Cultura

La otra raza cósmica, de José Vasconcelos

La mujer del sombrero
La mujer del sombrero La mujer del sombrero (La Crónica de Hoy)

Similitud y contraste

Muchos viajeros han registrado las mismas impresiones; incluso los observadores casuales coinciden en que el rasgo más impresionante de México es la diferencia extrema en la apariencia de sus habitantes, la naturaleza de su suelo, los climas de regiones cercanas, las diferencias abismales en el pensamiento del pueblo y en el paisaje del país. Quizá no hay otra nación en la Tierra donde se pueda encontrar, en la misma acentuada forma, una coexistencia de tipos humanos separados por siglos o incluso épocas de desarrollo etnográfico; pueblos distintos en sangre, raza y hábitos. Tal pluralidad de tipos no es una nueva condición que pueda ser atribuida a la invasión española, ya que mucho antes de que los españoles desembarcaran, existía una mezcla de pueblos y los españoles sólo contribuyeron con un oleaje racial a las ya agitadas aguas de nuestro plasma nacional.

Recuérdese que los arqueólogos nos dicen que no hay conexión entre la raza que construyó las pirámides de Teotihuacán y los aztecas del día de Moctezuma. Los aztecas también eran invasores y relativamente recién llegados que habían avasallado a los chichimecas, quienes prácticamente no habían recibido herencia alguna, al menos ninguna influencia directa, de los constructores de los antiguos palacios.

Y no existe relación conocida entre ninguna de las sucesivas civilizaciones de la meseta y los maravillosos constructores de los cálidos países maya-quiché de Guatemala, Yucatán y Tabasco; la raza que ha dejado tan magnífico testimonio de su genio en sus monumentos y cuyo silencioso mensaje no ha sido descifrado.

Todos los países, podríase decir, todos los países viejos, muestran las marcas de esta ininterrumpida obra de la historia a través de la cual las razas se erigen, prosperan y luego decaen sólo para ser superadas y sustituidas por recién llegados; pero lo que quiero enfatizar es que el hecho de que México es una tierra donde el proceso de la historia ha consistido en una continua destrucción y sustitución de culturas en lugar de un crecimiento y evolución regular de un periodo hacia el otro. Con esfuerzos de iluminación constantemente alternados y desconectados, en lugar de una progresión continua acumulativa, el México de hoy todavía muestra rastros de la múltiple experiencia de nuestra historia. Maneras culturales independientes e incluso conflictivas se han desarrollado en nuestro país y algunas veces se han arraigado; pero repentinamente son alejadas o desaparecen por la decadencia, antes de ser capaces de evolucionar hacia una civilización superior; son como un tallo que brinda una bella flor sólo para morir sin dejar semilla. Por lo tanto, la tierra permanece estéril hasta que otra flora accidental, independiente de la que le precedió, cobra vida. En lugar de una serie evolutiva de eventos, como se puede encontrar, por ejemplo, en la historia de Europa, la historia de México exhibe una cantidad de esfuerzos inconexos, gloriosos pero solitarios, como chispas en la obscuridad, y en el fondo una constante tragedia recurrente de destrucción y anarquía.

De este modo, incluso los sabios de cada periodo se encuentran incapacitados para tomar ventaja de las conquistas culturales de la época precedente; y cada nuevo periodo, debido a la destrucción del pasado, se halla a sí mismo en la necesidad de construir de nuevo todo el tejido de la vida social.

Tal apabullante empresa consume, por supuesto, la energía nacional y pospone la realización de los planes verdaderamente trascendentales. Una serie de capas compuestas de materiales que no se mezclan, tal es el bosquejo de nuestra historia. Un compuesto de razas que aún no se han mezclado por completo, tal es la condición social de México, a pesar de que hace cuatrocientos años los españoles, introduciéndose ellos mismos como un nuevo elemento de dicha complejidad, trajeron los primeros esfuerzos organizados de amalgamar los diferentes pueblos en una sola fe, una sola ley, un solo propósito. El proceso de amalgama todavía está inacabado, ya sea porque la naturaleza humana se opone a tales tendencias al serle impuestas por la fuerza o porque los elementos en conflicto están tan profundamente diferenciados que incluso la religión ha encontrado que la labor es dura y larga.

Por ahora dejemos de lado la cuestión racial con tal de considerar la naturaleza del suelo. Un vistazo a nuestra estructura física sólo se sumará al rompecabezas del problema mexicano. Una especie de vasta pirámide, alargada e inmensa, cortada en la planta superior, luego inclinada hacia los dos océanos. En lo alto, un clima templado apto para el pino, el trigo y el maíz, y al dirigirnos hacia abajo, todas las variedades de plantas y animales, junto con la riqueza ilimitada y virgen de la selva tropical. Existen todos los climas y todos los recursos naturales, tal y como entre las gentes hay todo tipo de rostros; el rostro blanco, representado por el gallego y el asturiano de la España moderna y por los descendientes de la vieja Castilla y Andalucía, los viejos caballeros y propietarios de tierra que gradualmente son absorbidos en sangre y temperamento por la creciente oleada nativa compuesta por el mestizo y el indio.

Los niveles de vida también se multiplican y coexisten, desde la riqueza y el refinamiento hasta la absoluta miseria y menesterosidad. Un país de casta y oposición de todo tipo, un país de preocupación y maravilla. Incluso respecto al temperamento moral, nuestra colección varía desde los actos santos de los misioneros hasta las torcidas crueldades de los conquistadores, y en los días posteriores, desde la severidad e iluminación de Juárez, hasta la brutalidad de los mandos militares que impusieron el asesinato político como regla de gobierno. Tal es nuestro México, un país de esperanza y desconsuelo; el ritmo de su vida misma es el ritmo de su contraste.

Una nación donde el contraste es la norma en lugar de la excepción, tal es, creo, el rasgo principal de nuestro ser nacional. Quizá la razón de tal contraste social reside en la variedad física, temperamental e histórica de factores que intervienen en la hechura de nuestra alma. En otros lugares, el progreso parece ser un asunto relativamente fácil, en lugar de un permanente ritmo de contradicción; una serie bien regulada de esfuerzos; una adición de elementos similares para constituir un progreso; un constante flujo de acumulaciones en lugar de repetidas sustracciones en las cuales nos perdemos a nosotros mismos.

Por ejemplo, los originales Estados Unidos, con su rico suelo, nivelado, prácticamente el mismo, desde Nueva Inglaterra hasta Georgia y el poniente medio; una tierra abierta al flujo de la civilización; la herramienta apta para un lugar simplemente es desplazada a otro en un grado creciente de producción.

Compárese esto con México, donde el clima, la tierra y el tipo de cultivo cambian de norte a sur, de este a oeste, y en sí mismos sólo abarcan unos pocos kilómetros alrededor de un punto dado. Compárese también el homogéneo linaje racial del comienzo de este país, los europeos no mezclados de las colonias originales del Este, desarrollándose en una tierra virgen; compárese esto con los cientos de linajes distintos que habitan el territorio mexicano, y entonces comprenderemos por qué nuestro país no ha sido capaz de dar una cosecha; no ha tenido el tiempo necesario para madurar su fruto.

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