
En la frontera
—¡Wirballen!... ¡La frontera!... ¡Todo el mundo cambia de tren!...
Y a medida que la voz estentórea pasa ante los camarotes del Nord-express, una ligera inquietud apodérase de los viajeros. No hay uno solo que no tenga alguna aprensión. Y es que se han contado en el orbe entero tantísimas historias desagradables sobre las arbitrariedades de los funcionarios rusos, que nadie puede sentirse seguro. Ayer nada menos, los periódicos ingleses y alemanes hablaban de dos periodistas detenidos en la frontera polaca y encarcelados durante tres días por haber tratado de introducir algunos paquetes de periódicos liberales.
¡Wirballen!
Ya el tren se ha parado. En cada portezuela, dos cosacos. Dentro, una invasión de nossilchtchik que se apoderan de nuestras maletas y que se las llevan Dios sabe adónde, murmurando frases misteriosas. Nosotros vamos tras ellos. Al llegar a la puerta de la aduana, la palabra temida:
—¡Pasaporte!
—Ya lo entregamos, y un empleado nos explica que es necesario esperar que sea examinado para que se autorice el registro de nuestro equipaje.
—Si está en regla —dice—, es cosa de pocos minutos.
Y nosotros pensamos: “¿Pero si no lo está? ¿Si se les ocurre que falta una coma? ¿Si se ha olvidado un sello?” Y las anécdotas acuden en tropel a nuestra memoria: las anécdotas de franceses, que tienen necesidad de regresar por no haber pensado en un “viso” consular; las anécdotas de yanquis, que se quedan ocho días en la frontera esperando la traducción de sus pasaportes.
Icono que ocupa el fondo de la inmensa sala, entre dos cirios enormes que arden y dos ramilletes que se hielan; santo Icono de la santa Rusia, tú que ayudas a Kuropatkin, tú que iluminas a los consejeros del zar, Icono vestido de telas de oro, Icono coronado de estrellas, ¡protégenos contra los funcionarios que examinan nuestros pasaportes!
En el Nord-express
Con la alegría de los que han salido fácilmente de una imaginaria dificultad, volvemos al Nord-express, que ya no es el mismo, y que no sólo es mejor, más amplio, más cómodo, sino también más lujoso. El comedor, decorado con pinturas al fresco, está lleno de gente. Es la hora del té. Y una frase de cierto personaje de comedia francesa viene a los labios:
—Yo no pago el suplemento de los trenes de lujo sino para ver mujeres bonitas.
Vale la pena, en verdad. Porque no hay en ningún lugar del mundo una mezcla tan variada de tipos, un ramillete igual de sonrisas. Allí están las parisienses. Son la mayoría. Son, también, la flor y nata. Sus trajes, sus cuerpos, sus elegancias, sus malicias, sus coqueterías, todo lo que constituye el encanto de la muñeca moderna está en ellas y en ellas vibra. ¡Y cómo ríen! ¡Y con cuántos mimos, con cuantísimo estudio miran! Al lado de ellas, las alemanas parecen de madera; de una madera muy bien torneada, muy barnizada, muy fresca, pero madera al fin.
Sus actitudes son invariables. Ni se mueven ni flirtean, ni siquiera parecen tener conciencia de que son bellas y de que son mujeres. Así, poco éxito. Pero, en cambio, sus hermanas las austriacas rivalizan con las más seductoras, uniendo la frescura germánica al arte francés. Luego, menos numerosas, las bellezas morenas, las que aquí son exóticas, con sus ojos de fuego, las que contrastan con las pálidas eslavas de pupilas blancas... Y hay, dominándolo todo, una miss.
¡Qué bien dice aquella frase vulgarísima que cuando una inglesa se pone a ser bonita, redime a todas sus compatriotas del pecado de fealdad!
Ésta es deliciosa. Hay en ella algo de joya y algo de flor. Es como un esmalte animado. Su vista es una caricia. Se goza castamente de ella, de la gracia que sus labios exhalan, de la alegría de sus ojos, de las curvas de su cuerpo; se goza casta e infinitamente, cual ante un milagro. Y como ella lo sabe, sin duda, y como es evangélica, aun en esta tierra polar, está vestida lo mismo que nuestras paisanas en verano, con una camisilla de transparente lino y con una falda ajustada.
La canción de la nieve
... Y como las camas son excelentes, y como el cansancio es el más poderoso de los opios, nos levantamos cuando ya el sol lleva muchas horas de alumbrar la estepa. Y alumbrar no es un decir. El sol es pálido, pero es luminoso. No tiene forma; es como una custodia desdorada y maltrecha vista a través de lentes opacos. Tiene algo de cómico. Su miseria aumenta la miseria del paisaje. Y sin embargo, su luz sutil lo ilumina todo, lo aclara todo, lo embellece todo. La nieve, a su caricia, cúbrese de puntos diamantinos.
¡La nieve!
Vosotros, los que no habéis pasado por aquí, no tenéis idea de lo que esta palabra significa. La nieve es la divinidad terrible, la obsesión durable. Es el sudario que cubre la inmensa tierra muerta. Y es infinita y es todopoderosa. Más allá del horizonte, ella reina siempre. Ella es la que convierte los pinos en juguetes de porcelana, la que envuelve entre albos algodones los pajales; la que hace techos marmóreos a los altísimos haces de leña; la que le fabrica una corona al pozo; la que oculta la sordidez de los tejados.
¡La nieve!
En donde mejor se ve su augusta y triste grandeza es en los inmensos espacios vacíos, sin plantas ni seres, en las llanuras fabulosas que se extienden a nuestra derecha. Ahí nada rompe su armonía. Ella sola orgullosa va hasta el horizonte en ondulaciones voluptuosas y suprime hasta la idea de la vida vegetal. Su blancura se matiza de las más finas tintas, de los más tenues reflejos y se dora y se ruboriza y se platea y cobra luces celestes y llega a veces, en sus curvas más pronunciadas, a teñirse de misteriosas fosforescencias violáceas.
¡La nieve! ¡La nieve!
¡Cuán bella es! ¡Pero cuán cruel! Los habitantes de la estepa se la representan convertida en dios, con la nariz encarnada y el manto blanco. Le llaman Moroz. Lo adoran con terror supersticioso y, lo mismo que los cartagineses a Baal, le ofrecen, en triste holocausto, sus pobres vidas sin alegría. Todos, en efecto, mueren por él; todos, hasta los osos pesados y rítmicos; todos, todos, hasta los pinos melancólicos y esbeltos.
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