
El flamante secretario de Educación Pública soñaba con llenar el país de bibliotecas. Se llenarían de lectores, pensaba, en cuanto la acelerada campaña alfabetizadora comenzara a fructificar. Era consciente, Vasconcelos, que faltaban materiales para estudiar y materiales para que los maestros nutrieran sus clases. El reto era grande, y eso que nada más se pensaba en la educación primaria. Los habitantes del siglo XXI se sorprenderían de lo mucho que faltaba, hace cien años, en materia de vida escolar y contenidos educativos: había pocas escuelas, muchas menos bibliotecas escolares y poquísimos profesores.
Con los talleres de impresión del gobierno bajo su control directo, las ideas editoriales de Vasconcelos no tenían fin. Existe consenso en que la mejor de aquellas publicaciones que generó en esos sus primeros tiempos como titular de la SEP, fue la revista El Maestro, que, al fortalecer la cultura de los docentes, para quien estaba pensada, mejoraría los horizontes de los alumnos.
Pensaba Vasconcelos en “El Maestro” como un pequeño compendio cultural: tenía secciones de información nacional e internacional, pero también contaba con un apartado de historia, otro de literatura, una sección “para niños”, poesías, ensayos de muy variado tema y un apartado de conocimientos prácticos. Esta última sección era muy importante: Vasconcelos no llegó a vislumbrar la idea de la educación secundaria -que nació hasta 1925- pues bastante había que hacer con los primeros años de formación. Por lo tanto, la vida escolar, aparejada a la infancia, era más bien corta, y sólo los afortunados que tenían recursos para ello, continuarían estudiando en la Escuela Nacional Preparatoria, o la Escuela Normal. Pero en 1921 eran muy pocos los mexicanos que podían labrarse un futuro gracias a la educación, y lo más probable era que, terminando la educación primaria, empezaran a trabajar al lado de sus padres. Por eso, Vasconcelos pensó en que “El Maestro” debería contener también textos para aprender a cuidar una huerta, o garantizar la higiene en las casas. Esta idea permaneció en los impresos que, a lo largo de décadas, produjo o promovió el gobierno federal mexicano.
“El Maestro” estaba llena de pequeñas frases que pretendían inspirar al profesor y alentar a los alumnos: “Preferimos ser el mejor dulcero de la República al peor abogado de la ranchería”. Tenía una curiosa forma de circular: era gratuita “para lectores de marcada pobreza”, que era casi todo el país, incluyendo a los profesores, y 5 pesos oro “para el resto”. Evidentemente, la revista no recuperaba gran cosa de dinero, pero Vasconcelos estaba hecho a la idea. Se trataba de que circulara, de que maestros y alumnos la conocieran, la utilizaran y hasta la disfrutaran.
No podía ser más pragmático el secretario de Educación. En sus primeras páginas, “El Maestro” advertía: “No cuestionamos ningún punto de los que dividen a la familia mexicana, y no ventilamos ningún punto discutible de orden moral, sino meros tópicos de categórica utilidad”. No tenía tiempo Vasconcelos de librar batallas ideológicas. Los 75 mil ejemplares mensuales que se producían tenían que aprovecharse desde la primera hasta la última página.
Como un apretado compendio de las lecturas que había deseado promover con los “libros verdes”, en “El Maestro” se publicaron fragmentos de Unamuno, de Tolstoi, de Rolland -la lista de preferidos del secretario- de Tagore. Pero también incluyó a Rousseau, a José Martí, a Bernard Shaw y muchos más. Las selecciones estaban bien conducidas por José Juan Tablada y por la poeta chilena Gabriela Mistral.
Así, la lista de materiales literarios creció considerablemente: iba de Hans Cristian Andersen a Jacinto Benavente; del barón de Humboldt a Horacio Quiroga; de H.G. Wells a Alfonsina Storni. Para “El Maestro” produjeron todos los escritores importantes del momento; en esas páginas escribieron el joven, pero ya muy serio, Jaime Torres Bodet, José Gorostiza, Julio Torri, el propio Tablada, Ezequiel A. Chávez, Carlos Pellicer y hasta pudieron presumir, en un número, un texto firmado por el mismísimo presidente Álvaro Obregón. La gran obra de Ramón López Velarde, “La Suave Patria”, tuvo materialidad en las páginas de “El Maestro”. En es esta revista en la que el gobierno posrevolucionario emprendió la revaloración de Sor Juana Inés de la Cruz. Otros méritos tuvo ese trabajo de difusión literaria, porque no solo estaban los clásicos en que se empeñaba el secretario, sino las figuras literarias del momento, tanto nacionales como internacionales: en 1924 Rabindranath Tagore era Premio Nobel de Literatura, y el Departamento Editorial de la SEP lo tradujo para el proyecto educativo federal.
Evidentemente, se pensaba que los maestros leerían parte de aquel compacto acervo a sus alumnos. Eso explica que “Aladino” se publicara completa, a lo largo de diez números.
Como no sólo de literatura vive el ser humano, la SEP de Vasconcelos produjo algunos libros de texto. Existió el Libro Nacional de Lectura y Escritura, del que se imprimió casi un millón de ejemplares, y la visión histórica de Justo Sierra, plasmada en sus libros para educación primaria, pasaron al nuevo sistema educativo, al decidir la SEP reimprimirlos para su uso en las escuelas.
Nadie se quejó por rescatar, para los años 20, los libros de Justo Sierra. No faltó, en cambio, quien criticara a Vasconcelos por contar en su equipo, y en plano principal, a Gabriela Mistral, a quien promovió como la gran “maestra de Iberoamérica”, y a través de ella, el titular de la SEP enalteció el valor social de las profesoras, las mujeres que se dedican a la enseñanza, como personajes esenciales de la nueva educación.
Y bajo la conducción de Mistral nació el gran proyecto literario para los pequeños lectores: las Lecturas Clásicas para Niños, que no estaban ilustradas, sino “ornamentadas” por Roberto Montenegro y Gabriel Fernández Ledezma, y en cuyas páginas están -se han reimpreso una media docena de ocasiones desde 1924- lo mismo Buda que “El Evangelio”; los poemas para niños de Tagore y las Mil y Una Noches. Los textos habían sido adaptados por Mistral, por Salvador Novo, por Torres Podet, por Gorostiza, por Bernardo Ortiz de Montellano, por Xavier Villaurrutia. No faltó quien volviera a insistir en lo complejo de esas lecturas para un público de pocos años. Pero la respuesta del secretario Vasconcelos fue rotunda: llamó la atención sobre “la petulancia con que nosotros los mayores juzgamos el cerebro infantil. Nuestra propia pereza nos lleva a suponer que el niño no comprende lo que a nosotros nos cuesta esfuerzo; el niño es mucho más despierto, y no está embotado por vicios y apetitos”.
Las Lecturas Clásicas para Niños aparecieron, el primer volumen en 1924, y el segundo en 1925, cuando Vasconcelos ya seguía los caminos de la política y había abandonado la SEP. Pero, para entonces, en aquellas páginas ya había un “Shakespeare para niños”, textos históricos. Mitos germánicos y leyendas francesas: todo el universo que el primer titular de la SEP quiso poner en manos de las nuevas generaciones que empezaron a beneficiarse de aquel vertiginoso plan educativo.
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