Opinión

Melancolías de otros días: el brillo de los bares al nacer el siglo XX

Melancolías de otros días: el brillo de los bares al nacer el siglo XX

Melancolías de otros días: el brillo de los bares al nacer el siglo XX

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Entre el alumbrado público, la proliferación de la luz eléctrica y la aparición de esos armatostes escandalosos llamados automóviles, la capital de nuestro país experimentaba, al morir el siglo XIX, transformaciones importantes. La Reforma liberal la había convertido en una ciudad más laica, que al derrumbar las altas bardas conventuales, había propiciado la apertura de avenidas interesantes y amplias, conviviendo todavía con algunas de las estrechas callejuelas que la originaria traza post-conquista había heredado. El Zócalo, provisto de numerosas bancas para que el paseante se detuviera a recobrar aliento, se adornaba con abundantes árboles y con rosales fragantes.

Era una ciudad más laica, también, porque desde 1860 había dejado de vivir sus horas con el repicar de los campanarios, que marcaban las horas canónicas. En fin, que al despuntar el nuevo siglo, la ciudad de México se afanaba en parecer más cosmopolita, con sus modernas estaciones de ferrocarril, el surgimiento de barrios destinados a ser el hogar de obreros de las nuevas industrias, y el nacimiento de nuevas colonias y fraccionamientos que empezaban a ocuparse por integrantes de una clase social con recursos, y que miraba la expansión de la capital como un signo inequívoco de progreso; en la periferia empezaba a aparecer un nuevo modo de aprovechar el espacio: el centro seguía siendo bajito, lleno de construcciones, cuando mucho, de dos pisos, y ya surgían algunos edificios de tres, ¡de cuatro! pisos. En las nuevas colonias ya se construían los primeros edificios de departamentos: entre tanta novedad, la ciudad cambiaba a ojos vistas.

No era extraño que los espacios para el entretenimiento también se modificaran: los mexicanos seguían siendo aficionados a los toros, a la ópera, al teatro, fuese de postín o de humilde carpa en barriada populosa. La vida no era igual desde el verano de 1896, cuando se hicieron las primeras exhibiciones cinematográficas en el país.

Aquellos cafés que, a lo largo de todo el siglo XIX vieron a civiles y militares connotados conversar, conspirar, enamorarse y escribir en sus mesas, comenzaban a tener fuertes competencias: entre los restaurantes de importación, de los cuales había muchos más que en otros tiempos, y los bares de nuevo cuño, la vida literaria se buscaba nuevos espacios, con la condición de que, como en los envejecidos cafés, hubiese buenas bebidas, excelente cocina, y mucha paciencia para tolerar y semiadoptar a la clientela de hábitos bohemios y costumbres literarias, muchas veces habituados a vivir de prestado o con dos pesos en el bolsillo. Eran los bares, damas y caballeros, uno de esos espacios donde recalaba la mayor parte de los caballeros que se permitían el lujo de gastar un par de horas en caminar las calles más elegantes de la ciudad, y luego acomodarse para beber unos tragos y probar buena comida.

Eran días en que el tiempo corría a una velocidad que nos cuesta trabajo imaginar: menos obsesionada por la inmediatez, menos agobiada por la prisa. En un bar, las horas pasaban en una indolente espera de los regalos del azar.

UN INVENTO NORTEAMERICANO. Para los que vieron proliferar los bares y procedieron a aclientarse en ellos, esos nuevos establecimientos eran una invención traída del otro lado del Río Bravo. Eran tan exitosos, que no había cuadra, en la zona céntrica de la ciudad, donde no hubiera dos o tres locales con la misma vocación. Cuadras había donde se podía escoger de entre los bares que ocupaban las cuatro esquinas.

Abrir la puerta de un bar cualquiera era mirar, de inmediato, la barra —“muelle” le llamaban en esos tiempos— atiborrada de clientes, y uno o dos afanosos cantineros preparando cocteles al por mayor. Hay quien cuenta que hacia 1900, era muy demandado el mint-julep, fresco recibimiento para quienes se descolgaban en el bar al filo de las dos de la tarde.

El resto del espacio estaba repleto de mesitas ligeras donde se acomodaban tres o cuatro caballeros, discutiendo, a veces a gritos, comentando el chisme del día o la grilla del momento. Los clientes de los bares de 1900 estaban seguros de que en aquellos espacios se podía hablar con libertad de cuanto tema fuera de interés para quienes se sentaban a beber en aquellas mesas.

¿Cómo no amar aquellos bares, donde todos eran un poco hermanos del alma? Cuenta el escritor Rubén M. Campos que, en uno de aquellos bares de la naciente centuria, nunca se preguntaba quién era aquel señor del sombrero gris o ese otro, tan alto y corpulento. Tampoco había problema si algún cliente se quedaba corto de fondos, porque los cantineros se portaban amables y declaraban que el señor podía pasar a saldar su adeudo al día siguiente. “Ante aquella amabilidad” —aseguraba Campos— “nadie dejaba de ir a pagar lo que había quedado a deber”. De hecho, sacar las cuentas del consumo era muy sencillo: los meseros solían llevar a la mesa del cliente la bebida solicitada en una pequeña bandeja. A la hora de pagar, se contaban las bandejas, y todos tan contentos.

Como fue en los viejos cafés, a la buena bebida tenía que sumarse la buena comida, y entonces era cosa de ver el plato bien servido de ternera al horno, de huachinango a la veracruzana, de pavo al horno, de riñones salteados o de hígado al Madeira, o de lengua a la escarlata o bacalao a la vizcaína.

¿Cómo no iban a sentirse a sus anchas los grandes bohemios de las letras mexicanas? Porque la animación en los bares nunca decrecía; se mecía como las olas de un océano dulcemente apacible: estaban los caballeros que, sin tiempo para correr a comer en casa, se acomodaban para probar dos o tres sabrosuras y volver al trabajo; pero ahí también se daban cita las nuevas generaciones de escritores, dispuestas a pasar las horas al aroma del coñac, del jerez, de la absenta y la cerveza.

Fueron aquellos bares, recordados décadas después con autentica nostalgia, los que acogieron a los artífices de la Revista Moderna: ahí llegaba Bernardo Couto, que apenas pasaba de los veinte años, “y ya hace gala de un incurable tedio de vivir”; ahí se sentaba a beber Julio Ruelas, que no reía ni parloteaba; se sumaba también Ciro B. Ceballos; ellos y otros se agrupaban en torno a Jesús E, Valenzuela, poeta y al que algunos identificaban como “el alma de la Revista Moderna”, porque había pagado la edición del primer número, que estaba detenido en la imprenta, y luego la hizo circular, regalándolo a todos los amigos que se encontraba en el bar.

Aquel grupo de escritores, acaso no suficientemente leídos, se acostumbraron a dividir su tiempo en dos grandes espacios: uno, el entresuelo del edificio de la esquina de Plateros (hoy Madero) y Bolívar, sede montada por Valenzuela para la Revista Moderna; el otro, un bar, preferentemente el Salón Bach, preferido por los alemanes y por los artistas. Otras veces, el bar elegido era el Wondraceck, regenteado por un polaco, Stanislao, cuyo apellido daba nombre al local. Y que era famoso por beberse cinco cocteles al hilo y quedarse tan fresco; y su pavo al horno era tan bueno, que hasta se le encargaba para comelitones en los hogares de la clientela.

Al paso de los años; quienes envejecieron en el siglo XX, añoraron aquellos días, cuando los bares eran el asiento de sueños teñidos de verde, que se volcaban después en la tinta y el papel. Bares llenos de escritores vinieron muchos después: a cada generación le toca construir sus espacios; pero como aquellos, donde el alcohol y la noche eterna despertaba las pasiones de los modernistas, no volvieron a existir.

historiaenvivomx@gmail.com