Opinión

Mayo de 1867: cae Querétaro y se derrumba el imperio de Maximiliano

Mayo de 1867: cae Querétaro y se derrumba el imperio de Maximiliano

Mayo de 1867: cae Querétaro y se derrumba el imperio de Maximiliano

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
TEXTO INTRODUCTORIO

Cenizas y poco más era lo que quedaba del segundo imperio mexicano en el mayo de hace 154 años: la ruina financiera, la resistencia republicana y el cambio de planes de Napoleón III de Francia, que tenía intereses más importantes qué cuidar, antes que prolongar su respaldo, financiero y militar, al proyecto monárquico que había llevado a México al archiduque austriaco, desvanecieron los sueños de poder de unos y los de trascender en la historia de otros. No obstante, con los hombres que aún tenía a su lado, el príncipe del orgulloso imperio austrohúngaro resolvió resistir.

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En febrero de 1867, las tropas francesas abandonaron la ciudad de México. Los encabezaba el mariscal Aquiles Bazaine, quien, aparte de cerrar aquel capítulo de su vida en franca disputa con el emperador Maximiliano, se llevaba a su adorada esposa mexicana, Pepita Peña. Pero no tenía mucho más que agradecerle a México, aunque se rumoraba que había hecho una gruesa fortuna vendiendo mercancías de contrabando a los grandes y elegantes almacenes franceses que se habían establecido durante el imperio. Por lo demás, había pasado aquellos tres años, desde que Maximiliano había llegado a México, en permanente tensión y desacuerdo con el archiduque, que llegó decidido a gobernar.

De poco valían los sueños de gloria, pensó probablemente Bazaine, si se pretendían construir a costa de soldados y dinero ajeno. Pero ya no era asunto suyo: los franceses dejaban México, y, era sabido, el viaje emprendido el año anterior por la emperatriz Carlota, en lo que sí era un intento desesperado por convencer a Napoleón III de continuar apoyando al imperio mexicano, no había fructificado. Allá Maximiliano y su mala cabeza, allá Maximiliano y sus ambiciones y buenos propósitos, que no habían bastado para consolidarse como emperador.

Así se terminaba la guerra entre México y Francia, donde, por cierto, la “expedición”, como se le llamaba a aquel asunto, nunca fue muy popular. Pero el enfrentamiento entre el Imperio y la República entraba a su etapa final.

El escenario definitivo fue la ciudad de Querétaro.

EL ÚLTIMO REDUCTO DEL IMPERIO

Bazaine se iba en un momento ya angustioso: unos pocos días antes de la salida de los franceses, Miguel Miramón, a las órdenes de Maximiliano, había sido derrotado en la batalla de San Jacinto y el resultado no podía haber sido más sangriento: quinientos prisioneros habían hecho los republicanos, comandados por el general Mariano Escobedo, de los cuales 200 eran extranjeros. Todos habían sido fusilados en el curso de una noche.

No quedaba dinero en las arcas imperiales, las tropas leales eran más bien escasas. Maximiliano no tenía ya margen de maniobra; ni siquiera condiciones para reunir a un congreso, cuya operación le permitiera buscar una solución honrosa… que, en el fondo, el austriaco sabía muy bien que no existía: las cartas provenientes de Viena, escritas por su madre la archiduquesa Sofía, eran muy claras. Un Habsburgo no abdicaba, no abandonaba, no salía huyendo. Un Habsburgo se moría, luchando de pie.

Así, Maximiliano decidió su destino: resistiría con los hombres que aún creían en él, en una ciudad que todavía le fuera leal. Casi todos eran mexicanos. Apenas quedaba un puñado de europeos, todavía decididos a seguir hasta el fin del mundo, si era necesario, a su kaiser Fernando Max.

Así se empezó a escribir la historia del sitio de Querétaro.

Era 13 de febrero cuando las fuerzas imperiales llegaron a la ciudad. En el trayecto de la capital hacia Querétaro, Maximiliano, montado en su caballo Orispelo, anunció que tomaba el mando de las tropas. La mañana del día 19, avistaron los campanarios queretanos.

El emperador fue recibido con vivas y aplausos. Maximiliano se sintió reconfortado: todavía había súbditos leales en la muy devota Querétaro. Estaba seguro de haber acertado en su elección. Pero, desde la perspectiva militar, se trataba de una mala decisión: rodeada de colinas, era blanco fácil de los bombardeos.

El príncipe Félix de Salm-Salm, aquel aventurero que se había vuelto un cercano colaborador, se lo dijo a Maximiliano: “Es el peor lugar para defender. Todas las casas pueden ser alcanzadas desde las montañas que circundan la ciudad”. Pero Maximiliano no escuchó, y en cambio, se puso a ordenar la estrategia de defensa.

Es cierto, tenía soldados bien equipados, pero no eran muchos, y, por otro lado, las rencillas de otra época perturbaban la organización.

¿Qué ocurría? Pues que Miguel Miramón, a cargo de la infantería, y Leonardo Márquez, jefe del Estado Mayor, no se soportaban: sus rencores databan de la guerra de Reforma, cuando, además de derrotados, habían quedado desprestigiados a causa de la infame matanza en Tacubaya, cuya responsabilidad, desde el lejano 1859, uno y otro se arrojaban a la cara. Maximiliano sabía de aquellos asuntos desde su llegada a México. ¿Pensó que esos rencores personales serían superados? Si lo creyó, se equivocó por completo.

LLEGAN LOS REPUBLICANOS: SITIAN QUERÉTARO

Las fuerzas republicanas comenzaron a concentrarse en torno a Querétaro a mediados de marzo de 1867. De Guerrero, de Michoacán, del Estado de México, poco a poco empezaron a integrar un ejército importante, donde los mandos eran lo mismo abogados que poetas que civiles convertidos en líderes militares a fuerza de fatigas y terquedad. Se preparaban para dar un golpe definitivo.

Puertas adentro, Maximiliano vivía en tensión. Todos los queretanos, que lo querían bien, siempre dijeron que se veía nervioso, que fumaba mucho. Se levantaba en la madrugada para dictarle cartas al buen Blasio, su secretario. Luego, seguía trabajando, por lo menos hasta las nueve de la noche. Los testimonios de esos días lo retratan jugando un poco de billar o de bolos para relajarse y poder dormir.

El 13 de marzo comenzaron los ataques republicanos. Maximiliano instaló su cuartel en el convento de la Cruz.

Se volvió temerario: se paseaba, con su catalejo de almirante austriaco bajo el brazo, en la primera línea de fuego: buscaba la bala que, de una vez por todas lo sacara de todos sus problemas. En algún momento, un fogonazo le quemó parte de la barba.

Querétaro, el último reducto del imperio, resistía con 8 mil hombres comandados por un emperador que más bien tenía ganas de que lo quitaran de sufrir, pero que aspiraba a una muerte honorable.

Eran fines de marzo cuando Leonardo Márquez, al frente de más de mil hombres, logró salir de la ciudad. Se trataba de que intentara traer a la ciudad alimentos y pertrechos, porque el parque se agotaba, la comida escaseaba y los ánimos flaqueaban.

Pero en ese momento empezó el desastre: Márquez jamás volvió, y nunca lograría quitarse la nueva etiqueta, que se sumaba a su sobrenombre, “Tigre de Tacubaya”: nadie recordaría o hablaría de aquel hombre sin anteponer el calificativo de “traidor”.

Sin refuerzos ni alimentos, Querétaro se sumió en la penuria. Los techos del teatro, hechos de plomo, se fundieron para fabricar balas. Las campanas de las iglesias se convirtieron en obuses. Los alimentos se esfumaron y en la ciudad se empezaron a comer a los animales de compañía. Si Maximiliano podía aún comer pan, era porque las monjas de la ciudad echaron mano de la harina que se empleaba para elaborar hostias.

A principios de mayo, los republicanos volaron el acueducto. El agua empezó a escasear y los oficiales comenzaron a notar deserciones. La situación ya era desesperada. Había, tal vez, una oportunidad, pero era necesario romper el sitio. Si lo lograban las fuerzas imperiales se internarían en la Sierra Gorda, donde se harían fuertes, porque el general Tomás Mejía conocía la zona como la palma de su mano, y allí todos le eran fieles. Harían lo mismo con el emperador. Sin embargo, a la hora de la hora, una vez más, Maximiliano dudó. Suspendió la maniobra.

Muchos años después, México se enteraría de la forma en que, realmente, terminó el sitio. El archiduque habló largamente con su compadre, el coronel Miguel López, y le dio instrucciones para negociar la rendición de la ciudad. Era la noche del 14 de mayo. A la una de la madrugada del día 15, Maximiliano se fue a dormir. Tres horas más tarde, las voces llenaban el cielo queretano: los republicanos estaban dentro de la ciudad. Se terminaba el sitio, y con él, el Imperio. Maximiliano despertó a una nueva realidad. Para él, solo quedaba ya el proceso, y el camino, que esperaba corto, hacia la muerte.