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Las mujeres que Porfirio Díaz amó

Aún en el fragor de las batallas; en los momentos en que consolidaba sus ambiciones políticas, el general Porfirio Díaz se dio tiempo para el amor. Tuvo, también, algunas pasiones que, si bien no sobrevivieron, dejaron huella en su biografía. Distintas, muy distintas entre sí, las mujeres que unieron sus vidas a la de aquel militar, inteligente y ambicioso, aportaron en su momento apoyo, un oasis de serenidad entre tanto sobresalto, o fueron inteligentes colaboradoras en temas delicados de la compleja vida pública.

Aún en el fragor de las batallas; en los momentos en que consolidaba sus ambiciones políticas, el general Porfirio Díaz se dio tiempo para el amor. Tuvo, también, algunas pasiones que, si bien no sobrevivieron, dejaron huella en su biografía. Distintas, muy distintas entre sí, las mujeres que unieron sus vidas a la de aquel militar, inteligente y ambicioso, aportaron en su momento apoyo, un oasis de serenidad entre tanto sobresalto, o fueron inteligentes colaboradoras en temas delicados de la compleja vida pública.

Las mujeres que Porfirio Díaz amó

Las mujeres que Porfirio Díaz amó

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

¿Cuántas veces se ha contado, de mil maneras diferentes, la biografía de Porfirio Díaz? De entre los muchos claroscuros del personaje, su vida amorosa llama la atención y refleja los tiempos de incertidumbre e inquietud que padecieron todas las parejas de aquellos hombres, militares o políticos, que se enfrentaron a mediados del siglo XIX, defendiendo dos distintos proyectos de país.

No eran días para los amores plácidos, que corrieran suavemente. Muchas de las mujeres que unieron sus vidas a estos protagonistas de la vida política del México decimonónico vivieron horas de zozobra, esperando una carta que tardaba semanas o meses en llegar. A veces la vida en pareja se iba desgranando en visitas rapidísimas. Algunas se vieron obligadas a correr a la par de sus maridos, fuera en las cercanías de un campo de batalla o siguiendo a un gobierno o a un congreso. Otras tuvieron que esperar tiempos de paz para que les cumplieran la palabra de matrimonio que les habían dado. Aun así, muchos de esos amores resistieron los tiempos de prueba y sobrevivieron a una guerra civil, a la invasión francesa, y a un imperio fugaz. Vínculos robustos, la mayor parte de esos romances solamente fueron interrumpidos por la muerte.

Las pasiones de Porfirio Díaz, de sus días de militar liberal, fueron así: fuertemente teñidas por el perfume de la amante más tormentosa y exigente de todas: la política.

LOS AÑOS DE JUVENTUD, EL AMOR POR DELFINA. El joven comandante Porfirio Díaz Mori se encontraba en su tierra, Oaxaca, donde había nacido en 1830. Veintinueve años después, era comandante de Tehuantepec. Ahí es donde nace una de las leyendas de amores no confirmados, pero que pintan a un hombre y una mujer que tienen mucho en común: son inquietos, decididos, inteligentes, involucrados en la lucha política. La guerra de Reforma llegaba a todos los rincones del país. Ahí, un extranjero, Charles Brasseur, conoció a Porfirio Díaz, y lo describió fuerte, de “hermoso tipo indígena", de gran porte. Uno de los hombres cercanos a Díaz en Tehuantepec, Juan Avendaño, tenía un comercio, y junto a él había un billar. Ahí solían reunirse los hombres que hacían política. Una mujer también solía aparecer por ahí. A los ojos de Brasseur, ella era deslumbrante: solía desafiar a los caballeros a jugar billar. Jugaba “con una destreza y un tacto incomparables". El visitante, impresionado, la retrató con una emoción propia del romanticismo literario de la época: “era una india zapoteca con la piel bronceada, joven, esbelta, elegante y tan bella que encantaba los corazones de los blancos como en otro tiempo la amante de Cortés…" ¿Su nombre? No pudo averiguarlo. Sólo supo que la llamaban la Didjazá, la Zapoteca.

La hermosa mujer se llamaba Juana Catarina Romero. Aparentemente mestiza, se ganaba la vida torciendo puros y vendiendo cigarros, que había aprendido a leer y a escribir al llegar a la juventud. Tenía 21 años en junio de 1859, cuando conoció a Porfirio Díaz, quien no la menciona en sus memorias, pero tuvo con ella una cercana amistad, que muchos rumores, surgidos incluso en aquellos días, convirtieron en una relación amorosa, que no es posible probar, porque no existen misivas entre ellos que la demostraran. Eso sí, tuvieron una importante amistad que duró mientras Porfirio permaneció en territorio mexicano. En los días de la guerra civil, Juana Cata, como se le llamaba, fue una hábil informante, incluso espía, al servicio de Porfirio, y cuando la vida convirtió al joven jefe político de Tehuantepec en presidente de la República, ella siguió teniéndolo al tanto de todos los sucesos relevantes en la región. Es posible que entre ellos hubiese algo más allá de la amistad y de la mutua colaboración, pero nada hay que lo pruebe.

En cambio, el amor que Porfirio Díaz sintió por su sobrina, Delfina Ortega, que se convirtió en su primera esposa, está claramente manifestado en las cartas que le escribió y en las emocionadas respuestas de aquella muchacha, a la que, conforme al ideal matrimonial del pensamiento liberal de la época, él le ofrecía antes que otra cosa, protección y amparo, y un apasionado amor.

Delfina era la hija no reconocida del médico Manuel Ortega y de Manuela Díaz, hermana de Porfirio. El padrino de la recién nacida tuvo que bautizarla en 1845 como “hija de padres desconocidos”.

Era solamente una niña de 8 años cuando su tío abandonó la casa familiar, arrastrado por la ambición y sus ideas liberales. No la vería sino hasta ocho o diez años después, y cuando se dio este reencuentro, Delfina era ya una mujer que atrajo al joven soldado. La jovencita lo atendió y cuidó de él en 1859, cuando convaleció de heridas en las piernas, en la casa de Nicolasa, otra hermana de Porfirio. Después, y en los tiempos que pasó prisionero de los franceses, Porfirio le escribía a Delfina cartas en las cuales siempre se despedía como “tu tío que te quiere”. Las respuestas de ella, pudorosas y tímidas, también echaban de ver el cariño que empezaba a nacer hacia ese hombre, al que ella no acababa de ver con ojos de pariente.

Aparentemente, el intercambio epistolar, con todo y lo accidentado que debió haber sido, permitió cultivar un curioso cortejo y luego un romance. De otro modo, no se explica cómo, de paso por Oaxaca, en la primera mitad de 1867, cuando el segundo imperio se derrumbaba y todos los militares liberales concentraban sus esfuerzos en movilizarse hacia Querétaro y hacia la capital para recuperar el poder, Porfirio se diera tiempo para declararle abiertamente a Delfina el amor que sentía por ella.

Lo hizo por carta. Fue cuidadoso, mesurado. Acaso Delfina no sintiera lo mismo. Si así era, le escribía, seguiría adelante, haciendo preparativos para casarse —¡en plena guerra!— Si la muchacha no lo amaba, Porfirio ofrecía adoptarla legalmente, para que ya no tuviera el secreto dolor de que se le conociera como hija ilegítima, y dedicar su vida y sus esfuerzos a darle todo lo mejor. Incluso, ofrecía el pretendiente, jamás se casaría, para velar por el bienestar de Delfina.

Pero ella también lo quería, y respondió, temblorosa: “No sé cómo comenzar mi contestación; mi alma, mi corazón y toda mi máquina se encuentran profundamente conmovidos… vivo tan solo para ti… me resuelvo con todo el fuego de mi amor a decirte que gustosa recibiré tu mano como esposo…”.

A distancia, Porfirio movió todas sus influencias para resolver algunos inconvenientes: uno de sus primos gestionó una dispensa matrimonial por consanguinidad, y el médico Ortega resolvió —acaso un tanto presionado— reconocer a su hija, y se casaron civilmente, y por poder, en abril de 1867. Después, ella salió de Oaxaca para alcanzar a Porfirio, pero el movimiento de la guerra impidió que se encontraran en Puebla. Lograron reunirse en las cercanías de la Ciudad de México.

Delfina le dio a Porfirio seis hijos, de los cuales solamente dos, Luz y Porfirio, llegaron a la edad adulta. Delfina, que había soportado todas las desazones y sobresaltos acarreados por la ambición política de su marido, había vivido en La Noria, en Oaxaca, y en Tlacotalpan. Cuando Porfirio se hizo con el poder, abatiendo a Sebastián Lerdo, fue a vivir a la capital.

Pero no le gustaba el bullicio de la vida pública. No le atraía el brillo social que podría tener por ser la esposa del presidente. Silenciosa, discreta, sufriendo la muerte de sus pequeños y cuidando de los sobrevivientes, pasó tres años en Palacio Nacional, hasta 1880, cuando murió tras dar a luz a su sexta hija, Victoria, que tampoco sobrevivió.

En su lecho de muerte, temerosa de condenarse, pues era una devota católica, Delfina le pidió a Porfirio que se casara con ella por el rito católico. Para darle gusto, para que ella muriera tranquila, y como un gesto de profundo amor, Díaz abjuró por escrito de su filiación masónica.

LA LLEGADA DE CARMELITA. En los días en que Delfina y Porfirio se casaron, nació una niña, fruto de la relación del general y una mujer llamada Rafaela Quiñones. En los años de guerra, Porfirio tuvo, muy probablemente varias compañeras, soldaderas cuyas biografías se perdieron en el fragor de la guerra. Rafaela fue, posiblemente una de ellas. La niña, que se llamó Amada, nació en Oaxaca el 8 de abril de 1867, poco después de que el general se convirtiera en uno de los grandes héroes de la guerra de Intervención. La bebé se incorporó después, a la familia oficial del general.

Muerta Delfina, se sabe que Porfirio Díaz sostuvo otra relación fugaz con una mujer desconocida, de la que sólo se sabe que “era de Tlalpan”. Ella le dio un hijo, a quien el general llamó Federico. Pero, a diferencia de Amada, Federico no se integró a la familia Díaz: fue entregado al cuidado de otro amigo del presidente, don Antonio Ramos, aunque se sabe que el general estaba al pendiente del crecimiento del chico. Era ya 1881 y una mujer muy joven había captado el interés de Porfirio.

Ella era Carmen, hija de Manuel Romero Rubio, colaborador de Díaz. Tenía 18 años y había recibido una educación refinada. Ella le daría clases de inglés al general que abandonaba en ese momento la presidencia. Si Porfirio aprendió inglés o no, resulta irrelevante frente a la carta que le escribió a la joven: “Carmelita: yo debo avisar a usted que la amo”. Le propuso matrimonio, que se celebró el 7 de noviembre de 1881. Él tenía 51 años.

Vivieron juntos 34 años, en los que se construyó ese modo de vivir y de pensar que conocemos como “Porfiriato”. De hecho, Carmelita se convirtió en uno de los símbolos del régimen, y gozó de gran simpatía popular, en especial a partir de la fundación de la Casa Amiga de la Obrera, una escuela para la que ella donó una enorme casa que aún existe y funciona en la colonia de los Doctores de la Ciudad de México, para que los hijos de las trabajadores estuviesen atendidos y vigilados mientras sus madres se ganaban el pan.

Carmelita llegó a tener un enorme prestigio: recibía, como don Porfirio, abundante correspondencia en la que le pedían toda suerte de apoyos y favores o su intercesión para que el presidente apoyara causas y proyectos. Devota católica, también fue un “puente” que ayudó a suavizar las relaciones entre el gobierno y la alta jerarquía eclesiástica. La prensa de su época la elogió como ejemplo femenino.

Estuvo al lado de don Porfirio en los momentos difíciles de su renuncia y juntos partieron al exilio en Francia. Viajaron por Europa, visitaron Egipto y se habituaron a su nueva vida, hasta 1915 cuando murió el general. Carmelita regresó a México a fines de 1934 y aún vivió una década más. La sepultaron en la cripta de los Romero Rubio en el Panteón Francés de la Piedad, y su fallecimiento conmovió a todo el país. Se terminaba con ella la memoria de una época, y a sus funerales asistieron numerosos políticos e intelectuales. Su esposo, Porfirio, aún permanece en París, en el cementerio de Montparnasse.