Opinión

La Independencia de México desde una perspectiva hemisférica

La Independencia de México desde una perspectiva hemisférica

La Independencia de México desde una perspectiva hemisférica

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Con el título “La Era de las Revoluciones, repensar la Independencia de México desde una perspectiva hemisférica”, en días pasados el Instituto Cultural Mexicano  de nuestra embajada en Washington organizó una serie de conferencias sobre la Independencia de México y su impacto en la historia de Estados Unidos.

La historia pública en ambos países, es decir,  la que se enseña en las escuelas y se divulga de diversas maneras por los canales oficiales, tiende a contar dos historias nacionales por separado.  Dos relatos históricos que recorren territorios paralelos  a partir de subrayar las diferencias y los contrastes, que  abreva de las más diversas formas de la mutua incomprensión, y que se indigesta a la hora de relatar los momentos trágicos marcados especialmente por los conflictos bélicos de 1847 y 1914. Dos episodios que de nuestro lado tienen el agravante del despojo territorial, el oprobio y la invasión,  mientras que del otro lado se evita lo más posible su mención, o bien se les justifica  con rebuscados argumentos anti mexicanos y de exaltación patriótica. Juan Escutia vs. El Álamo.

Es un doble relato oficial  de omisiones  y acusaciones históricas que ha reparado mucho menos en los múltiples vasos comunicantes que se han construido en casi dos siglos de historia compartida. Precisamente para tratar de entender que hay una historia en común, y  un pasado  entretejido y mutuamente condicionado entre México y Estados Unidos, se organizó  este seminario con la participaron historiadores de ambos países,  en colaboración con la Universidad Johns Hopkins y el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM

Una manera eficaz  de reforzar nuestros vínculos con Estados Unidos a través de la Diplomacia cultural pasa por reconocer que tenemos una historia en común, que los grandes acontecimientos históricos de México, y en este caso en particular el proceso de Independencia de México que culminó formalmente  en 1821, tuvo de múltiples maneras  un gran impacto para Estados Unidos  y en ese sentido forma parte sustancial de su propia evolución histórica.

Nuestra historia no sólo no les es ajena  sino que explica desde muy diversos acercamientos el propio desarrollo de Estados Unidos en la etapa temprana de su historia  como nación independiente.  Difícil entonces definir la línea que separa una historia de la otra, y sorprendente por lo tanto que a lo largo de las décadas -y ya han pasado casi dos  centurias desde que establecimos relaciones diplomáticas en 1822- los relatos históricos oficiales y la mayor parte de la historiografía se hayan ocupado más de explicar nuestras diferencias y disputas,  que nuestras interdependencias históricas.

En una de las conferencias, la historiadora Caitlin Fitz, de la Northwestern University,  relató la simpatía que en Estados Unidos llegaron a tener los movimientos de independencia de México y Latinoamérica en la tercera década del siglo XIX.  Siendo una nación  joven que había logrado separarse de  Inglaterra con una buena dosis de violencia, veían con agrado los procesos de independencia de las colonias españolas y admiraban a sus protagonistas, a grado tal que por un tiempo se pusieron de moda los “sombreros de Bolívar”,  y  era especialmente demandados durante las celebraciones del 4 de julio.

En una pintura estadounidense de 1819, que representa la celebración de su día de independencia, podemos ver al centro y en primer plano a dos personajes que se toman por la cintura: uno representa a los padres fundadores de Estados Unidos y el otro a los libertadores latinoamericanos. Fitz encontró en archivos las actas de nacimiento de hijos de familias de campesinos de Kentucky que bautizaron a sus hijos con el nombre de Bolívar, e incluso de Morelos. Familias que eran protestantes y esclavistas, y que habrían de transitar de la empatía al encono cuando advirtieron el peligro que representaba para su modelo de producción la abolición de la esclavitud en México.

En otra charla el historiador mexicano de la Universidad de Chicago, Mauricio Tenorio nos recordó que durante la guerra civil de Estados Unidos, que ocurrió entre 1861 y 1865, cuatro mil mexicanos de Nuevo México y Oklahoma se enrolaron en el ejército de la Unión para combatir a los esclavistas del sur. No eran migrantes, sino mexicanos que quedaron del otro lado de la frontera tras la guerra del 47.

La historiadora Julia Young, de la Universidad Católica en Washington, comentó que esa universidad posee una copia original del Plan de Igual toda vez que un nieto de Agustín de Iturbide residió en Washington, estudió en esta Universidad, y en agradecimiento les donó este documento histórico.

En una conferencia ofrecida en Washington en 1978, Octavio Paz afirmó: “Nuestros países son vecinos y están condenados a vivir el uno al lado del otro; sin embargo, más que por fronteras físicas y políticas, están separados por diferencias sociales, económicas y psíquicas muy profundas. Esas diferencias saltan a la vista y una mirada superficial podría reducirlas a la conocida oposición entre desarrollo y subdesarrollo, riqueza y pobreza, poderío y debilidad, dominación y dependencia. Pero la diferencia (…) básica es invisible; además, quizá infranqueable. (…) La razón es clara: estas diferencias no son únicamente cuantitativas, sino que pertenecen al orden de las civilizaciones. Lo que nos separa es aquello que nos une: somos dos versiones distintas de la civilización de Occidente”.

Podríamos acaso reformular su planteamiento: lo que nos  separa (en apariencia) lo une y resignifica una historia compartida. Un pasado común saturado de interconexiones y dependencias mutuas, aún por explorar.