
A la convocatoria publicada en los periódicos belgas en aquella primavera de 1864 acudieron mil 600 varones: el rey Leopoldo había tenido la iniciativa de crear un cuerpo de granaderos y artilleros que se convertirían en acompañantes y guardianes de su hija, la princesa Carlota, casada con Maximiliano, el archiduque austriaco que estaba en vías de convertirse en emperador de un país lejano, al otro lado del mar, México, esa tierra en la cual, según le juraban los promotores de la causa, ardían de impaciencia por contar con un monarca europeo que salvase a la nación.
La tentación del poder, la voluntad de Carlota, que no estaba dispuesta a pasar el resto de sus días muriéndose de tedio en el castillito encantado de Miramar; el hecho de que el emperador austrohúngaro Francisco José, hermano de Maximiliano, hubiese dispuesto la formación de una fuerza militar austriaca que acompañase a México al nuevo monarca, fueron factores que, sin duda, pesaron en el ánimo de Leopoldo de Bélgica para provocar la polémica en su reino: hubo de hacer frente a los reclamos y desacuerdos de su Parlamento, dispuesto a defender el principio de no intervención que una treintena de años atrás, al convertirse en un país independiente, se había considerado fundamental.
Pudo más la tenacidad del rey Leopoldo y, en consecuencia, se hizo la convocatoria. Se aspiraba a constituir una fuerza de 2 mil hombres, y no se alcanzó la cuota esperada, aunque lo cierto es que la oferta venía aderezada con notorios beneficios: si eran militares recibirían, al integrarse a la nueva fuerza, un grado superior al que en ese momento ostentasen; por cada seis años de servicio tendrían uno de vacaciones sin sueldo. Si después de ese año decidían volver a Europa recibirían una indemnización. A los civiles la propuesta les resultaba igualmente interesante: en el momento de alistarse obtendrían grado militar y un sueldo que oscilaba entre los 60 y los 100 francos. Al sexto año de servicio, podrían regresar a su patria con un pago adicional y sin que les costara el viaje de vuelta. Y si decidieran quedarse en México, se les dotaría de tierras.
Con tal cauda de garantías, no extraña que, pese a las reticencias del Parlamento sí hubiese interesados. Los civiles sin oficio ni beneficio veían una promesa de prosperidad y progreso, en uno u otro lado del mar; la tropa progresaría en el escalafón, y algunos oficiales estaban verdaderamente convencidos de que contribuirían a consolidar una nueva dinastía vinculada a la corona belga. A esa convergencia de ambiciones, necesidades y quimeras se le conocería como la Legión Belga Mexicana o el Regimiento de la Emperatriz. Lo comandaría el barón Alfred Van der Smissen.
Cuando llegaron a tierras mexicanas, se dieron cuenta de que las promesas tenían un lado que nadie les había contado: México distaba mucho de ser un paraíso, y había que andarse con cuidado, porque la fiebre amarilla y el vómito negro podía mandarlos a la tumba sin haber cumplido, ya no digamos un año, sino un mes. Supieron que no eran los primeros belgas en combatir por el Imperio. Algunos de sus compatriotas, enrolados en la Legión Extranjera, eran prisioneros de los republicanos, después de la batalla de Camarón. Aunque fueron recibidos con entusiasmo y boato tanto en Puebla como en el palacio imperial, en la Ciudad de México los belgas se decepcionaron, es más, se sintieron engañados y se encargaron de contarlo en numerosas misivas a sus familias. Esa correspondencia le costaría muchos reclamos al rey Leopoldo.
Haya sido por tedio, por auténtica ambición y ganas de obtener la gloria, lo cierto es que los oficiales belgas, mermados por el tifo, y con Van der Smissen a la cabeza, le plantearon al emperador su voluntad de marchar al campo de batalla a defender al Imperio. Obtuvieron el permiso de Maximiliano en los primeros días de 1865. Pero el emperador tenía ideas muy peculiares: a los tres grupos originales los convirtió en dos batallones que integrarían el llamado Regimiento de la Emperatriz Carlota. Lo que no gustó a nadie fue que Maximiliano pretendió unirlos a sus tropas austriacas para crear lo que llamó el Cuerpo Imperial de Voluntarios Austro-Belgas, que en los hechos nunca funcionó a cabalidad porque ni hablaban la misma lengua ni se caían bien.
Los belgas fueron enviados a Michoacán, con la idea de que reforzaran a las tropas francesas, en un intento por acorralar a los republicanos en la Tierra Caliente, en la creencia de que el clima infame que hastiaba a los europeos, haría otro tanto con los mexicanos. Tacámbaro sería el primer lugar en el que entraron en acción y se hizo evidente que el entrenamiento militar de los civiles no había sido tan sólido como se creía. Hasta el pueblo se alzó contra los extranjeros. En un rato de desesperación, se les ocurrió raptar a la esposa y a los hijos del general republicano Nicolás de Régules y los usaron como escudos. Pero el general no cedió al intento de chantaje: los cercó y tomó prisioneros a 200 belgas a los que, después, perdonó la vida.
La debacle del Imperio estuvo a punto de arrastrarlos, pero abandonaron México cuando su princesa ya no estaba; ella se había ido a Europa en julio de 1866; allá perdería la razón y sería recluida bajo la protección de su familia. Su guardia la siguió seis meses después, pero jamás volvieron a verla. Los que se quedaron en México hicieron familias e historias en Michoacán; algunos de ellos se establecieron en lo que después sería el municipio chiapaneco Venustiano Carranza, donde se sumaron a la industria local: la hechura de marimbas.
Cuando Carlota murió, en 1927, era un crudo invierno. Hacía años que el coronel Van der Smissen, del que se dijo había sido amante de la emperatriz, se había suicidado, pegándose un tiro. Entre la nieve, un puñado de ancianos, los sobrevivientes de aquella guardia, llevaron el ataúd de su emperatriz y con ella, las últimas cenizas del segundo imperio mexicano.
Oficiales belgas en México.
Alfred Van Der Smissen, comandante de la legión belga.
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