
La relación entre Juan Nepomuceno Almonte y Maximiliano de Habsburgo no empezó bien. A pesar de la larga carrera política del hijo de Morelos, de sus esfuerzos por consolidar un proyecto político diferente al liberal, lo cierto es que, como a tantos otros que creyeron en que el proyecto imperial sería un éxito, el tiro les salió por la culata. Muy tarde se dieron cuenta de que el austriaco, Fernando Max, no solo no simpatizaba con ellos, sino que, ideológicamente, era parecidísimo a Juárez: era un completo liberal.
Por eso, y como tantos otros, Juan Almonte tuvo que tragarse su decepción e intentar llevar con armonía la relación con el flamante emperador. No dejaba de ser desalentador para el general mexicano ver cómo su estrella política no era la mejor. Había sido un activo promotor del ofrecimiento de la corona a Maximiliano; procuró tener una estrecha alianza con los representantes franceses que, de ácidos negociadores de los adeudos pendientes, se habían transformado en invasores.
Pensaba Almonte que esa era la circunstancia que definitivamente lo llevaría al encumbramiento político, después de tantos años de ser hombre del poder, ministro y embajador de relevancia, siempre a la espera de la oportunidad que lo colocaría en la Presidencia de la República.
Lo intentó, ciertamente. En cuanto los franceses se quitaron la careta negociadora, en abril de 1862, creyó Almonte que su momento había llegado. En lo que se concretaba el apoyo francés, pensó, alguien tendría que administrar el país y preparar el acuerdo definitivo con Europa. En un golpe de audacia, armó un “pronunciamiento” a su favor, el día 19 de aquel mes. Una proclama, firmada por sus subordinados, desconocía al presidente Juárez y nombraba a Almonte “Jefe Supremo de la Nación”. El documento lo firmaban cinco de sus hombres más leales. En verdad Almonte creyó que había obtenido un triunfo total.
Los más desconcertados con la maniobra de Almonte eran sus aliados franceses. Como tenían instrucciones de apoyarlo en todo y para todo, nadie puso en tela de juicio el cargo de “Jefe Supremo”… hasta que las cosas empezaron a complicarse.
Juan Almonte se convirtió en un dolor de cabeza para los franceses, que ya bastante tenían con la resistencia mexicana, como lo demostró la derrota que les propinaron el 5 de mayo en Puebla. Aferrado a su cargo de “Jefe Supremo”, Almonte empezó a querer gobernar de verdad. Como, para variar, no tenía un clavo, comenzó a emitir decretos y proclamas para establecer impuestos y préstamos forzosos que lo convirtieron en un personaje totalmente incómodo para los franceses. Lejos de colaborar, se estaba convirtiendo en un factor de impopularidad y, encima, empezaba a jalonearse el prestigio militar con uno de los grandes militares del partido conservador: El Tigre de Tacubaya, Leonardo Márquez.
Para octubre de 1862, cuando llegó a Veracruz Elías Forey, nuevo jefe de la expedición mexicana, en sustitución del fracasado Saligny, se encontró con que Almonte era ya una molestia para los franceses: no respetaba los acuerdos y verdaderamente se creía el “Jefe Supremo”. Con mucho tacto, Forey le recordó su papel de “apoyador”, respetado y aceptado, sí, pero sin posibilidades de convertirse en presidente de verdad.
Almonte, chasqueado, reiteró sus buenas intenciones: solamente deseaba mantener una figura de poder para, llegado el archiduque Maximiliano, hubiera forma y protocolo en el traspaso del poder. Pero Forey no estaba para excusas bonitas y lo forzó, en enero de 1863, a emitir otra proclama en la que renunciaba a su cargo de “Jefe Supremo de la Nación”, a solicitud expresa (desde luego era un eufemismo) del general en jefe del cuerpo expedicionario francés, es decir Forey, y se declaraba obediente a la voluntad de Napoleón III. Se vio tan feo el “estate quieto” aplicado a Almonte, que incluso algunos franceses comentaron la rudeza innecesaria del “arreglo”.
Fugaz fue la compensación de Almonte: cuando a mediados de 1863 las tropas francesas tomaron la Ciudad de México, decidieron crear una Regencia que administrara mientras el imperio se consolidaba: los elegidos fueron José Mariano Salas, el arzobispo exiliado Antonio Pelagio de Labastida –asumió en cargo un representante suyo– y Almonte. Al menos, debe haber pensado, un pedacito de poder.
Al poco tiempo de haber llegado a tierras mexicanas, Maximiliano se había formado una idea clarísima del modo de ser del hijo del generalísimo Morelos. “El carácter de Almonte es frío, avaro y vengativo”, dice la ficha que escribió el emperador en su “Libro secreto”, donde anotaba todas las referencias y datos que sus informantes le conseguían acerca de todos los que esperaban medrar a costa del imperio. Todos los chismes sobre Juan Almonte estaban allí: sus ambiciones presidenciales, alguna historia de dineros no comprobados, su pasado diplomático. En una cosa se equivocaban los investigadores de Max: afirmaban que su grado militar era de relumbrón, pues “nunca había hecho la guerra”. Con tales referencias y una pequeña ayuda de los franceses que no olvidaban la lata que había dado Almonte, le dieron un buen empleo, desde el cual vio el nacimiento y crisis del proyecto: Gran Chambelán del Imperio.
Como le ocurrió con otros colaboradores mexicanos a los que en un principio despreció y alejó, Maximiliano vio en Almonte el instrumento diplomático que podría arrancarle a Napoleón III el apoyo que necesitaba con desesperación. Así, en mayo de 1866, hace casi 150 años, el hijo de Morelos desembarcaba en Francia como ministro plenipotenciario del imperio mexicano, con una sola y urgente misión: obtener de Francia la garantía de la permanencia de las tropas e inyección de dinero. Ese fue el gran fracaso de Almonte en su carrera diplomática.
Solamente logró una brevísima audiencia con Napoleón III, donde le dijeron las cosas con claridad: no habría apoyo, no habría dinero, y las tropas francesas se retirarían. No volvió a ser recibido por el emperador de los franceses. Unas pocas invitaciones a bailes, algún trato con ministros, pero la puerta se cerró de golpe. Del mismo modo que el imperio se fue a pique y murió con Maximiliano en junio de 1867, en el Cerro de las Campanas. Almonte se quedó en Francia, con un nombramiento diplomático que no valía ni siquiera el papel en el que estaba escrito. Empezó a tejer el exilio.
Y allí estaba Almonte, sí. Pero de Morelos, nada. Hoy sabemos que la falsa historia del hurto de aquellos restos es parte de la malísima prensa que los liberales le fabricaron a Almonte y que lo persiguieron hasta 2010, cuando se hallaron, en la columna de la Independencia, los restos “desaparecidos”. Pero de Almonte nadie se acordó.
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