Opinión

La digitalización y el fin de la privacidad

La digitalización y el fin de la privacidad

La digitalización y el fin de la privacidad

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Raúl Rojas

Uno de los mayores desafíos de la época moderna es preservar el derecho a la privacidad de una población crecientemente afín a los medios electrónicos, peor aún, cada vez más adicta a las novedades digitales de la era moderna. No en balde hay ya más teléfonos celulares que seres humanos en el planeta. Muchos conocidos míos viajan con su computadora portátil, su tableta y uno o más celulares. No se despegan de ellos más que para dormir. O ni siquiera: el 71% de los norteamericanos duermen con el celular a un lado de la cama. El 3% duerme con el celular en la mano.

Todos esos dispositivos están hoy conectados a la llamada “nube” de computadoras que ofrece desde búsquedas en Internet hasta la versión electrónica de este diario. Al ir navegando en la red global, los servidores en la nube nos van rastreando y mantienen una base de datos de nuestro comportamiento digital para así poder bombardearnos mejor con anuncios de todo tipo. Una compañía como Google es más bien una agencia de publicidad y la información que nos proporciona es el ganchito que utilizan para convertirnos en consumidores potenciales.

Mi experiencia más delirante con este tipo de “acoso digital” la tuve alguna vez cuando estaba leyendo Madame Bovary en un libro real, de pastas y papel. Resulta que me enteré de que Vargas Llosa había escrito un voluminoso ensayo (La Orgía Perpetua) sobre aquella obra maestra de Flaubert, ensayo que pude encontrar, claro, en Internet. Casi al principio del texto Vargas Llosa menciona, de pasada, que Flaubert era un fetichista de los pies y botines femeninos, algo que también se refleja en pasajes de Madame Bovary. Al día siguiente, mi navegador no se cansaba de insertar en cada página digital que visitaba anuncios de zapatos para mujer. De todos tipos, de tacón alto y de tacón bajo, de todos los colores, un verdadero caleidoscopio de voluptuosas formas. Así que una computadora en la red no solo registró mi acceso al texto de Vargas Llosa, sino el pasaje exacto que había leído.

Muchos usuarios de Internet piensan que basta con desactivar las llamadas “cookies” para limitar el rastreo digital. No es así. Hay compañías especializadas en detectar las computadoras de los usuarios. Para ello, código ejecutable en la página que se visita en Internet graba en una base de datos el tipo de nuestro procesador, sistema operativo, versión del navegador, tamaño de la pantalla, etc., datos todos accesibles al navegador y que sirven para identificar a un usuario específico entre millones de personas. Esas compañías pueden rastrear usuarios por meses, llegando a conocerlos cada día mejor. Del comportamiento digital se puede deducir el sexo, la edad, el nivel económico y hasta las preferencias políticas. Es lo que ahora se llama el “ciudadano de cristal”, transparente por todos lados.

No solo eso. Al usar un celular dejamos un rastro geográfico de todos los lugares en los que hemos estado, dadas las conexiones establecidas con las antenas de telefonía celular. Un habitante de una ciudad como Londres queda grabado en decenas de cámaras de video a lo largo de su trayecto hacia su trabajo. Dispositivos como Alexa, de la compañía Amazon, tienen un micrófono abierto todo el tiempo, aunque solo respondan cuando se les pregunta directamente (diciendo ¡Alexa!). Los datos de los micrófonos de Alexa, o de celulares, no son procesados in situ, sino se transmiten a Amazon, a Apple o a Google, para que sus potentes servidores en la nube realicen el reconocimiento de voz, que cada vez es más sofisticado. Todo lo que hacemos en la computadora, y ahora ya mucho de lo que decimos frente al celular, queda grabado quien sabe donde, en gigantescas bibliotecas de Babel como las que fantaseó Borges. Pero estas sí que tienen índice, nombre y apellido digital de la persona.

Le he mencionado a mis amigos que en el caso de crímenes de gran relevancia, como ataques terroristas, generalmente la policía europea puede encontrar a los culpables atando todos los cabos de las decenas de cámaras de video, de la ciudad y privadas, que están fotografiando todo el día. Correlacionando con la información de vuelos, trenes y otras bases de datos, pueden encontrar a los culpables y reconstruir su trayecto desde que llegaron a una ciudad y hasta que cometieron el crimen. Es muy costoso, por eso la policía no se toma la molestia de hacerlo solo para recuperar una bicicleta, pero esto muestra que tan extensa es la red de datos personales que ya existen distribuidas por una ciudad.

Combatir el crimen es obviamente un resultado positivo. El daño colateral, sin embargo, es el hecho de que en muchos países la población nunca puede estar segura de que esa vigilancia digital no se usará contra los disidentes. En la República Popular China ya se utiliza un sistema de “puntos de crédito social”. Se ha extendido para que algunas ciudades lleven el control de sus deudores, pero algunos disidentes han entrado en las listas de personas “deshonestas” y eso les impide comprar boletos de avión o de tren. Un sistema nacional, con identificador único, esta siendo preparado. Esto sería obviamente una pesadilla para cualquier defensor de la privacidad social en el contexto de un régimen autoritario.

Otro daño colateral lo tuvimos en las elecciones de 2016 en Estados Unidos, en donde una compañía contratada por la campaña de Donald Trump pudo colocar desinformación de manera precisa en las redes sociales, precisamente ahí donde el perfil de los usuarios hacía más probable poder influirlos. Las “benditas redes sociales” son hoy en día verdaderos campos de batalla de robots que conocen nuestros gustos, afinidades y debilidades personales para así poder manipularnos mejor.

En la película distópica “Minority Report” los criminales son capturados aún antes de poder cometer el crimen. No es difícil imaginar que algo así pudiera ocurrir en el futuro, simplemente observando el comportamiento en línea de toda la población. Para gobiernos autoritarios organizar una protesta puede constituir ya un crimen. O intercambiar mensajes con críticas al gobierno.

La tensión entre conveniencia digital y el derecho a la privacidad nunca había sido tan grande como hoy en día. Es uno de los desafíos sociales más complicados hacia el futuro.