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Maximiliano y Carlota: amores que se volvieron humo

Durante más de medio siglo, Carlota, princesa de los belgas, alguna vez emperatriz de un país lejano, vivió recluida en la tierra de sus mayores. Los demonios de la afección mental que torció su razón y sus ambiciones, parecían haberla dejado en paz; no la atormentaban. Informes, cartas y comentarios de quienes la rodeaban, la describen melancólica, reflexiva. A medida que pasan los años, se acaban las crisis de exaltación. Pero se diría que, junto a aquella mujer, el fantasma del hombre con quien se casó, permanece y la acompaña. Pero nunca termina de quedar claro cuál es el dolor más grande que sigue agazapado en el corazón de la princesa que va convirtiéndose en una anciana: la muerte de Maximiliano, fusilado, o el derrumbe de su proyecto imperial.

Maximiliano y Carlota: amores que se volvieron humo

Maximiliano y Carlota: amores que se volvieron humo

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Carlota de Bélgica, Carlota de México, habló, durante sesenta años, desde el pozo oscuro de la locura: “No ponga atención, señor. Sí, desvarío. Sí, señor. Ya estamos viejos, estamos tarados, estamos dementes; la loca siempre está viva. Señor, está usted en casa de una loca”. Pero en medio de su delirio, hay cosas que perviven. Entre ellas, el amor. Un amor que, hasta la fecha, los habitantes del siglo XX y XXI ponen en duda; un donde las conveniencias y necesidades de uno se amalgaman con los sentimientos de la otra, y tejen una trama que tiene mucho de tragedia; donde nadie tiene lo que desea y donde no hay un final feliz. Ese es el gran drama de la historia amorosa de Maximiliano y Carlota.

Parecían tenerlo todo, sin salir de Europa. Y, sin embargo, ella, educada para gobernar, no soñaba con quedarse el resto de su vida en Miramar. El tiempo vivido en el Lombardo-Véneto como virreyes no había terminado bien, y el disimulado fracaso no dejaba de dolerles a ambos. El cuñado de Carlota, el emperador de Austria-Hungría, Francisco José, no confiaba totalmente en su hermano Maximiliano, quizá demasiado liberal como para ser el hermano de un monarca. La gana de construir; de hacer vida propia, sin la intervención de la familia real austrohúngara, era un aguijón que le restaba placidez a la vida en el castillo de Miramar.

Por eso, aquella visita, en 1863, de una comisión de personajes que decían venir en representación de todos los habitantes de México, a ofrecerles la corona de un imperio que en los hechos comenzaría a existir no bien pusieran ellos un pie en esas tierras. Aunque Napoleón III, el emperador francés tenía tropas invadiendo territorio mexicano desde 1862, su proyecto de ampliar su influencia más allá de Francia, no florecería en América si no había un polo de poder vinculado al suyo. Y ese polo, esperaba el monarca, sería el nuevo imperio mexicano. La famosa comisión de conservadores monárquicos mexicanos que visitaron a Maximiliano y Carlota en Miramar, iban alentados por el beneplácito de Francia. Era la oportunidad que esperaba la pareja: era la posibilidad de trascender, de labrarse su propio prestigio, de ejercer el privilegio de gobernar reservado a las testas coronadas, no a los hermanos menores, por muy archiduques que fueran, o a las princesas con hermanos varones, por muy talentosas y educadas que fueran. Era, también, la oportunidad de marcar otra etapa en su relación.

México significaba mucho, muchísimo: amor, poder, y el paso a la historia.

LA VIDA EN MÉXICO. De entre las numerosas historias de amor que se entreveran con la historia de México, quizá la de Maximiliano y Carlota sea una de las que más páginas ha producido, y una de las cuales ha generado más especulaciones: que sin el archiduque se había casado por dinero y la princesa por amor, que si Fernando Max seguía amando a la princesa Braganza, enterrada en la isla de Madeira. Con el correr de los años, incluso se ha aventurado la hipótesis de un Maximiliano homosexual que, por lo tanto, poco interés tenía en fortalecer sus vínculos sentimentales con su esposa. Pero como ocurre en todas las historias de reyes y reinas, al amor siempre se le atraviesa la razón de Estado: haya o no haya amor, las necesidades de un gobierno influyen en la toma de decisiones. Y, además, están las ambiciones personales, que propician las más diversas negociaciones y acuerdos.

No podemos atisbar en la sinceridad o la profundidad de los vínculos que Maximiliano y Carlota tenían entre sí. Sin embargo, sí sabemos que llegaron a México a fines de mayo de 1864, y que intentaron con tesón, hacerse mexicanos. Ambos hablaban fluidamente el español, estudiaron cuanta obra conocían acerca de la naturaleza del que pensaban sería su nuevo hogar, y aunque en la correspondencia que intercambiaron cuando uno u otro hacían viajes por el territorio nacional se percibe un trato cordial y cariñoso, muy pronto fue comidilla de los cortesanos y de sus críticos republicanos, que las relaciones entre los monarcas no eran del todo armoniosas y que no hacían vida marital. En tales circunstancias, el imperio mexicano, montado a la fuerza en una república liberal que resistía la invasión, no era sino un sueño, una endeble ambición, que se consolidaría únicamente si existiese un heredero.

UN HEREDERO, UN HIJO. Surgen los chismes. En agosto de 1864, en el tránsito de San Juan del Río a Querétaro, le piden al emperador que apadrine en la pila bautismal a un bebé, un indito huérfano del poblado de Humilpale. Como Maximiliano ya había hecho lo mismo con pequeños de la ciudad de Orizaba, accede. Dispone que el pequeño sea bautizado al día siguiente, y sea confiado al cuidado de un médico queretano, el doctor Licea. El gesto del emperador desata un mar de especulaciones: ¿para qué quiere bautizar a un indito? De inmediato, la falta de un heredero se vuelve detonador de los chismes: lo que querría el emperador es adoptarlo y llevarlo con él a la ciudad de México. Los exagerados hacen su tarea: tener un príncipe indígena sería un magnífico gesto, con el que el emperador estaría pretendiendo acercarse aún más a su nueva nación.

Así, pues, el 19 de agosto, según las instrucciones de Maximiliano, el pequeño fue bautizado, a todo lujo, con los nombres de Fernando Maximiliano Carlos María José. El pequeño fallece a los tres días. El emperador escribe sobre el suceso a los 10 días del asunto, desde Irapuato: le habían “regalado” al niño, y mandó que se le bautizara. “…más tarde lo mandaré venir a México”. Pero nunca pensó en inventarse un principito indígena.

Sí pensó, en cambio, en la urgencia política de un heredero. Se había comprometido a designar un heredero al trono, en el plazo de tres años, en caso de que para entonces no tuviese hijos. En 1865, el emperador estableció con la familia de Agustín de Iturbide, que navegaba por la vida con bandera de “príncipes”, que, en caso de que la emperatriz no tuviese hijos se adoptaría como príncipe heredero al nieto más joven de la familia: un pequeñito de apenas dos años, llamado Agustín de Iturbide y Green.

La familia Iturbide, movida por la ambición y con gana de recuperar glorias pasadas, firmó un acuerdo por el cual recibieron una compensación de 150 mil pesos y no podrían entrar a México sin autorización del archiduque austriaco. El bebé Agustín se quedaría en la corte al cuidado de su tía Josefa y ambos, más el otro chico Iturbide, Salvador, de 14 años, recibirían el título de príncipes.

Existe la hipótesis de que esta “adopción” del pequeño Agustín era realmente una treta de Maximiliano para convencer a su hermano, el archiduque Carlos, de que le cediera a uno de sus hijos para, a él sí, convertirlo en heredero de la corona mexicana.

Pero ni el hermano de Maximiliano se dejó convencer de enviar a México a uno de sus hijos, ni se consolidó la maquinación en torno al pequeño Agustín. Su madre, la estadounidense Alice Green, decidió que no le interesaban las negociaciones de su familia política y exigió que le devolvieran a su hijo, lo que finalmente ocurrió cuando, a fines de 1866 era evidente el derrumbe del imperio.

HISTORIAS DE INFIDELIDADES. Si Carlota tomó a mal la alianza con los Iturbide, lo disimuló muy bien. Entendía la necesidad de un heredero. En los papeles que de ella se conservan hay un pequeño poema que alude a un recién nacido muerto, y se ha especulado que en los primeros tiempos de su matrimonio, la princesa belga pudo haber tenido un aborto espontáneo. Pero no hay un solo elemento que de certeza a esta idea.

Más abundantes son los rumores que achacarían el enloquecimiento de la emperatriz a un embarazo producto de una infidelidad. Según esta conseja, Carlota exasperada por la lejanía de su esposo y los muchos rumores de infidelidades, habría decidido buscar otro amor, y habría salido de México en julio de 1866, llevando en sus entrañas un hijo que no era del emperador. No es sino una hipótesis, según la cual, la angustia provocada por esa circunstancia, aunada al fracaso de sus gestiones políticas en Francia, la habrían llevado a la crisis que le arrebató la razón.

Quienes dan por buena esta especie, señalan el rígido aislamiento en que la emperatriz fue puesta se debió, más que a la locura, al propósito de evitar que nadie advirtiera el embarazo de Carlota y la paternidad de ese hipotético hijo se ha adjudicado al general mexicano Miguel López, que además fue compadre de Maximiliano. Otros se han inclinado por señalar como amante de Carlota al jefe de las tropas belgas venidas a México, el coronel Alfred Van Der Smissen, y bajo este supuesto, se ha afirmado que el niño se convirtió en el general francés Maxime Weygand, nacido en enero de 1867, sin padres conocidos, pero educado en Francia con lujo y esmero, y cuyos estudios fueron pagados por la casa real belga.

Mucho más irreal es la leyenda que afirma que Maximiliano tuvo un hijo varón con Concepción Sedano, apodada “la india bonita”. No hay un solo elemento de prueba, pero es cierto que en la Francia de 1917, un hombre, acusado de ser un espía alemán, y que decía ser Julián Sedano y Leguizamo, fue fusilado. Parece que el personaje, más bien, explotaba algún parecido con el emperador y que se buscaba la vida en el París de principios del siglo XX, impresionando a los mexicanos que vivían en Europa y a los que les encantaba la idea de tener invitado a cenar a un hijo ilegítimo del difunto Maximiliano.

LOS FANTASMAS DEL AMOR Y EL REMORDIMIENTO. No hay pruebas sólidas, ni del desamor brutal, ni de las infidelidades. De lo que sí hay pruebas, es del dolor y del remordimiento que Carlota experimentó, tanto por la caída del imperio como del fusilamiento de Maximiliano.

Sabemos de las intensas crisis y los estados de delirio y paranoia que experimentó al ver cómo nadie en Europa estaba dispuesto a ayudarla para salvar el imperio mexicano. Entre enero y febrero de 1868, incluso, se pensó que había recobrado la razón. Pero solamente fue un estado pasajero. Ese periodo de lucidez coincidió con la llegada a Europa de los restos de Maximiliano, a bordo de la fragata Novara. Solo entonces sus cuidadores, que le habían ocultado la noticia, se decidieron a comunicárselo, pues creyeron que sería mucho peor si Carlota se enteraba por la prensa, pues, dentro de su obnubilación, la joven mujer era una voraz lectora de periódicos.

Al enterarse del fusilamiento de Maximiliano, Carlota fue presa de un profundo dolor. Se abrazó a su cuñada, sollozando, y manifestó la culpa que la embargaba: “¡Ah! ¡Si yo pudiese hacer la paz con el cielo y confesarme!”. Su hermano Leopoldo contó en una carta: “Ha aceptado con un vivo dolor, pero con valor y resignación, la fatal noticia”.

Después, sumida en el delirio, la pobre mujer fue transformando su lectura de los hechos: acabaría considerando que la muerte del archiduque había sido gloriosa, y no dudaba en equiparar la muerte de su esposo con el martirio de Jesucristo en el monte Calvario.

Las familias reales de Bélgica y de Austria-Hungría maniobraron para deshacer los vínculos que suponía el matrimonio de Maximiliano y Carlota. La unión que parecía una historia romántica, se volvió un asunto administrativo: Austria-Hungría devolvió la dote de la princesa. La princesa demente se volvió asunto exclusivo de su país y de sus parientes.

En sus años de reclusión, Carlota tuvo arranques de agresividad, durante los cuales rompía lo que hallaba a mano. Jamás destruyó objetos que tuvieran que ver con Maximiliano o con los días en que a ella la llamaban “emperatriz”. En general, era pacífica y obediente con sus cuidadores. Paseaba por los jardines, pintaba, bordaba y tocaba el piano. En especial, disfrutaba interpretando el himno nacional mexicano.

Pero nunca regresó a la lucidez. Se afirma que mandó a hacer un muñeco que, para ella, era la representación de su esposo muerto, y que se ponía a hablar con él. Desarrolló una manía: cada día primero de mes, insistía en ir al lago cercano al castillo, y meter un pie en la canoa amarrada en el muelle. Nunca explicó qué resorte la movía.

Se murió de vejez, en 1929. México nunca se borró de su memoria, del mismo modo que nunca la abandonó el sentimiento de culpa por su ambición, por la muerte del archiduque, por la debacle del imperio. Pasó sesenta años pagando el precio de su ambición, y de un amor que, aun hoy no sabemos qué tan correspondido fue.