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Mala, malísima: la Bejarano, asesina de mujeres

El Chalequero produjo pánico, pero también morbo: como sus víctimas fueron mujeres pobres, orilladas a la prostitución por la miseria, el asesino no dejaba de producir esa extraña mezcla de conmiseración y horror que las buenas conciencias porfirianas no vacilaban en considerar un gesto condescendiente para con aquellos seres menos afortunados. Pero Guadalupe Martínez de Bejarano, fue considerada una fiera salida de las entrañas del mismísimo infierno.

La Llorona
La Llorona La Llorona (La Crónica de Hoy)

El ideal de las mujeres porfirianas era, se sabe, el de aquellas mujeres dulces, discretas, ángeles del hogar, llenas de buenos sentimientos porque eran cabezas de familia, madres obligadas a formar nobles caballeros y honestas damas; los habitantes de ese México porfiriano que aspiraba a ser una más de las naciones civilizadas de la tierra. Por eso, la aparición de Guadalupe Martínez de Bejarano, conocida despreciativamente como “La Bejarano”, causó horror, como el Chalequero. Pero no fue el suyo un fenómeno de atracción por el mal. A la Bejarano, matadora de mujeres y de niñas, todo México la odió.

Porque esa mujer no era un ser humano: era una gárgola, una furia salida del infierno. No podía ser que una mujer albergara en su alma tan malos y oscuros sentimientos; que no le produjera horror la sangre y que, en cambio, se complaciera en herir a sus semejantes. Y no era cosa de lastimar con regaños, con malas palabras, con malos modos, con un golpe repentino. No: a la Bejarano le gustaba ver sufrir a sus semejantes; le gustaba lastimarlas físicamente, le encantaba producir miedo en el objeto de su agresividad. Muy probablemente, en la actualidad la habrían llamado sicópata.

Pero en 1891, cuando criminólogos como Carlos Roumagnac, estaban entrevistando asesinos y criminales, en un esfuerzo por entender los oscuros orígenes de los asesinatos y la delincuencia, las maldades de la Bejarano despertaron la indignación popular contra aquella viuda que, a la hora de que los horrores que ocurrían en su casa se hicieron públicos, ni su propio hijo la quiso.

Todo México celebró cuando se supo que la Bejarano había sido sentenciada a diez años de prisión en la muy horrible cárcel de Belén de la ciudad de México: Aquella escuela del crimen, dijo la gente, era lo menos que se merecía aquella asesina y maltratadora. ¿Cuál era su crimen? Torturar y luego matar a una niña llamada Cresencia Pineda.

Indignadas, las autoridades hicieron efectiva otra condena que la malvada mujer traía arrastrando: en 1997 había tratado de la misma forma a otra muchachita, Casimira Juárez.

¿Cómo fue que libró la cárcel en 1887? Nadie lo sabía. ¿ Acaso las autoridades se habían condolido de aquella viuda? Es posible. Pensaron, quizá, que la mujer había obrado por exasperación, por hartazgo con la muchachita que servía en su casa, que tal vez un arranque de ira echó a perder la sana convivencia entre ama y sirvientita.

Pero cuatro años después, no había lugar a dudas: la Bejarano era muy mala, estaba loca; se solazaba en herir, en maltratar y en matar. No podía ser una mujer normal.

Los porfirianos miraban con desconfianza y con recelo a las mujeres del pueblo: la miseria, sin duda, las inclinaba al mal, a la delincuencia, a la agresividad. Muchas de ellas, desesperadas por la pobreza, por los amores fracasados que les dejaban niños no deseados, a veces recurrían al aborto o mataban a los recién nacidos. Los periódicos de la época abundan en esas historias. Peor que ser ladrona o ser agresiva, o matar a la pareja por un pleito de pasiones mal encauzadas, era agredir niños.

Matar infantes, propios o ajenos era una de las cosas que más repugnancia causaba a los porfirianos: eran tan horrendos, que la prensa las mencionaba poco y siempre con desprecio. Sus crímenes tampoco eran material de literatura. En cambio, las fechorías de las mata niños estaban en las hojas sueltas que circulaban por las calles, que costaban una bicoca y que se vendían como pan caliente.

Por eso no deja de llamar la atención que el principal retratista de la malvada Bejarano fuese, nada menos, que José Guadalupe Posada y el editor Antonio Vanegas Arroyo y sus colaboradores. Convertidos en un equipo formidable de productores de hojas sueltas, Vanegas y compañía explotaron a placer los horrores cometidos por la Bejarano y otras mujeres que llegaron a asesinar niños y fueron atrapadas.

A la Bejarano, el equipo de estas hojas sueltas la llamaron “la mujer verdugo”, y se dijo de ella que “había cometido el crimen más inhumano”. Hasta corrido le escribieron:

¡Atormentar a una niña teniendo tan corta edad!

Esto es inicuo, infamante, Incapaz de descifrar,

Una gente de esta especie es aún peor que los salvajes,

Peor que las fieras sin alma

Que se alimentan con la sangre.

¿Pues qué hizo esta mujer? De la Bejarano se dijo, y así la dibujó Posada, que quemaba a las niñas con cigarros ardientes, que les cosía la ropa a la piel. Les quemaba los pies o ls sentaba en las hornillas de la estufa, o en el brasero.

Se contó que las colgaba de una reata colgada del techo, les quitaba la ropa, y las golpeaba con una cuarta o con un fuete.

Carbones encendidos, cigarros, estufas; todos esos objetos convertidos en instrumentos de tortura, aparecieron en las hojas de Vanegas y Posada. Siempre, la Bejarano era representada como las brujas de los cuentos: fea, muy fea; cruel y siempre riéndose del sufrimiento ue provocaba.

Denunciada por los parientes de las muchachitas muertas, y, aparentemente por su hijo, se le apresó sin mayores trámites. En el camino se dieron cuenta las autoridades de la clase de fiera con la que trataban. El chisme corrió por la ciudad: cuando se le trasladó a la cárcel de Belén, donde también se le juzgó, llovieron piedras sobre el carruaje, y hubo un intento de linchamiento: la ira popular decía a gritos que la Bejarano no merecía vivir.

Durante el juicio, se llamó a su hijo Aurelio, para carearlo con la criminal. Echando lumbre por los ojos, la mujer se encaró con el hombre: “esta acusación que sobre mí has lanzado hará que concluya mis días en prisión, pero nada diré acerca de su falsedad, te perdono… Dios tendrá en cuenta el sacrificio que hago para que tú te salves….” La mujer intentaba dejar clavada la espina de la desconfianza en las autoridades, pero el horror que inspiraba ella, y probablemente la habilidad del joven Aurelio, hicieron que todo el horror se concentrara en la viuda, que sin más preámbulos fue declarada culpable y sentenciada a quedarse en Belén.

Como no veía que ocurriese algo en el alma de los jueces, la Bejarano se atrevió a más: “¿Quién sabe?” -lanzó. “¿No serías tú, Aurelio, el que golpeó a Cresencia, y ahora me achacas a mí tus obras?”

Pero nada pasó: era más el horror que inspiraba la violenta mujer que la sospecha que pudiera lanzar contra el joven Aurelio.

La llevaron al departamento de mujeres de Belén, y ahí estuvo a punto la Bejarano de morir asesinada por sus propias compañeras de reclusión. Lo dicho: no había nada peor que ser mujer y tocar a un niño o a una niña.

Vanegas Arroyo se dio vuelo con la historia de la Bejarano: en ese 1891 y todavía en 1892 produjo varias hojas sueltas que seguían el caso y que hicieron las delicias de la gente, ávida de seguir el sangriento caso.

Así, se produjeron “El crimen de la Bejarano” ( 1892), “El linchamiento de la Bejarano” ( 1892), “Guadalupe Bejarano en las bartolinas de Belén” (1891). Se hizo una hoja del juicio llamada “Careo entre la mujer verdugo y su hijo” (1892); hubo otra llamada “ Martirio de una niña” y, desde luego, “¡Espantoso crimen nunca visto! iiMujer peor que las fieras!! Una niña con la ropa cosida al cuerpo”. Todos de los mismos autores y el mismo grabador.

Ironías: si bien es cierto que el caso de la Bejarano está sepultado en las montañas de papel periódico de las hemerotecas, es bien sencillo conocer a la asesina; basta con rastrear la obra de Posada, y ahí está; fea, malvada, muerta de risa por los horrores que comete, impresos en blanco y negro. Tuvo suerte de que la retratara uno de nuestros grandes artistas, que no sabía que la estaba convirtiendo en un ser inmortal, símbolo de la maldad.

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