
(Fragmento)
Coahuila, México, 1851.
Cerca de la frontera con Texas
Una tarde calurosa y llena de polvo una mujer negra y sus dos hijos —uno de diez y otra de siete años— se bañaban en un arroyo al pie de unos álamos. Los niños reían y chapoteaban bajo la mirada de su madre. Los tres estaban desnudos.
De pronto se escuchó el galopar de caballos juntarse como truenos. Súbitamente, de entre los árboles aparecieron dos hombres blancos a caballo. Se abalanzaron sobre la mujer y sus hijos. Uno de los jinetes se zambulló para alzar al niño hasta su silla de montar y el otro hizo lo mismo con la niña. Ambos huyeron a toda prisa por el riachuelo. La madre se lanzó al paso del caballo que cargaba a su hija pero fue derribada. Los secuestradores desaparecieron por la orilla del arroyo y se esfumaron.
La mujer se incorporó y miró brevemente en dirección a donde habían desaparecido los caballos, alzó su vestido de yute y se lo enfundó. Corrió en dirección opuesta.
Una improvisada tribu semínola de alrededor de cuatrocientos integrantes formada en su mayoría por indios creek del sur de Georgia y Florida, así como por esclavos fugitivos a los que se conoce como mascogos, había establecido un campamento en El Moral, en la boca de un accidentado cañón cubierto de mezquite. Esa tribu recompuesta era lo que quedaba de los pueblos que habían sobrevivido las prolongadas guerras semínolas y la reubicación de Florida a Oklahoma. También había prófugos que venían de los estados confederados. Los grupos de indios se habían aliado en México en un intento por vivir como hombres y mujeres libres.
La tribu tenía dos cabecillas: John July, un hombre alto, imponente, de edad mediana y una dignidad extraordinaria, un cuarto indio creek y tres cuartos negro; y el otro, el capitán Coyote, un malhumorado e impredecible guerrero de sangre semínola algo más viejo que John, malvado y revoltoso un momento, sombrío y mortal al siguiente. Juntos compartían la responsabilidad del bienestar de sus pueblos unidos.
Tambaleante y exhausta, la mujer que se había bañado en el río con sus hijos llegó corriendo al campamento. Los miembros de la tribu se apresuraron a encontrarla. Encabezados por John y Coyote, un grupo de rescate conformado por tres indios y tres mascogos, saltaron a sus caballos y cabalgaron en busca de los niños.
Empleando sus extraordinarias habilidades de rastreo la partida de rescate se dirigió a la frontera. Uno de los indios hizo una señal hacia la orilla del arroyo. Tras otra indicación el grupo se dividió.
Dos esclavistas blancos avanzaron con zancada fácil hacia el Río Grande. Cada uno llevaba a uno de los chicos. Cuando tres semínolas aparecieron galopando directamente hacia ellos, los esclavistas azuzaron a sus caballos hacia el río y atravesaron las aguas poco profundas en dirección a Texas. Los otros tres semínolas se acercaron desde la otra orilla. Habían rodeado a los hombres para tomarlos por sorpresa. Los esclavistas se detuvieron en seco y, después de un instante, advirtieron que estaban en desventaja. Al unísono dejaron caer a los niños al río y galoparon hacia la orilla del lado texano. Los semínolas dispararon sus rifles contra los esclavistas pero no lograron herirlos, después recogieron a los niños y volvieron al campamento. Del otro lado del río los dos esclavistas se estacionaron y vieron a los semínolas desaparecer. De inmediato dieron media vuelta y se dirigieron al norte.
Cercas de estacas pintadas de blanco, varias construcciones, un césped cuidado y un jardín rodeaban la inmaculada casa de una hacienda en Brackettville, Texas. Todo en este despliegue sugería una pulcritud y una higiene a niveles casi exagerados. Incluso el ganado que pastaba en las cercanías parecía formar parte de un mundo perfectamente ordenado.
En el establo Sonny Osceola acicalaba un caballo. Tenía veintitantos años, era semínola, mezcla de sangre blanca y creek, un exiliado de ambos mundos. Un tipo calmado, receloso, alerta que tenía cierto aire de majestuosidad.
Teresa Dupuy llegó a caballo y detuvo al animal. Se cubrió los ojos para protegerse de la luz del sol y miró hacia el establo. En su rostro se dibujó una lenta sonrisa. Teresa tenía veinticinco años, era rubia, hermosa, audaz. No llevaba sombrero. Sacudió su largo cabello rebelde y se dirigió a los establos. Su forma de caminar definía su carácter de múltiples formas: su zancada larga y relajada era el andar de una mujer física y sexualmente precoz, segura, contumaz.
Sonny estaba a la entrada en secreto observando a Teresa acercarse. Sonrió, se alejó y siguió cepillando al caballo. Escuchó cada vez más cerca el crujir de las botas de Teresa; Sonny fingió no saber que se aproximaba. De pronto Teresa se deslizó bajo el cuello del caballo y besó a Sonny en la boca; un beso fuerte, con los labios abiertos, posesivo.
—¿Me viste, verdad? ¿Por qué no respondes?
Teresa frotó su nariz contra la de Sonny, lo mordió en la oreja y se acercó aún más.
—Tengo mejores cosas que hacer que estar mirándote.
—¡Mentiroso!
Se besaron acaloradamente y luego Sonny se apartó.
—Oye, tu viejo está por llegar.
Abrazándolo y besándolo con fuerza, Teresa jaló a Sonny a un cuarto de arreos lleno de parafernalia de caballo que despedía un hedor a cuero viejo. Con erótico abandono se arrancaron la ropa, batallando para sacarse las botas. Sonny vivía ahí como asalariado. Comenzaron en un catre y terminaron retorciéndose en el piso, Teresa arriba y, de inmediato, Sonny. Había una urgencia, una desesperación, una ternura salvaje en la manera en que hacían el amor.
Después, cuando Sonny y Teresa yacían abrazados, una sombra eclipsó el rostro de Sonny. Teresa no vio el cambio pero lo percibió y se tensó sin siquiera mirarlo.
—¿Dónde estabas? –preguntó Teresa.
—¿Cómo?
—Estabas aquí y luego te fuiste a otra parte. ¿Qué ocurre?
—No ocurre nada.
—Sonny…
—No podemos seguir haciendo esto. Voy a terminar plagado de perdigones o algo peor.
—Mientes. Tú no le tienes miedo.
Sonny estudió a Teresa un momento; ella estaba en lo cierto: él no le temía a su padre, pero Teresa era otra cuestión.
—Anda, sabes que conmigo no tienes que contenerte.
—Las tribus están en México, cerca de la frontera –dijo Sonny.
—¿Estás seguro?
Sonny asintió.
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