Opinión

La máquina que cantaba, que lloraba y reía: así adoptamos al fonógrafo

La máquina que cantaba, que lloraba y reía: así adoptamos al fonógrafo

La máquina que cantaba, que lloraba y reía: así adoptamos al fonógrafo

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

“Damas y caballeros: con ustedes, ¡La Máquina Parlante!” Y entonces fue la sorpresa, con una pizca de sospecha. Cuentan quienes vieron las primeras exhibiciones de fonógrafos en la ciudad de México, que no faltaron los desconfiados que echaban un vistazo atrás del mueble que sostenía al aparato; estirando el cuello, no fuera a ser que, oculto debajo de la mesa, cubierto por el largo mantel, estuviera el ser humano que “hablaba por la máquina”. Poco a poco, hasta los más escépticos empezaron a darse cuenta de que estaban ante un prodigio: aquella cosa ¡hablaba en verdad!

No se equivocaban los primeros publicistas responsables de difundir las bondades de la Máquina Parlante, a la que promovían como “la máquina que llora, que canta y que ríe…” Bueno, el asunto era bastante menos literal, pues, como hoy bien sabemos, el fonógrafo y su numerosa descendencia lo que hacen es reproducir sonidos. Pero los mexicanos de fines del siglo XIX, que apenas acababan de asimilar la llegada del cinematógrafo, en 1896, se sentían protagonistas de una transformación superlativa, porque más cercanos a la gente de a pie que el desarrollo científico de la medicina o los afanes de quienes intentaban acercarse a las entrañas del instinto criminal, midiendo cráneos de asesinos, estaban esas ocasiones de asombro colectivo, de maravilla compartida, como eran las funciones de cinematógrafo y luego, en 1897, las exhibiciones públicas, en algunas plazas, de la máquina que hablaba y que cantaba. Con todas esas modernidades, señor, señora, ¡a dónde íbamos a parar!

LA MÁQUINA PARLANTE Y LOS DESMESURADOS SUEÑOS DE PROGRESO

En realidad, de la Máquina Parlante se hablaba hacía ya mucho rato, concretamente, a poco de su invención, en 1878. Poco a poco, la prensa mexicana había empezado a contarle a ese reducido grupo de mexicanos que sabían leer y que podían pagarse un ejemplar de periódico sin quedarse sin comer, del prodigio construido en otras tierras.

Desde luego, había escépticos y críticos, como en todo. Se dijeron cosas agudas, burlonas y francamente absurdas del aparato, del mismo modo que, cuando aparecieron esos incomodísimos personajes de la vida pública que hoy llamamos reporteros, fueron acusados de querer “saber demasiado”, querer “saber por adelantado”, y como llegó a quejarse don Ignacio M. Luchichí, uno de los yernos de Juárez, poeta, periodista y diputado, querer “escribir los sucesos antes de que ocurrieran”.

Cosas igual de exageradas dijo la prensa del fonógrafo. Con mucha sorna, el periódico mexicano El Combate reprodujo, en 1878, un artículo de un periódico español, a propósito del nuevo artefacto. En aquel texto se auguraban aplicaciones sorprendentes para el fonógrafo. Imagínese usted, señor, señora: con una máquina de estas, ¡los políticos deberán ser cuidadosos con lo que dicen y con lo que prometen! ¡Los petimetres y lagartijos deberán contener sus promesas de amor! ¿Por qué? Muy sencillo: si la máquina parlante, capaz de grabar y conservar la voz humana estaba ahí, a disposición de la sociedad, nada más sencillo que grabar las voces de estos personajes, y recordarles sus promesas en el momento adecuado y echarles en cara sus mentiras y sus falsedades.

Para las señoritas, suscribía El Combate, nada como tener un fonógrafo para conservar los juramentos de sus pretendientes. ¿Quién sabe? Tal vez, en un futuro, existirían fonógrafos muy pequeños, del tamaño de un abanico, que funcionaran como secretos aliados de los sentimientos femeninos.

Sonaba a guasa y a escepticismo, cierto. Pero había quienes se tomaron muy en serio el advenimiento del fonógrafo, encontrándole numerosas aplicaciones en los días en que se hablaba de progreso por todas partes.

EL FONÓGRAFO AL SERVICIO DE LOS PARTICULARES Y DE LA NACIÓN

En octubre de 1878, en una sesión especial, el doctor Eduardo Wise hizo una demostración del fonógrafo en el teatro de la Sociedad Nezahualcóyotl. La selecta concurrencia se deslumbró con el aparato, al que se añadió un teléfono y un micrófono, todos salidos de las empresas de Thomas Alva Edison. A los pocos días, hubo otra exhibición, donde se cobró la entrada. Pero la autorización oficial para exhibir públicamente un fonógrafo se dio hasta 1897, cuando el fonógrafo Edison era el aparato de grabación y reproductor más popular en todo occidente.

El retraso en la introducción de la Máquina Parlante en la vida pública no fue obstáculo para que brotaran mil imaginerías para usar el fonógrafo. En 1890, el periódico México Grafico opinaba que el aparato se podría usar para dictar cartas, que, una vez grabadas en los famosos cilindros de cera, se enviarían por correo al destinatario, que debería tener un fonógrafo similar para poder escuchar su misiva, hasta con más claridad y potencia de lo que se podía, en la última década del siglo XIX conversar por teléfono. Quienes defendieron esta idea, argumentaban que era un recurso para garantizar la seguridad de la correspondencia, pues nadie sino el interesado dotado de fonógrafo, podría enterarse del contenido.

¿Suena extravagante para la época? Había quienes estaban convencidísimos de sus utilidades, como lo demuestra el hecho de que, en marzo de 1890, el secretario de Gobernación del gobierno porfirista, Manuel Romero Rubio, se reuniera con un caballero llamado Manuel Peniche, representante en México de la compañía Edison, para avanzar en el establecimiento de un convenio para el uso de fonógrafos nada menos que en Correos de México.

Aquella idea, se sabe, armó revuelo. Tanto, que uno de los directivos postales, don Ramiro Ortiz, debió ofrecer una conferencia sobre el tema nada menos que en el Teatro Principal, para explicar el proyecto.

Se trataba de contratar una gran cantidad de fonógrafos que operarían en las oficinas de correos: la gente podría recibir sus “cartas sonoras” y reproducirlas cuantas veces lo considerara necesario. Una vez más, se habló de las ventajas de la privacidad, de la imposibilidad de falsificar voces. La empresa beneficiaria sería, desde luego, la Edison, y a la larga el proyecto se interrumpió, porque en realidad, y aunque la empresa aseguraba que los gastos de instalación, conservación y mantenimiento “corrían por su cuenta” y que la inversión del gobierno mexicano sería mínima, a la hora de hacer cuentas, el noventa por ciento de los beneficios eran para la Edison, y el gobierno apenas percibía una décima parte.

Y eso que Thomas Edison y Porfirio Díaz se decían amigos. Tan amigos, que Edison le obsequió al presidente mexicano, en su cumpleaños de 1894, una lujosa máquina dotada de cilindros para grabar y una completa colección de la música mexicana grabada hasta aquel momento. En respuesta, Porfirio Díaz le envió al inventor una carta sonora que, hasta la fecha, sigue haciendo las delicias de quienes la escuchan por primera vez.

MARAVILLAS FONOGRÁFICAS

La imaginación se desató por todas partes. Propios y extraños vieron maravillosas adaptaciones del fonógrafo: en 1892, la prensa hablaba de “muñecas fonográficas” que lo mismo podrían hablar como una persona común que “pronunciar discursos filosóficos, entonar cancioncillas o recitar versos, porque esas muñecas no se contentarían con decir simplemente “papá” y “mamá”. Se pensó en que el uso del fonógrafo serviría para instruir a los ciegos y curar a los sordos, estos últimos gozando de tener “un microfonógrafo” para suplir las fallas de oído.

Como bien sabe usted, lector, muchas de las maravillas que auguraron los primeros usuarios de fonógrafos existen, aunque no operen a partir de los descendientes del invento de Edison. Pero tanto entusiasmo permite asomarse a esa sensación de maravilla que invadió a los mexicanos de hace 120 años al conocerlo.

Porque los fonógrafos llegaron para quedarse. Aparatos costosos, llegaron a las casas mexicanas por medio de las compras y de los contratos de alquiler, en los cuales llegaba la Máquina Parlante y un buen surtido de grabaciones.

Claro que también se dieron casos de robos, de estafas, pero también hubo compras colectivas, y las rifas de fonógrafos, que pasaron de los cilindros a los discos, muy exitosas, promovidas por periódicos o por empresas privadas. Esa estrategia se repetiría, con éxito, a la vuelta de una década, con los aparatos de radio.

Para los años 20 del siglo pasado, la gente estaba más que habituada al fonógrafo, al que todas las clases sociales lograban tener acceso para escuchar música, declamadores y hasta episodios históricos narrados por el actor Julio Ayala, que vendía como pan caliente su versión, en tres partes, de la Intervención Francesa, cuya voz, a principios del siglo XXI, era confundida con la de Francisco I. Madero.