Opinión

La arquitectura del mundo

El periplo de la humanidad tiene tres periodos o mutaciones importantes, las cuales han implicado cambios profundos en las vertientes de su desarrollo como especie. La primera mutación ocurrió diez mil años antes de Cristo, al final del periodo glacial, en el Neolítico

La arquitectura del mundo

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La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El desarrollo tecnológico y su aplicación en el dominio de la naturaleza ha encendido la crítica de diversos autores “posmodernos”, quienes culpan a la ciencia de la sobre explotación de los recursos del planeta y las devastaciones subsecuentes, la extinción masiva de las especies, el calentamiento global, el auge de las epidemias, la proximidad de un desastre cósmico, por causa del Armagedón. Mucha gente cree, animada por las supercherías amarillistas de los cienciólogos, que la nube de Oort prepara un proyectil en forma de meteorito o cometa que terminará con la vida “como la conocemos”.

En este contexto, resulta aleccionadora la aparición del libro Sed sabios, convertíos en profetas, obra de los físicos Georges Charpak, Premio Nobel, y su colega Roland Omnès, quienes muestran el importante papel de la ciencia en el desarrollo de la humanidad, a partir del descubrimiento de las leyes de la naturaleza, que están cifradas en los números, según las palabras del insigne Galileo Galilei: “El libro de la naturaleza está escrito en la lengua de las matemáticas”, lo cual suele halagar los oídos de los científicos que sueñan con las sutilizas de las ecuaciones, bellas como poemas, capaces de sintetizar el cosmos.

Dolor reumático, de Remedios Varo.

Para nuestros autores, el periplo de la humanidad tiene tres periodos o mutaciones importantes, las cuales han implicado cambios profundos en las vertientes de su desarrollo como especie. La primera mutación ocurrió diez mil años antes de Cristo, al final del periodo glacial, en el Neolítico, con el descubrimiento de la agricultura, que implicó el crecimiento de las poblaciones, la división del trabajo, el surgimiento del estado y de la guerra.

La segunda mutación, según sus cálculos, sucedió 11,500 años después, en la era del Renacimiento, con la sistematización y puesta en práctica del método científico por el italiano Galileo Galilei, que pareciera un acontecimiento semejante al posible hallazgo del Santo Grial por los caballeros templarios medievales, pues permite iniciar el proceso de lectura y comprensión del libro cósmico. Comentan: “Y es que el descubrimiento de las leyes de la naturaleza, por parte de la humanidad, es la auténtica clave de la modernidad”.

Si el conocimiento del mundo da certeza a los hombres y mujeres sobre su lugar, aunque sea minúsculo y descentrado, en el devenir del amplio y hondo universo, las leyes de la mecánica cuántica, que vienen a perturbar el suave y elegante sueño de los códigos de la física clásica, introducen un principio de incertidumbre en el comportamiento aleatorio de las micropartículas, cuyas apariciones y trayectorias establecen las recurrencias de lo posible, pero sin llegar a la certeza. En este sentido, la tercera mutación de la humanidad tendría que ver con la toma de conciencia de las dos polaridades de lo infinitamente grande frente a lo infinitamente pequeño, las cuales rigen el comportamiento del cosmos.

La modernidad es la etapa en la cual el desarrollo de la ciencia adquiere mayor dinamismo porque se empiezan a experimentar y probar los fenómenos, más allá de las especulaciones puramente teóricas y dogmáticas de la filosofía escolástica y de los credos religiosos. Los autores recuerdan a Nicolás Copérnico y Johannes Kepler, quienes establecieron el sistema heliocéntrico, frente a la creencia milenaria de que el Sol giraba en torno a la Tierra. También reconocen a Isaac Newton por las leyes del movimiento; a David Hume, quien teoriza sobre el conocimiento basado en la experiencia, y se detienen brevemente en Kant, Nietzsche y Heidegger, sobre todo buscando ideas favorables al credo científico.

Sin embargo, a pesar de que la ciencia establece, como petición de principio, la objetividad, en sus procesos de búsqueda y en sus hallazgos, los autores establecen un deslinde apasionado, con un dejo de soberbia, frente a la filosofía, las artes y las ciencias sociales, cuyas especulaciones parecieran meras fantasías frente a los datos duros que aporta la investigación. El asunto pareciera corresponder al celo profesional de los físicos, frente a los colegas que trabajan en otras áreas del conocimiento. No les gusta, por ejemplo, la deriva social de la biología y prefieren abismarse en el mundo de las partículas luminosas, semejantes a las mariposas nocturnas.

Esta enajenación, o pecado profesional, los obliga a urdir divisiones tajantes en los ámbitos de los saberes, a obviar los aportes de los griegos a la ciencia y, en general, las contribuciones de las culturas antiguas al conocimiento; no reconocen el delta de la desembocadura del río medieval que da cause al Renacimiento, ignoran la tradición. Separar filosofía y religión de la ciencia no ayuda mucho a la comprensión del animal humano, hecho de razón y razones, sentimientos, fantasías y sueños.

Del Siglo XIX, nuestros autores citan a Darwin y Marx, por el mecanicismo de sus leyes de la evolución y la historia, pero no hablan de Freud, quien transformó la imagen del hombre y la mujer en el siglo XX, por sus teorías del subconsciente. La ciencia, como expresión humana, es parte de la cultura, porque lo natural del hombre es conocer, como decía Aristóteles, de quien por cierto subrayan sus errores milenarios, aunque parecieran reconocer sus premoniciones de las leyes de la naturaleza.

Ocurre con este libro y sus autores lo mismo que al albatros en el poema de Baudelaire. Este pájaro surca los cielos con vuelo majestuoso, sin movimientos aparentes y gastos de energía innecesarios; con su apacibilidad, con su armonía, pareciera desafiar las leyes de la gravedad y convertirse en la paloma del espíritu santo, pero cuando desciende para alimentarse, descansar o procrear; cuando se posa, por azar, en las barcas sucias de los pescadores, arrastra sus pesadas alas entre la escoria y las inmundicias de las sentinas, y los marinos los escupen y chamuscan sus níveas plumas.

El albatros abandona la pureza del empíreo para satisfacer sus necesidades elementales, así nuestros autores, en los últimos capítulos del libro suspenden la disertación sobre la belleza sutil de las leyes de la naturaleza para hablar de las guerras, el terrorismo, las hambrunas y la educación urgente de los niños.