un suplicio de lo más complejo y sofisticado: consistía en introducir en una cuba [barril] al personaje en cuestión, acompañado de un gallo, una mona, un perro y una víbora, todos vivos, y cerrado el recipiente, arrojarlo al agua. En algo que se antoja el colmo del sadismo, las autoridades sacaban del barril lo que de humano quedase, y encima, lo ahorcaban.

Pero así como José Gómez nos legó estas historias tremendas, también nos dejó el testimonio de haber visto a un carnero de dos cabezas y la tremenda y aterradora visión de los cielos rojos del 14 de noviembre de 1789, que se creía que fue  una aurora boreal. Vio el buen alabardero al pillo marqués de Branciforte anunciar la creación de una espléndida estatua del rey Carlos IV, que pagaría de su bolsillo y que se encomendaría al maestro Manuel Tolsá. José Gómez ya no alcanzó a verlo, pues murió el 2 de febrero de 1800, pero el encargo del virrey se inauguró hasta 1803 y, después de mil peripecias, aún lo tenemos: se trata de nuestro Caballito.

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