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Juan Nepomuceno Almonte, “muy malo”; Santa Anna ¡peor! Y de todas maneras tuvieron sus historias de amor

Por más que las ambiciones políticas fueran enormes; por más que las tentaciones del poder ocuparan las horas y los días, la mayor parte de los personajes históricos tuvieron sus propias historias de amor, aun cuando sus contemporáneos los atacaran sin descanso, aun cuando los hicieran objeto de la burla colectiva. Las mujeres de estas historias vivieron amores que acabaron en exilios, en pobreza, en olvido. Pero una vez existió el amor.

Por más que las ambiciones políticas fueran enormes; por más que las tentaciones del poder ocuparan las horas y los días, la mayor parte de los personajes históricos tuvieron sus propias historias de amor, aun cuando sus contemporáneos los atacaran sin descanso, aun cuando los hicieran objeto de la burla colectiva. Las mujeres de estas historias vivieron amores que acabaron en exilios, en pobreza, en olvido. Pero una vez existió el amor.

Juan Nepomuceno Almonte, “muy malo”; Santa Anna ¡peor! Y de todas maneras tuvieron sus historias de amor

Juan Nepomuceno Almonte, “muy malo”; Santa Anna ¡peor! Y de todas maneras tuvieron sus historias de amor

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La construcción de los “malos” de la historia política se fragua al calor de los conflictos del momento, y obedece a las luchas de intereses. Cuando diversos proyectos de país se enfrentan como ocurrió a lo largo de nuestro accidentado siglo XIX, muchos de los participantes en estos conflictos fueron satanizados por sus contrincantes, por medio de la lucha política, de la prensa y de la sátira.

En esa construcción simplista, que solamente va del blanco al negro, saltándose los abundantes grises que genera la condición humana. Pero en estos dos personajes, Juan Nepomuceno Almonte y Antonio López de Santa Anna, veremos los espacios que dedicaron al amor, aunque, inevitablemente, esas historias se entreveraron con los momentos políticos que ellos vivieron. Ellas, mucho más cercanas al modelo de esposa prototípico en el siglo XIX mexicano, se vieron arrastradas a los círculos más altos del poder, pero también sufrieron los momentos amargos del exilio. Sin quejarse públicamente, sin intentar escapar, estuvieron al lado de esos hombres que las convirtieron en personajes de la vida pública nacional.

JUAN ALMONTE Y DOLORES QUESADA: HISTORIA DE UNA AMBICIÓN. Hacia 1862, Juan Nepomuceno Almonte era una de las personas menos queridas de México, por lo menos desde el punto de vista liberal: al calor de la guerra de Reforma, y la posterior invasión francesa, el hijo de José María Morelos se había convertido en el modelo de traidor a la patria, reducido a personaje de poemas burlones que, con enorme ingenio y mala fe de tamaño similar, Guillermo Prieto habían convertido al orgulloso diplomático, que había competido varias veces por la presidencia de la República, y que era uno de los principales promotores del proyecto monárquico, en un desastrado “Juan Pamuceno", personaje al que le daban “teleles" con los triunfos republicanos, que era un “indio ladino" que había traicionado la causa del México libre, republicano, y, desde luego, liberal.

Almonte siempre creyó que estaba llamado a hacer grandes cosas, entre ellas, ser presidente de la República. Fue candidato en tres ocasiones, y, cuando finalmente se decidió por el proyecto conservador, fue bien recibido: traía a cuestas el peso simbólico de ser hijo de Morelos, de ser un jovencísimo brigadier –lo era desde los 12 años- y se había fogueado como uno de los primeros representantes diplomáticos del México independiente. Desde luego, los liberales vieron con extrema hostilidad su militancia conservadora. Pero Almonte aspiraba a llegar muy alto, y estaba dispuesto a negociar con quien fuera necesario.

Y sí, llegó alto… tan alto como podía llegar en un proyecto monárquico: formó parte de la Junta Superior de Gobierno, por espacio de un mes, en 1863; luego, de julio de 1863 a mayo de 1864, encabezó la Regencia del Imperio, junto con José Mariano Salas y el arzobispo Pelagio Antonio de Labastida. Y durante ¡ocho días! Fue Lugarteniente del Imperio, encargado de entregarle el poder a Maximiliano. Todo ese tiempo, Almonte soñó con ser el que verdaderamente mandaba en México, aunque, con frecuencia, los militares franceses lo llamaban al orden.

Hasta entonces, su vida personal fue más bien discreta. Nació hacia 1803, en Carácuaro o en Nocupétaro, hijo del cura Morelos y una mujer llamada Brígida Almonte. Tenía 36 años cuando se unió en matrimonio a Dolores Quesada Almonte, una muchacha que era su sobrina, hija de su hermana Guadalupe.

Se sabe que la pareja se casó en marzo de1840, en la parroquia de San Miguel de la ciudad de México, y en el libro de matrimonios se asentó que tenían la dispensa eclesiástica que se requería dado su parentesco tan cercano.

Fue una boda que atestiguó el canciller Juan de Dios Cañedo y Guadalupe Almonte, hermana y sobrina del novio. De haber seguido las cosas como iban en 1840, Dolores Quesada habría sido una esposa de la que sabríamos aún menos, pero la progresiva polarización del país y la Revolución de Ayutla, que abrió la puerta a la predominancia del proyecto liberal, arrojó al hijo de Morelos al conservadurismo y luego a la causa imperial.

Llegado Maximiliano a México, Almonte, si bien ya no tenía tanto poder político, sí mantuvo una posición principal: chambelán del imperio. Así, cuentan las anécdotas, Dolores se sintió satisfecha: mientras su esposo formó parte de la Regencia del Imperio, era ella lo más cercano a la idea de “primera dama” o esposa del presidente o del jefe de gobierno.

A Dolores le gustaba que la llamaran “la generala Almonte”. Como era 17 años más joven que su esposo, gustaba de las fiestas y los bailes, y le gustaba saberse considerada y admirada. Cuando no estaba en la capital la emperatriz Carlota, Dolores rivalizaba con otra mexicana, mucho más joven que ella, la recién casada Pepita Peña de Bazaine, por ser algo así como “la segunda dama del imperio”.

Como se sabe, el sueño duró poco. Cuando el imperio se iba a pique, Almonte fue enviado a Francia, en calidad de embajador, para intentar negociar el apoyo de Napoleón III. Como ese apoyo nunca se consiguió, el matrimonio Almonte se quedó en Francia, esperando ver cómo se definía la vida en México.

Todo terminó con Maximiliano, fusilado en junio de 1867, y Carlota, presa de una enfermedad mental, recluida con sus parientes belgas. Los Almonte quedaron desamparados en Francia. Si se les ocurría volver, lo menos que le esperaba a Juan Nepomuceno erala cárcel.

Allá vivieron, con enorme modestia, hasta que Juan Nepomuceno murió, a los 66 años, en 1869. Dolores resolvió volver a México. Deseaba recuperar los bienes de su esposo, pero Almonte había muerto intestado. No fue trabajo menos sobrevivir. Del matrimonio se dice que tuvo al menos tres hijos. Pero para los años del destierro, sólo tenían una hija, Guadalupe, que había sido dama de honor de Carlota.

Dolores murió en México, cuando comenzaba el siglo XX. Su esposo se quedó en Francia, enterrado en el Pére Lachaise, olvidado, hasta los años 90 del siglo pasado, cuando abrieron su tumba. No lo buscaban a él, sino a su padre, José María Morelos. Hasta el final, Almonte tuvo un tratamiento de figura de segundo nivel.

AMORES Y FIESTAS DE SANTA ANNA. Veracruzano, Antonio López de Santa Anna amaba la fiesta, la vida alegre, la distracción. No es lugar común esta parte de su personalidad. Claro que, al ser expulsado del poder, esa alegría de vivir fue convertida por sus contrincantes en frivolidad, y así pasó a la historia, agudizada su mala imagen por los errores políticos y de gobierno que cometió.

Pero le gustaban las mujeres. Mucho. Y le gustaba el poder. Mucho, también. Los chismes presentan a un joven general de 28 años, en la corte de Agustín de Iturbide, cortejando a una tía del emperador que frisaría en los 60 años —razón por la cual no poder ser la hermana de Iturbide, como se ha asegurado—. La princesa María Nicolasa, decían las malas lenguas, no veía con malos ojos al joven Santa Anna, pero el coqueteo, si lo hubo, fue interrumpido por el emperador, que vio muy mal el espectáculo de su emocionada tía y el ambicioso muchacho.

Muchas leyendas y anécdotas sobre las aventuras galantes de Santa Anna corrieron en sus años de ascenso. Se dijo, por ejemplo, que los labios femeninos que aparecen en el escudo del estado de Aguascalientes se deben a un beso: un beso era el precio pagado por la constitución de la entidad.

En Veracruz se le conocieron numerosos romances que no culminaron en matrimonio, pero que sí le dieron, por lo menos, media docena de hijos. Al final de su vida, los reconoció a todos en sus testamentos.

Pero también se casó, y dos veces. Veracruzanas las dos. La primera, Inés de la Paz García, que tenía solamente 14 años —usual para la época— cuando se casó con él, en 1825. Para ella fue la famosa hacienda Manga de Clavo. La pareja tuvo cuatro hijos, y un “hijo de crianza”. Duraron 19 años casados, e Inés fue siempre la esposa discreta y abnegada que se esperaba que fuera, mientras su marido andaba en sus correrías políticas. A Inés, en los tiempos de la presidencia de su marido, solían llamarla “Excelentísima Señora Presidenta”.

Pero Inés era una mujer de salud frágil. Se sabe que padeció una larga enfermedad, razón por la cual residió en la hacienda, sin compartir la notoriedad pública de su esposo. Pero, a los dos meses de su muerte, Antonio López de Santa Anna encontró a la mujer que estaría con él el resto de su vida: una joven de 16 años, muy bella, llamada Dolores Tosta. Él tenía 50 años. Para ella fue la también famosa hacienda El Encero.

A Dolores la conocemos por el espléndido retrato que de ella hizo el ´pintor Juan Cordero. A ella sí le gustaba ser “Presidenta”. No tuvo hijos con Dolores, pero ella, en cambio, compartió las mieles de sus últimas presidencias, y el amargor de sus destierros.

La pareja terminó empobrecida, viviendo en una casita que todavía existe en la calle de Bolívar, de la ciudad de México. Él, soñando con sus glorias pasadas. Ella arreglándoselas para vivir con modestia. La anécdota cuenta que le contrataba indigentes y soldados harapientos para que, vitoreándolo, le alegrasen los días. Fue Dolores quien lo llevó a enterrar, en 1876, en el Panteón del Tepeyac. Años después, ella fue a hacerle compañía. Allí siguen, juntos.