Escenario

La tentación nazi de Ingmar Bergman

Especial. Rumbo al centenario del natalicio del aclamado cineasta, Crónica presenta el primero de tres especiales que se publicarán cada sábado; esta vez, de cuando el director llegó a admirar a Hitler

(La Crónica de Hoy)

Había pasado un lustro desde que el legendario cineasta Ingmar Bergman tuvo su despedida del séptimo arte con Fanny y Alexander (1982), una película que ahondaba en la memoria de su tormentosa historia familiar y que para muchos significa una forma de redención y venganza artística a la figura de su padre. Era 1987 y en su autobiografía La linterna mágica había escrito que en su juventud era admirador de Adolf Hitler.

Curiosamente al salir a la luz la obra no causa mayor controversia ni en Suecia, ni en el resto de Europa. El silencio ante tal escándalo se interpreta como la incomodidad de una sociedad que le había encumbrado en demasiados laureles como para aceptarlo. Nadie quiere entender por qué en su juventud se habría podido regocijar con las victorias de las tropas alemanas.

“Aquí tenemos a uno de los más grandes cineastas en el que su tema permanente fue la vergüenza y la culpa. Pero en ninguna parte he leído que Bergman durante 10 años ­—desde 1936 hasta 1946— simpatizaba con los nazis y según sus propias palabras ‘amaba a Hitler’”, dice la escritora sueca Maria-Pia Boëthius, en su libro Heder och samvete (Honor y conciencia), y con mayor oportunismo en agosto del 2007 (recién fallecido Bergman), en la reedición del mismo libro, aunque el mismo cineasta habló sobre el tema en una entrevista para el periódico sueco Expressen.

La verdad es que el cineasta no lo negó: “Hitler era increíblemente carismático; electrificaba a la multitud”. “El gran peligro eran los bolcheviques, que eran odiados”, agregó. En aquel tiempo Ingmar Bergman era un adolescente sombrío, embustero, agresivo y solitario. En su familia, el padre, un austero pastor luterano, admira a los nazis. Ellos salvarán del bolchevismo a Europa. Así creció.

Ingmar Bergman, al contrario de su hermano, jamás se adhirió a un partido pro nazi: “Yo no estaba, en efecto, dice, interesado en la política; yo estaba impresionado por el idealismo de los alemanes. El nazismo que yo veía parecía divertido y particularmente seductor para los jóvenes”, escribió el aclamado realizador.

El sueco escribió dos capítulos dedicados a su tentación fascista en su autobiografía. En ella destaca el viaje de intercambio estudiantil que hizo a los 16 años, cuando vivió por seis semanas en un pequeño pueblo alemán llamado Haina (cercano a Weimar). Era 1934, él hablaba un alemán de colegio, por lo que apenas y se comunicaba con Hannes Haid, el alemán que se quedó en su casa por el intercambio.

Su falta de entendimiento del idioma fue factor en lo que vería: “Leía, andaba sin rumbo y echaba de menos mi ambiente”, recuerda y luego dijo que comenzó a acompañar al pastor (el padre de la familia Haid), a quien ve por primera vez hacer el saludo oficial: “pregunte al pastor «si debía levantar la mano y decir ‘Heil Hitler’ como todos los demás”, a lo que le contestó que sería interpretado bien: “Así que comencé a saludar brazo en alto y a decir ‘Heil Hitler’. Me producía un efecto raro”.

El director añadió algo que pone en evidencia el nivel de fanatismo que llegó a sentirse en esa época: “El sermón del pastor era sorprendente, no hablaba basándose en los Evangelios sino en Mein Kampf  (Mi lucha)”, el primer libro escrito por Adolf Hitler.

“El día de mi cumpleaños la familia me hizo un regalo. Era una fotografía de Hitler. Hannes la colgó encima de mi cama para que ‘tuviera siempre a ese hombre delante de mis ojos’, para que aprendiera a amarle como le amaban Hannes y toda la familia Haid. Yo también le amé. Durante muchos años estuve de parte de Hitler, alegrándome de sus éxitos y lamentando sus derrotas”, agregó.

Bergman no sabía que en ese viaje vería a Hitler en persona. La familia lo llevó a Weimar a un mitin del partido nacional socialista, al que acudiría el mismo Hitler. Bergman describió así ese momento: “Nadie se fijó en la tormenta, toda la atención, todo el embeleso, todo el éxtasis se concentraba en torno a un solo personaje. Iba de pie, inmóvil en el enorme coche negro que doblaba lentamente hacia la plaza”, escribió.

“Súbitamente se hizo el silencio, sólo se oía el chapoteo de la lluvia sobre los adoquines y las balaustradas. El Führer estaba hablando. Fue un discurso corto, yo no entendí mucho, pero la voz era a veces solemne, a veces burlona; los gestos exactos y adecuados. Al terminar el discurso todos lanzaron su ‘Heil’, la tormenta cesó y la cálida luz se abrió paso entre formaciones de nubes de un negro azulado. Una enorme orquesta empezó a tocar. Yo no había visto jamás nada parecido a este estallido de fuerza incontenible. Grité como todos, alcé la mano como todos, rugí como todos, amé como todos”, agregó.

Recuerda que fue ingenuo. En una ocasión su hermano y sus amigos pintaron la esvástica, el símbolo de los nazis, las paredes de la casa de un judío, “y yo, cobarde de mierda, no me animé a decir ni una palabra sobre esto (…) “Mi padre era un hombre de ideas ultraderechistas. La gran amenaza eran los bolcheviques, que eran el objeto de nuestro odio”

Y es que posiblemente sea su padre la figura de mayor influencia en este episodio de su vida. Erick, como se llamaba al principio era capellán de una pequeña comunidad minera, aunque luego fue predicador de una de las más importantes iglesias luteranas de Estocolmo. Su carácter impasible y autoritario crea una tensión en el matrimonio, que empuja a su ruptura y desde entonces alejó a Ingmar de su padre, no pudiendo reconciliarse con él hasta poco antes de su muerte.

Las simpatías del cineasta por el nazismo, que veía como una ideología idealista, permanecieron después de que estalló la guerra. Incluso hasta el punto de considerar que la resistencia de los patriotas noruegos y daneses contra la ocupación era un error porque creía que Hitler sólo quería protegerlos del comunismo soviético.

Cuando, terminada la guerra, se conocieron las atrocidades cometidas por los nazis, Bergman confiesa que no las quería creer y que pensaba que era propaganda instrumentada por los aliados:

“Cuando los testimonios de los campos de concentración se abatieron sobre mí, mi entendimiento no fue capaz, en un  primer momento, de aceptar lo que veían mis ojos. Al igual que muchos otros, yo decía que eran infundios propagandísticos. Al vencer, finalmente, la verdad a mi resistencia, fui presa de la desesperación, y el desprecio de mí mismo, que era ya una carga grave, se acentuó hasta rebasar el límite de lo soportable. No me di cuenta hasta mucho más tarde de que, a pesar de todo, yo era bastante inocente”, se lamentó.

Curiosamente, su padre descubre la amenaza (aunque lo hace tarde) y hace un famoso sermón contra los nazis. En el año 1977, Ingmar lo recuerda en El Huevo de la Serpiente.

Después de 1946 ya no volvió a ser inocente. Pero tampoco se pudo borrar la marca. Toda su educación había reposado sobre conceptos como el pecado, la confesión, el castigo. Confesó deseos de homicidio cuando a los cuatro años, Ingmar quiso estrangular a su hermanita menor porque era la preferida de su madre. También hirió a su hermano. Ellos se odiaban. Trataron de sofocarse el uno al otro.

Ingmar Bergman no lo aceptó hasta muy tarde. Todos los mitos, las mentiras y los gritos, los susurros sobre los cuales construyó sus filmes están grabados en su corazón enfermo de amor por una madre que se aleja. Quizás eso se reflejó en sus primeras películas que llevaron los títulos de su pesadilla: Tortura (1944) y Crisis (1945).

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