
Parada en la azotea de su casa, María Consuelo se teje una trenza negra mientras mira el pasto verde de un campo de beisbol vacío. Vive sus últimos días en la Ciudad de México, pronto se irá a vivir a la frontera sur.
Todas las noticias hablan de la epidemia de COVID-19 y hace mucho que nadie juega en el Deportivo Tranviarios, junto a la avenida Municipio Libre, en Iztapalapa. Absorta en sus pensamientos, la maestra en Neuropsicología, dueña de un par de ojos que cambian con la luz desde el color café claro hasta el verde, pasando por un tono parecido al amarillo oscuro, piensa en la vida que está por comenzar: por fin llegó su oportunidad para hacer investigación sobre niños con espectro autista. Podrá ir a donde le lleva su pasión intelectual, su ruta personal.
Sentado a la izquierda de María, escribo bocetos y viñetas de la ciudad vacía por la pandemia. Ella teje su trenza negra y gira la cara hacia mí para exhibir ese fenómeno óptico-biológico: su cambio de color.
— Si nos hubiéramos conocido antes de la pandemia ¿A dónde me hubieras llevado?—, me pregunta.
— A mí me gusta mucho un lugar que se llama Rojo, en avenida Parras; pero si tuviera más dinero nos vestiríamos bien guapos y te llevaría al francés que abre 24 horas, el Au Pied de Cochón—, le digo sin desperdiciar ningún segundo disponible para mirarla.
Llevamos siete días de encierro; esto es un curso exprés de convivencia conyugal. Hace 30 días no nos conocíamos. Nos encontramos por primera vez en un camión que nos llevaba al mismo pueblo donde viven nuestras madres. Después inició una secuencia de hechos extravagantes, misteriosos e ingobernables. Ahora somos como esposos, pero dentro de 15 días ella se va a vivir a la frontera sur.
—¿Y no te irías conmigo a Chetumal?— Pregunta la pequeña mujer que lee novelas de misterio, toca el piano, escucha discos de Pink Floyd y prepara ginebra con pepino, limón y hielos. Es conocido que ella le va a los Pumas, pero yo entiendo que nadie es perfecto en esta vida. Yo le voy al Cruz Azul.
— Pues, sólo me iría a Chetumal si Crónica me mandara como corresponsal para la frontera sur… Aunque también he pensado que cuando deje el periodismo me gustaría poner una frutería—, le digo.
— ¿Una recaudería?—, revira.
— Sí, eso, un lugar que sea frutería y verdulería… y hasta pollería.
María Consuelo sonríe y enciende un cigarrillo Marlboro rojo mientras mira los campos vacíos del Deportivo Tranviarios, desde la azotea de la casa que fue de sus abuelos paternos, de su papá y ahora de ella, la neuropsicóloga experta en espectro autista que quiso hacer investigación científica en la Ciudad de México, pero a quien el sistema no respaldó. Por eso, mejor se va de la Ciudad.
Mientras las aves se acomodan para dormir, pasa la bicicleta de un vendedor ofreciendo productos. Temprano pasó el vendedor de fruta, luego el de la pollería y ahora el de los tamales. Aquí casi no anda gente por la calle. Hasta el negocio más popular de la colonia Banjidal, que es una pozolería que da trabajo a 35 personas, ha cerrado desde hace dos semanas.
— Entonces ¿Para cuándo es tu boleto?— indago, agradecido por la buena ventura de poder pasar tantos días a solas con ella. Afuera se expande la epidemia más grave de los últimos 100 años; la economía mexicana se desploma; no existe certeza de quiénes mantendrán su trabajo y quienes no… Pero yo floto en una esfera indestructible, sé que estoy enamorado de María, su trenza negra y sus ojos que cambian de tres colores.
— Mi boleto es para el 2 de mayo, a las dos de la tarde. La mudanza se va el 30 de abril y yo me quedaré una noche con mi amiga Isabel—
— ¿Por qué no te quedas en mi casa?—
Ella sonríe, se acerca y se recarga en mi pecho. Adentro, mi corazón late como un pájaro dormido en su nido. Quisiera decirle que se quede, que no me deje, pero no tengo palabras: además sé que cuando la epidemia pase, volverá el vértigo del periodismo, sus agendas, citas, carreras, cierres de edición o, como dicen los gringos, Deadline. Hoy, gracias a la epidemia, mi carrera cotidiana se ha detenido. Me siento egoísta porque todos viven angustia y yo no quiero que esto termine.
El teléfono de María Consuelo suena y ella se aparta a la otra esquina de la azotea. Yo miro hacia el norte, donde están los patios para trolebuses. En ese terreno gigantesco no paran de entrar y salir grandes vehículos verdes y azules para pasajeros. Guardo silencio; agradezco el aire más limpio que he respirado en la ciudad desde hace años; gracias a la epidemia.
—Cancelaron las contrataciones en Chetumal. Ya no me puedo ir— dice la diminuta criatura femenina con unos ojos brillosos, que no lloran, pero sí quisieran llorar.
Yo la abrazo y trato de ser cálido, sereno. Desde la azotea miro la ciudad desierta por la epidemia. Siento a María Consuelo estremecerse entre mis brazos. Pasaremos más tiempo juntos. Me siento culpable: en toda esta epidemia, el único feliz soy yo.
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