Opinión

La mano de mármol. Museos e inundaciones

La mano de mármol. Museos e inundaciones

La mano de mármol. Museos e inundaciones

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

En cada bloque de mármol veo una estatua tan clara como si se pusiera delante de mí. Sólo tengo que labrar las paredes rugosas que aprisionan la aparición preciosa para revelar otros ojos como los veo con los míos.

El museo es un mercado, un hospital de solos, la catedral de tránsfugas y ateos que no buscan la paz en figuras aladas o con múltiples brazos. Es el recordatorio de que todos los hombres poseen habilidades prodigiosas, pero no todos tienen una oportunidad para ensayarlas. Delitos del azar o de la economía.

El reino vegetal que puebla los museos no consiste en la danza entre árboles y flores, hay trampas, perspectivas que guían hacia pasajes interiores. La contraposición de tiempos distintos. Vacío para la incertidumbre. Nostalgia. En Francia, por ejemplo, floraciones de hierro y de cristal elevan escaleras y pirámides por donde pasan miles en jauría. No les importa más la exuberancia tímida de la Gioconda, hacen filas para tomar la foto del cristal manoseado y de los policías que lo conocen todo sobre fútbol.

Italia, en cambio, es un museo al aire libre. La describen así. Único territorio en el que se restaura la felicidad luego de seis divorcios. Cuna de célebres polímatas sin Netflix. Sus ciudades poseen una estatua, otra fuente, una boca de piedra que fue pícara cómplice de Audrey Hepburn, los rastros de un imperio y la cara de hastío de aquel que guarda y limpia los cubiertos opacos en un patio de pranzos en el que no entra nadie.

El mundo confunde lo bello y lo triste, porque todo lo bello nos invade, y todo lo triste nos mata un poco.

Las estatuas dormitan en dos tipos de climas: el que se mide ahora con las aplicaciones y ese clima político que crea iconoclastas. Han resistido siglos bajo líquenes, mierda y destrucción, pero no hay que olvidarse de que emulan lo vivo. Aquello que palpita es insustituible. El odio siempre deseará vencer a la belleza, como el dolor ansía derrotar a la vida.

Venecia bajo el agua, dicen los telediarios. A todos les angustia que pueda hundirse más luego de tantos años de navegar a ciegas. Una mancha de gente que camina dormida, no se sabe muy bien si por el sortilegio del sol anaranjado o por el empalago de oír al gondolero cantar desafinado para aquellos amantes que, habiendo sido revolucionarios en su adolescencia, se han vuelto conservadores en su madurez.

Lorenzo Quinn soñó que era posible levantar la ciudad con unas manos blancas. Erigió de ese modo puentes monumentales con dedos gigantescos para exhibir el cambio climático terrestre que nos arrasará por nuestro desenfreno.

Libros y partituras reservadas —para privilegiados, ya por educación o por peculio— no han tenido la suerte de dominar las aguas. Hay quien lamenta más haber visto escapar de algún aparador al maniquí sin rostro con vestido de organza. La prenda no ha sido otra que una imitación de los atuendos griegos. La figura flotante frente a un hostal muy viejo. Avanzaba despacio y una mano pequeña, en un segundo piso, jugaba a despedirle. Hemos creado tormentas con los vasos de plástico. Sabia naturaleza que imparte la justicia que los seres humanos no han podido ejercer.

Coordenadas más lejos nos muestran que hay ancianos que han luchado por años por un poco de tierra para poder morir. Sus rostros prefiguran el mapa alternativo. Rutas de agua salada que luego de trazarse con carencias, permiten anhelar la calma del abrazo.

La mano que recoge la cosecha es antigua. Sabe atrapar los peces, desnudar los tomates y escribir epitafios. Se presta a la gitana para ver si la suerte.

La mano izquierda y la derecha se unen para hacer una familia. Se golpean para honrar, se utilizan a manera de abanico discreto o visera. La mano como signo entre Adán y Dios, carne que petrifica la muerte, ave imaginaria que insufla vida a la piedra para convertirla en misterio luminoso que reposa. Esculpir es el arte de quitar.

Si hemos de hablar de manos en Italia, el David, sostiene una honda que pocos pueden ver porque interesa más el detalle obsesivo de las venas que lo hacen semejante a nuestros cuerpos cuando la ira rasga. En época de implantes, el hombre más empíreo es marca registrada. Nadie puede imprimirlo sin autorización, pero se vende en tazas y libros vanidosos que compran los magnates para adornar las mesas. Si aquella mano abriese con su furia, nos podría destruir.

Su creador, Michaelangelo fue artrítico por años. Soportó con firmeza dolores de escoliosis, y espasmos agresivos que calmaba con golpes de escarpa y de martillo. El tormento encerrado en un cuerpo de marmóreo es eso que nos hace temblar frente a la estatua, encarnación del éxtasis que imita a la verdad para exhibir cuán solos y desviados estamos.

Buonarroti se describió como un ser “al que ni la ambición, ni el servilismo perturbaron, víctima del placer y fiel a Dios”. Nació con la consigna de romperlo todo para reacomodarlo.

Sus ojos se educaron con luz de las montañas, que serían también madres al perder a la suya tan prematuramente. En sus propias palabras afirmó haber crecido gracias al polvo de mármol y a la leche de una nodriza. A esto hay que añadir la solvencia paterna.

En todas las Madonne esculpía la cara de su madre, de quien Buonarroti dijo en su última carta “fue una estampa doliente y para no olvidarla, quise hacer de la piedra su templo permanente.”

La única verdad es que ese hombre arisco y solitario, constante hasta sangrar o quedar parcialmente ciego de un ojo, puso su firma en la Piedad por temas de trabajo y sufrimiento. Porque todos los días que en ella trabajó, lloró sin controlarse, como lo atestiguó Ascanio Condivi. “Le dio materia al alma que deseaba volver a besarle la frente”, ya lo dijo Cavafis.

Al curso de los siglos volvemos a mirar a Baco, a Neptuno sentado y algo nos aflige. Nos duele una nariz por imperfecta; los labios aparentan silencio elemental para el fervor y las olas durmientes de aquellas cabelleras anuncian el desastre.

Han dicho los expertos que el eje del David es defectuoso. Los frágiles tobillos y la desproporción desafían a la gravedad. Quinientos años podrían desmoronarse. Entonces la humanidad habrá de cavilar sobre el carácter fragmentario de la realidad. Se hablará en las esquinas sobre la mortalidad de las estatuas. La desintegración para escapar de los impávidos.

“Claroscuro, sombra insidiosa

donde se mueven en silencio las estatuas,

donde una voz melodiosa

susurra cosas calladas,

enigmas que sólo el corazón puede revelar,

secretos pagados muy caros.

Cada sabio es alumno de un loco

y la carne es maestra del alma”,

Escribió Marguerite Yourcenar. Así, las luces del museo se agotan. Las mujeres de mármol desafían los sistemas de seguridad y los guerreros tañen laúdes pintados en viejos bodegones frutales que los reyes más gordos engullen con malicia, mientras ven a las ninfas danzar como fantasmas. Somos nosotros los ausentes.