
A las pocas horas de haber desembarcado en el puerto de Veracruz, el 3 de agosto de 1821, don Juan de O´Donojú se dio cuenta de que muy poco había que hacer en la Nueva España, respecto del encargo que le había confiado el testarudo de Fernando VII. En el curso de unos pocos meses, con negociaciones muy pragmáticas, Agustín de Iturbide había configurado una fuerza de consideración: la trigarancia, con peso militar y político, puesta al servicio de la causa de independencia. Se enteró del pacto entre Iturbide y el líder insurgente Vicente Guerrero, y llegó a la conclusión de que la independencia del reino era un hecho.
O´Donojú se había ganado en España el respeto de muchos, en su calidad de combatiente contra los invasores franceses. Por esa causa había sufrido prisión tortura y maltratos indecibles. De hecho, iba muy, muy enfermo, y, cuando asumió el encargo de Fernando VII de irse a América, sabía muy bien que su estancia como hombre vivo sería más bien corta, y que sus huesos descansarían en algún templo de la Nueva España. Tal vez por eso, estaba cierto de que no tenía mucho que perder asumiendo el estado de cosas que encontró al llegar a Veracruz. Así, se decidió a escribir a España: explicó la realidad y, como liberal que era, subrayó: “Nosotros mismos hemos experimentado lo que sabe hacer un pueblo cuando quiere ser libre”. No había más qué hacer.
Como O´Donojú había asumido su alto cargo -ya no virrey sino jefe político superior y capitán general de Nueva España, señal de que alá también cambiaban algunas cosas- con el ceremonial correspondiente, emitió una proclama dirigida a todos los habitantes del reino. En ella reiteró sus ideas liberales y ofreció conciliar los intereses de españoles y americanos. Luego, escribió a Agustín de Iturbide, proponiéndole un encuentro, donde el llamado Dragón de Fierro eligiera.
Así empezó el trecho final de la ruta hacia la consumación de la independencia. O´Donojú lo sabía bien: eso que durante tres siglos se había llamado Nueva España, y era la joya de los virreinatos de España, era, con cada hora que pasaba, menos presente y cada hora más un recuerdo. Pragmático, el héroe de guerra español dejó de mirar hacia atrás, y asumió los hechos consumados: se encontraba en una nación independiente de hecho, que empezaba a construir su futuro.
“DESATAR SIN ROMPER”
Hay oportunidades que se sirven en bandeja de plata. El mensaje de O´Donojú era una de esas, y Agustín de Iturbide la detectó de inmediato, de manera que se apresuró a responder. Sí, se encontrarían en los mejores términos. El sitio elegido fue la ciudad de Córdoba.
Acompañado por el coronel Antonio López de Santa Anna, Iturbide se dirigió a Veracruz. Llegó a Jalapa, y el 23 de agosto se trasladaron a Córdoba. Al día siguiente, tuvo lugar aquel trascendente encuentro.
El acuerdo fue rápido, claro, sin rispideces. Ambos hombres, el español y el criollo novohispano tenían en común el talento negociador y el pragmatismo político. Así, decidieron firmar y proclamar lo que se conoce desde entonces como Tratado de Córdoba, donde, técnicamente se terminaba la guerra de independencia, y se acababa la relación virreinato-metrópoli.
O´Donojú aceptó los términos del Plan de Iguala, lanzado por Iturbide en febrero anterior, y suscribió el acuerdo, dijo, “desatando sin romper, los vínculos que unieron a los dos continentes”.
¿Qué dicen los Tratados de Córdoba? Se reconoce a la Nueva España como un imperio independiente, con un gobierno monárquico constitucional. La corona seguía ofreciéndose a Fernando VII, y si no aceptara, se ofertaría a otro integrante de la casa real. Si esa posibilidad tampoco se concretaba, las Cortes del nuevo Imperio Mexicano designarían al emperador, que establecería su corte en tierra de México. Mientras la nueva nación tenía emperador, se designaría una junta gubernativa provisional, compuesta por “los mejores hombres del Imperio”. Se ratificaron los principios del Plan de Iguala y se eliminaron todas las distinciones a partir del origen étnico de los habitantes del nuevo país.
Toda esa parte del proceso había salido impecable, a los ojos de O´Donojú e Iturbide. Pero a las autoridades españolas que seguían resistiendo el embate de la trigarancia, la actitud de O´Donojú les pareció una traición, y desconocieron su autoridad. Se movilizaron y ocuparon varias plazas: la ciudad de México, el fuerte de San Diego, en Acapulco, y dos fortalezas: San Carlos de Perote y San Juan de Ulúa, ambas en Veracruz.
Poco a poco, los españoles irían perdiendo las posiciones. La última en caer sería San Juan de Ulúa.
LA RESISTENCIA FINAL
En la ciudad de México, las cosas eran complicadas. En julio anterior, el virrey Juan Ruiz de Apodaca había sido destituido por un grupo de militares españoles de alto rango, que habían colocado como autoridad política interina al mariscal de campo Francisco Novella, que nunca tuvo el cargo de manera oficial.
No bien se enteró de los sucesos de Córdoba, Novella se negó a reconocer los Tratados firmados por O´Donojú, y mucho menos a reconocer la independencia como un hecho consumado. En respuesta, el ejército Trigarante sitió la capital. Vicente Guerrero y Nicolás Bravo comandaban las tropas que cercaron la ciudad.
Acorralado, Novella empezó a mirar las cosas de otra forma. Objetivamente, ya no tenía posibilidades de resistir y mucho menos de recuperar el orden virreinal. O´Donojú aprovechó la oportunidad: echó en cara a Novella el hecho de que había llegado al poder mediante un golpe de Estado, y le exigió reconocer su autoridad.
Los tres hombres se reunieron, el 13 de septiembre en la hacienda de La Patera, cercana a la Villa de Guadalupe. Ahí conferenciaron y se determinó la suspensión de hostilidades y combates. La última batalla de la guerra de independencia se había librado, poco antes, en Azcapotzalco. Dos días después, Novella, derrotado y sin margen de maniobra, reconoció a O´Donojú como máxima autoridad de la Nueva España, y se vio en la obligación de acatar los acuerdos firmados en Córdoba por el nuevo capitán general del reino, asumiendo la independencia de México.
Se extendió la última orden: la retirada española de las plazas que todavía mantenían. Siguiendo las instrucciones de O´Donojú, esas tropas se concentraron, de manera pacífica, en el puerto de Veracruz.
Iturbide y O´Donoju terminaron de ponerse de acuerdo: el español sabía que no había vuelta atrás para él, y que, si apreciaba lo que le restaba de vida, jamás volvería a España. Y con razón: no bien se enteró Fernando VII de la negociación de Córdoba, montó en cólera; las Cortes españolas declararon traidor y fuera de la ley a Juan e O´Donojú, quien, por otro lado, no se preocupó demasiado por esa parte de la vida. Había pactado con Iturbide los últimos detalles de la proclamación de Independencia. Él se adelantaría a la ciudad de México, y ahí recibiría la entrada triunfal del Ejército Trigarante. Después, Dios diría.
Los únicos tercos, empecinados en resistir, eran los pocos españoles atrincherados en el fuerte de San Juan de Ulúa. Ahí se quedaron, según ellos resistiendo, hasta 1825. Pero eso es otra historia.
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