Opinión

Los sufrimientos de la Nueva España y los incendios

Los sufrimientos de la Nueva España y los incendios

Los sufrimientos de la Nueva España y los incendios

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

El cuadro, por ser una muestra de fervor en medio de la tragedia, debió ser tristísimo. Así como hace unos pocos días el mundo entero vio a los habitantes de París cantando a unos cientos de metros de la catedral de Notre Dame que se incendiaba, no era extraño ver, hace algunos siglos, en la Ciudad de México y otras poblaciones importantes de la Nueva España, a grupos de frailes que llevaban alguna imagen de un santo o alguna representación de la Virgen María o de Jesucristo, que tuviera fama de ser muy milagrosa. Llegaban lo más cerca que podían del lugar del incendio, y a sus poderes se encomendaban para que el fuego se extinguiera con prontitud.

Llenos de fe, aquellos frailes oraban en voz alta o arrojaban reliquias a las llamas. Generalmente, tanto fervor no bastaba para apagar los incendios, que, no bien eran detectados, ponían en movimiento a todos los habitantes de las cercanías, entre los que no faltaban los inevitables mirones y curiosos que “por ver”, lo mismo se acercaban que buscaban acomodo en algún balcón cercano, por no perderse el curso de los acontecimientos.

Los novohispanos estaban acostumbrados a tenerle respeto al fuego. La mayor parte de los incendios de aquellos tres siglos ocurrieron en comercios, en templos y hasta en el mismísimo Palacio Virreinal.

En las casas de los súbditos de a pie, la costumbre dictaba esas pequeñas precauciones que hacen la diferencia entre la vida y la muerte: bien se cuidaban de apagar las velas con que se iluminaban y en las cocinas, al terminar la jornada, las brasas de los fogones se cubrían con ceniza.

Si se trataba de cuidar a un enfermo por las noches, no era raro que la vela que quedaba encendida se colocara en una palangana con agua.

Pero los espacios de la vida pública eran otro cantar. Una chispa, por menor que fuese, podía desatar el infierno. En la Plaza Mayor, nuestro Zócalo, los comercios y cajones de ropa que ocupaban buena parte del enorme lugar, estaban hechos de madera, y no era infrecuente que ocurrieran accidentes.

En el siglo XVII ocurrieron algunos incendios de gran magnitud que se quedaron grabados en la memoria del pueblo, que se enteraba por los repiques de las campanas de los templos. Hasta la mismísima Catedral participaba en ese mecanismo de alerta, como ocurrió en 1692, cuando por los repiques de nuestra Catedral la ciudad se enteró que se quemaba el mesón de la calle de Porta Coeli.

Era febrero de 1642 cuando se incendiaron las casas que pertenecieron a Hernán Cortés, en lo que hoy es el Monte de Piedad. Soplaba un fuerte viento que avivó las llamas y pudo ser peor porque en las cercanías, según se supo, un contrabandista tenía oculta una importante cantidad de pólvora.

Quienes hoy pasen por el exconvento de San Agustín, en la calle de Isabel la Católica, bien podrán imaginarse el terrible fuego que se desató en el lugar en diciembre de 1676, la víspera de la fiesta de la Virgen de Guadalupe. El templo estaba lleno de fieles que asistían a los oficios de las 7 de la noche. Todos se apresuraron a salir, muertos de miedo, al ver cómo el fuego avanzaba en la iglesia. El susto creció cuando vieron abrirse paso entre las llamas al capitán Juan de Chavarría y desaparecer dentro de San Agustín. El horror se transformó en asombro cuando vieron salir ileso al caballero, que llevaba en las manos la rica custodia de oro que guardaba las hostias consagradas.

Uno de los peores incendios que vivió la capital novohispana ocurrió el 8 de junio de 1692. Fue una de las consecuencias del famoso tumulto de aquel año, originado en un pleito en la alhóndiga de la ciudad. Un grupo de indios, hombres y mujeres, llegaron a la Plaza Mayor cargando el cadáver de una india que había sido muerta a palos, dijeron, por un mulato y un mestizo que estaban encargados del reparto del maíz. Se dirigieron al Palacio Arzobispal, en lo que hoy es la calle de Moneda, para elevar sus quejas. Pero como el arzobispo no estaba, los guardias los echaron. Iracundos, los indios corrieron al barrio de San Francisco Tepito, donde estaba la gobernación de los indios de Santiago Tlatelolco. De aquel grupo se desprendió otro que decidió manifestar su descontento apedreando las puertas y los balcones del Palacio Virreinal.

Los alabarderos de Palacio hicieron frente a la ofensiva. Pelearon con los indios y los hicieron retroceder hasta el cementerio de la Catedral, pero allí aparecieron muchos otros indios. A los alabarderos no les quedó otra que regresar a Palacio y bloquearles el paso cerrando la puerta. A los indios indignados no les pareció obstáculo, y le prendieron fuego. Eran las 6 de la tarde de aquel domingo, y ya habían incendiado todas las puertas de Palacio.

El fuego ganó terreno. El arzobispo iba llegando a la Plaza Mayor, y en la batahola le descalabraron al cochero. El virrey, el conde de Galve, que estaba de visita en el Convento de San Francisco, fue enterado del tumulto, pudo reunirse con su familia y mandó gente a ver qué le rescataban de sus posesiones.

El fuego pudo controlarse gracias a la entereza del abad de San Pedro, don Manuel de Escalante, que también era tesorero de la Catedral. El clérigo tomó el Santísimo Sacramento y caminó por la Plaza hacia el Palacio, cuya fachada era devorada por las llamas. Los indios devotos se le acercaron y Escalante, desde un balcón, los llamó a que apagaran el fuego.

Jesuitas y mercedarios fueron llamados para que tranquilizaran a los indios que aún estaban empeñados en quemar el Palacio, cosa que lograron, aunque se sabe que uno que otro jesuita recibió alguna pedrada.

Poco a poco, volvió la calma. El reporte era terrible: el fuego había dañado numerosas oficinas de Palacio, la alhóndiga, las casas del cabildo y 280 cajones —comercios— de la Plaza. De la parte del Palacio que era la casa del virrey, quedaba muy poco, y hasta la sala del real acuerdo había sido tocada por las llamas.

De aquel memorable incendio, el mayor mérito, que todavía hoy se le reconoce, se lo llevó el sabio don Carlos de Sigüenza y Góngora, que rescató numerosos documentos antiguos, “lo mejor del archivo”, a riesgo e su propia vida. Quizá en aquellos tiempos no fue tan evidente el heroísmo de Sigüenza, pero en los años que siguieron la Nueva España que después se volvió México, siguieron agradeciéndoselo.

Con el correr de los años, la Nueva España intentó aprender a lidiar con los incendios. Pero faltaba la llegada de los virreyes modernizadores para mejorar ese aprendizaje.

...

(Continuará).

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