Opinión

Las mentadas y los lapsus

Las mentadas y los lapsus

Las mentadas y los lapsus

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Después del escándalo nacional porque Porfirio Muñoz Ledo les mentó la madre a unos colegas que acaso se lo merecían, recordé este cuentecillo que me saqué de la chistera.

Lapsus linguae

Era la primera sesión con el psicoanalista. Durante mucho tiempo, Lilia se resistió a la cita. La siguiente parada, dramatizaba, puede ser el manicomio, la lobotomía o quizás una generosa cantidad de kilowats en mi cerebro. Un amigo cercano le dijo que no exagerara.

—Lo peor que te puede pasar —le explicó con sarcasmo— es que gastes dinero y sigas con la neurosis a cuestas.

Un viernes por la tarde, Lilia decidió experimentar.

Llamó su atención lo común de la sala donde Horacio, así se llamaba el terapeuta, atendía a sus pacientes. Reproducciones pictóricas colgadas de los muros que evidenciaban una concepción heterogénea de la decoración, un escritorio y atrás de él un amplio sillón de piel negra donde se sentaba Horacio durante las primeras citas. Al fondo de la sala, bajo una ventana que daba a un parque público, había un cómodo sofá de tres plazas en el que Lilia se sentó después de pasar revista por una serie de opciones mobiliarias.

—¿Por qué preferiste sentarte? —preguntó Horacio.

Lilia respondió sin desviar la mirada.

—Porque estoy hasta la madre de permanecer acostada. Estuve enferma de gripa y ayer dormí diez horas seguidas gracias al antihistamínico.

—¿Te das cuenta de lo que acabas de decir?

—Pues sí, ¿qué tiene? Me dio gripa

—A ver, ráscale… dijiste hasta la ¿qué?

—Madre.

—Eso es, ¿pero no lo comprendes?

—¿Comprender qué?

—Que tienes un Edipo con el que hay que trabajar. Las palabras que decimos no son gratuitas. A veces, sin desearlo, revelan lo más profundo de nosotros y el inconsciente se abre paso por medio de nuestro discurso hasta florecer, nítido, en nuestra boca.

Lilia soltó una carcajada. Se imaginó una calle repleta de transeúntes con racimos de claveles en sus bocas. Pensó que su escepticismo no la haría jamás una digna paciente del diván y respondió agresiva con una evasión:

—Si el problema es la postura, pues me acuesto y listo —y efectivamente, se acostó.

En eso entró la secretaria del psicoanalista. Le hablaba de tú para conferirle un aire de modernidad al consultorio.

—Horacio, perdón que interrumpa, pero tienes llamada urgente del señor Bonilla.

—Dile que estoy en sesión, que llame en media hora.

—Lo noté muy alterado —insistió la asistente.

—Permíteme, Lilia. Procuraré no tardarme —dijo el terapeuta y salió cerrando la puerta tras de sí.

Lilia perdió su vista en el parque, concentró su atención en una muchacha que lo atravesaba con un par de libros apretados contra el pecho. Se detuvo frente a un estanque de patos y se preguntó en qué estaría pensando en esos momentos aquella mujer. Siguió mirándola y poco a poco sintió una gran serenidad.

—Lilia, Lilia —dijo Horacio— tienes más de 30 minutos durmiendo. ¿Nos vemos la próxima semana? Acaban de llegar otros pacientes.

—Bueno —respondió. Pagó su consulta con la asistente y salió.

Al ver el parque recordó a la muchacha de los patos, corrió al estanque con la esperanza de verla y platicar con ella. No la encontró. Regresó a su casa con una sensación de vacío y tristeza, pero con la férrea convicción de que el diván no era para ella.

Una semana más tarde, se topó con el amigo que la había invitado a acudir a su primera y ultima cita.

—¿Cómo te fue?

—Mal, ese Horacio es un pendejo.

—Ni hablar, seguirás siendo una dulce y adorable neurótica. Pero es lo que deseas ¿no?

—Pues no te creas, a veces estoy hasta la —entonces Lilia hizo una pausa y rectificó— ...coronilla de mi neurosis.

Su amigo comprendió el sentido del cambio y, viejo lobo de mar en asuntos de diván, le dijo:

—Te aliviarás sola —luego hizo un énfasis verbal— me cae de MADRES que sí.

Ambos rieron de buena gana y traspasaron las abatibles puertas de una legendaria cantina coyoacanense.