Opinión

Mi reino por un caballo

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Mi reino por un caballo

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Con enorme premura y con altos costos humanos y materiales, y para mayor frustración, sin resultados concretos, las fuerzas intervencionistas se retiraban de territorio afgano sin gloria, y con pena.  Era 1989, y Unión Soviética se veía en la urgente necesidad de retirar sus tropas de Afganistán, tras una década de ocupación militar. La intervención, pensaba el Politburó, duraría 6-12 meses para salvaguardar el orden comunista conforme a la doctrina Brezhnev. Nadie podría haber supuesto que un par de años después de esa retirada la URSS desaparecería, y que la costosa intervención afgana se cobraría parte del saldo en la desaparición de un país que sólo siete décadas antes había sido fundado. Este conflicto también representó el último episodio de la Guerra Fría.

No deja de ser paradójico que hacia mediados del siglo XX, Afganistán era un país relativamente pacífico, en camino de construir un régimen democrático. Al quedar atrapado por el conflicto ideológico de la Guerra Fría, el rejuego operado por las dos superpotencias principalmente, en su territorio, sentó las bases para el desastre venidero y la persistencia de condiciones para un Estado fallido, que ha anidado grupos terroristas, extremismo religioso, tráfico de drogas, armamento y dinero ilícito, entre otros fenómenos.

Hacia los años setenta se apreciaban los resultados de varias décadas de esfuerzos en favor de la modernización del país, impulsada por el rey Mohammad Zahir Shah, quien accedió al trono en 1933 y hasta 1973 cuando fue derrocado por su propio primer ministro Daoud Khan. La premisa del régimen había sido la de preservar la independencia del país al tiempo de modernizarlo.

Dado que Afganistán se mantuvo neutral durante la Segunda Guerra Mundial, logró establecer buenas relaciones con las potencias triunfantes a su término y buscó un equilibrio en sus relaciones con ellas. El gobierno abrió el país a la inversión extranjera lo que permitió la construcción de infraestructura de comunicación terrestre, aérea y remota; puso en marcha reformas sociales, particularmente en materia de educación. Suele citarse al primer ministro Daoud Khan diciendo que nada lo hacía más feliz que fumar sus cigarrillos estadounidenses encendidos con cerillos soviéticos. Se promulgó una nueva constitución que alentaba las libertades individuales y limitó el poder monárquico alentando la democratización del país.

En 1973, Daoud Kahn se proclama presidente del país y abole la monarquía, con el apoyo de sectores comunistas afganos. Sin embargo, el presidente era de todo menos comunista; el cálculo político lo llevó a esa alianza antinatura. En los siguientes años perseguirá a los comunistas.

El proceso de modernización iniciado veinte años antes proseguirá de la mano de la misma persona que le dio bríos, si bien ahondando las contradicciones políticas y sociales. La más importante probablemente, es que enraizó el germen de la inestabilidad política dada la legitimidad con la que se hizo del poder.  En ese contexto además, el enfrentamiento ideológico de la época se ahondó.  En 1978, el partido democático popular (PDP) depone a Khan y asume el poder el secretario general del PDP, Nur Muhammad Taraki, quien emprenderá reformas de carácter comunista, lo cual a pesar de las buenas intenciones no hizo sino exacerbar las contradicciones y ampliar el descontento generalizado.

En 1979, Estados Unidos cierra su embajada en Kabul y la URSS refuerza su presencia en ese país. En protestas antigubernamentales en la ciudad de Herat, ingenieros soviéticos son asesinados y la represión se ahonda. Taraki es asesinado en 1979 y su correligionario Hafizullah Amin asume la dirección.

Las fuerzas soviéticas deciden intervenir bajo la justificación de apoyar a Amin, aunque en el fondo no simpatizaban con él. Tras el éxito inicial, y muerto Amin, se pone al frente a Bobrak Karmal. Desde luego eso no hizo sino incrementar la violencia y extenderla en contra del gobierno títere y de su patrocinador, pero no se trataba de una guerra convencional sino de una especie de guerra de guerrillas múltiples en el marco de una guerra civil.

Grupos islamistas de diverso cuño entre los que sobresalen los Mujahideen, y otros menores chiítas y maoístas, encuentran identificación en la lucha contra el régimen y la ocupación extranjera, ciertamente más superficial que de fondo, con el apoyo —si bien por razones diferentes— de Estados Unidos, Pakistán, Saudiarabia, Reino Unido y China, entre otros. En 1992, tres años después de la retirada soviética, el régimen del PDP encabezado entonces por Najibullah es derrotado.

Comentaristas de la época equipararon el fracaso soviético al estadounidense en Vietnam. Difícilmente alguien podría imaginar que la comparación histórica respecto de la acción de una potencia extranjera en Afganistán pudiera ser, si bien en distintos contextos históricos, entre la entonces URSS y la superpotencia estadounidense, en retiro apresurado y vergonzoso de ese mismo país treinta años después.

Los soviéticos se quedaron atrapados en Afganistán sin advertir claramente las consecuencias de su intervención, subestimando ampliamente el rechazo que su presencia generaría. La incógnita del momento no era si los Mujahideen tomarían Kabul sino cuánto tiempo tardarían en tomarla.  A veces la historia parece repertirse por otros derroteros.

gpuenteo@hotmail.com