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La miseria porfiriana y los pequeños delincuentes

A la creación de la Penitenciaría de Lecumberri, siguieron nuevos proyectos públicos que aspiraban, en un momento en que las élites mexicanas soñaban con el progreso, a modificar radicalmente la vida nacional.

La miseria porfiriana y los pequeños delincuentes

La miseria porfiriana y los pequeños delincuentes

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

A las autoridades de la ciudad de México, que orgullosamente habían inaugurado la Penitenciaría, les quedaba un pendiente del que, con frecuencia, se hablaba en la prensa del naciente siglo XX: los muchos niños y niñas que eran sorprendidos en delitos flagrantes, generalmente robos de diversa importancia, y que constituían un segmento llamativo en la vieja cárcel de Belem. Así empezaron a surgir las escuelas correccionales, en un intento por cambiar aquellas pequeñas vidas: nombres y rostros que a sus pocos años, ya eran pasto de la nota policiaca de la prensa porfiriana.

Y no era ningún secreto: si aquellos niños, aquellas niñas permanecían en Belem, sus historias serían perfectamente predecibles, opinaban las autoridades. Abandonarían el presidio convertidos en perfectos criminales, en ladrones consumados al que un leve empujón del azar convertiría en homicidas, y las muchachitas que hubieran ingresado por robarse un pan o alguna chuchería, estarían listas para la vida oscura del burdel. La naturaleza de “escuela del crimen” de Belem, era más poderosa en los menores que, por cualquier circunstancia fueran a dar ahí, con la ayuda de los gendarmes demasiado celosos de sus deberes. Entre los memoriosos todavía se hablaba de la tremenda crónica de Heriberto Frías, escrita desde una celda del penal, en la que se mencionaba a un pequeño de cinco años, aprehendido por jugar canicas en la Alameda y que se salvó de ser enviado al Departamento de Mujeres de la cárcel porque en suerte apareció un juez inteligente que envió al pequeño a su casa, custodiado. De otra forma, había escrito Frías en su momento, habría desaparecido para su familia, y se habría formado como delincuente entre las ilustres damas que estaban presas por robos o asesinatos.

Pero si aquel chiquitín, al que Frías describió como vestido con trajecito azul, con rubios cabellos rizados y mirada inocente, había escapado de tan brutal destino, en los muros de la prisión había muchos, que no tuvieron tanta suerte. Estaban fichados, fotografiados, y sus nombres estaban ya para siempre inscritos en ese padrón de infamias que eran los archivos criminales. Como a los adultos, los primeros criminólogos los estudiaron, les midieron el cráneo, intentaron determinar su perfil antropométrico y racial, con objeto de explicar sus tendencias al robo, a la vagancia y al vicio. Con el cambio del siglo, nuevas perspectivas hicieron que la autoridad pensara en nuevos espacios para ellos, para educarlos y regenerarlos, para que no convivieran a diario con asesinos, estafadores, ladrones de muy variado nivel, todos ellos encarnaciones de las peores costumbres humanas, según el catálogo y el código penal del México porfiriano.

LA INCLINACIÓN AL DELITO Y LOS NUMEROS

Los informes de las autoridades policiacas muestran que, en la ciudad de México, que empezaba a transformarse en los brazos seguros de la paz porfiriana, el número de menores delincuentes había crecido en la última década del siglo XIX: 1894 fue el año en que más menores delincuentes habían sido consignados: 2 mil 733, y 1895 había sido apenas un poco menos malo.

En los primeros años del siglo XX, la tendencia ascendente también era perceptible, y a esas cifras eran asociadas abundantes reflexiones que pretendían sí, castigar el crimen, pero también comprender qué llevaba a esos pequeños a volverse delincuentes.

Asomarse a sus historias delataba, una vez más, la profunda desigualdad social de la época. Estaban los que vivían en familias miserables, donde nadie les hacía caso o les daban mínima atención. A veces, los explotaban, los “ponían a trabajar” y acababan rebelándose de una subsistencia de malos tratos y miseria. Estaban los que, sin familia y sin amparo, simplemente vivían en la calle, rifándose cada día la integridad para conseguir un pan, un taco o un jarro con pulque.

A las niñas no les iba mejor: corrían todos esos riesgos, con el agregado de que con familia, o sin ella, bien podían ir a dar a un prostíbulo y entonces, para la moral de la época, su destino estaba ya trazado: el burdel, la cárcel, el hospital, el cementerio.

En 1900, Frías, que llevaba grabadas en el alma las muchas escenas e historias de violencia y horror del mundo criminal, escribió Los piratas del boulevard: Desfile de zánganos y víboras sociales y políticas en México. Se trataba de una ruda colección de crónicas de los bajos fondos del país en su salto a la nueva centuria. Ahí retrató el caso de una muchachita, niña aún, que vestida de punta en blanco caminaba rodeada de cuatro chamacos astrosos y dos ancianas. Juanita, que era el nombre de la chiquilla, era bonita, y viva, y… pues, la familia la había puesto a servir mesas en una cervecería. “Es que papá ya no está en la oficina, y el dinero hace falta…”, le confesó a Frías uno de los hermanitos.

Además, Juanita era hermosa; cuando creciera sería una belleza, y eso le granjeaba buenas ganancias y propinas: “trabaja hasta la una de la mañana, los señores de dice muchas cosas, y ella risa y risa. Ahí tiene usted que la quieren mucho, y le dan, sin que ella lo pida, sus tostones [que era más de lo que algunos desdichados ganaban en un día] y hasta sus pesos [todavía más dinero de lo que ganaban en ese 1900, muchos adultos]…” Sí, a Juanita la cuidaban la madre y la abuela, esperaban hasta la madrugada para que no saliera sola. Después, Frías contaría que, sirviendo en las mesas, la pequeña no respondía por Juanita, sino por Stela: “Es que me llamo Stela Juana, pero es un nombre muy largo…” aquella niña, se indignaba Frías, iba que volaba para lo que el llamaba “la prostitución social”.

El nuevo siglo no mejoró las cifras de menores delincuentes presentados ante las autoridades: en 1901, 10 mil 392 adultos habían sido detenidos, y en ese mismo año fueron 959 menores los consignados. Al año siguiente, 1902, los adultos fueron más de 11 mil, y 701 los menores de edad, solamente en la ciudad de México. Y eran niños: la mayor parte de ellos tenían entre 9 y 14 años, muchos más varones que mujeres. Muchos de ellos eran liberados al cabo de pocas horas o días, y una proporción menor eran sentenciados.

Las cifras que se conservan tienen huecos, faltantes, pero en 190, 314 de aquellos 701 sí fueron sentenciados. ¿Qué pasaba con los que dejaban ir? Continuaban sus existencias azarosas, de sobrevivientes, hasta que un gendarme volviera a pescarlos en alguna ratería, que era el delito predominante por el cual los aprehendían. Entonces, volverían a los juzgados. Con suerte los soltarían, y así, una y otra vez, hasta que cometieran una fechoría más grave, o dejaran la infancia y se graduasen de criminales.

ROSTROS, NOMBRES, APODOS

Los criminólogos de la época intentaron hacer su trabajo. Carlos Roumagnac no solo entrevistó delincuentes adultos; también conversó con los pequeños presos, los fotografió y midió. Con criterios lombrosianos adaptados, y que hoy con mucha facilidad serían considerados racistas, los dividió “por raza”. La mayoría eran mestizos, el segundo lugar lo ocupaban los menores indígenas y un porcentaje muy pequeño eran definidos como “blancos”.

En un intento por comprenderlos, se les preguntaba su ocupación. Los datos son reveladores: esos chicos y niñas trabajaban desde muy pequeños. La miseria de sus familias los obligaba. Casi ninguno de ellos sabía leer y escribir; un puñado de ellos habían pisado una escuela alguna vez. Se decían albañiles, carpinteros, carniceros, comerciantes. Seguramente muchos de ellos eran aprendices con muy poca paga y muchos malos tratos. En otras cosas, se parecían mucho entre sí. Muchos bebían y fumaban, y carecían en absoluto de hábitos de higiene.

No se distinguía a profundidad entre delincuentes niños y delincuentes adultos. En aquellos primeros años del siglo, solamente hubo un estudio dedicado por entero a la delincuencia de menores, escrito por un estudioso llamado Luis de la Sierra, en el cual la miseria, el hacinamiento y la violencia de los adultos eran determinantes para convertir a aquellos niños en criminales: "Esos niños ya saben el "caló" de la gente de nuestro pueblo, ellos ya han visto asesinar, robar y se han impuesto de los actos interiores de sus padres; ya el vicio no les es repugnante, se han familiarizado con él...”

Del mismo modo que el escritor de moda en esos años, Federico Gamboa, había escrito en su best seller Santa, de aquella muchacha que, estrella exitosa de un prostíbulo, “bien se veía que no había nacido para la vida honrada”, aquel caballero porfiriano, diplomático para más señas, había retratado a los delincuentes infantiles en otra obra, Suprema ley, en la que su personaje, “hijo adulterino”, había conocido “cuanta picardía moral, material, pensada o hablada flota en los bajos fondos de las grandes sociedades”.

Casi todos esos menores eran detenidos por robo. Pero también hay registros donde se los consigna por lesiones -otra vez, se habían criado en la violencia cotidiana- y algunos casos de homicidio.

Para ellos empezaron a construirse escuelas correccionales. Pero el siglo avanzaría, y muchos de ellos no encontrarían en aquellos lugares la solución a una vida miserable que, al llegar a la edad adulta sería igual o peor.