
El poder es una pregunta abierta. Despierta controversias y enfrenta dilemas paradójicos. No hay una teoría única que descifre todos sus enigmas. ¿En dónde reside? ¿Quién lo domina? ¿Cómo se conquista? ¿Por qué cautiva? ¿Cómo se conserva? ¿Cómo se pierde? Diferentes autores y distintos enfoques, de la historia a la antropología, pasando por la psicología, la sociología, el derecho o la filosofía, han explorado las múltiples figuras de la dominación. En la definición clásica, el poder consiste en una relación desigual, piramidal, que entraña el uso de la fuerza. Anthony Giddens enseñaba que “el poder es el control ejercido sobre la actividad de otro mediante la utilización estratégica de los recursos”. Para C. Wright Mills, el problema radica en “determinar quiénes intervienen en las decisiones”.
La obra filosófica de Michel Foucault se apartó de la lectura tradicional de este fenómeno del control político y social. A partir de sus estudios sobre la verdad en el campo de las ciencias humanas, descubre un conjunto de instituciones y conocimientos que están íntimamente conectados con la pregunta por el poder, pero que no está ubicados en los aparatos del Estado.
Para abrirse paso en el análisis de esos extraños puntos de contacto entre saber y poder, el primer paso es dejar atrás el modelo jurídico y el arquetipo del contrato. El Estado no es el centro del poder y tampoco se constituye con un acuerdo entre iguales que fundan una comunidad. Más que una línea vertical de mando, Foucault desnudó una red de relaciones con nudos de resistencia. Descartó las metáforas de propiedad y conquista. Nadie lo posee, nadie lo adquiere. No es un objeto de intercambio, es un estado de conflicto. No es susceptible de ser confiscado o usurpado. Más que un atributo, es una práctica. Se configura como posiciones estratégicas, más que como el ejercicio de la voluntad. No se encuentra en grandes estructuras, ni en gobiernos ni en imperios, no tiene un lugar exclusivo, porque no es susceptible de concentración. Al contrario, se dispersa en todos los nódulos de la red.
Quizá la novedad más importante en su interpretación de cómo funciona el poder es su crítica de la hipótesis represiva. Foucault se atreve a una visión positiva del poder. Más allá de las teorías de la represión, el poder no se reduce a una prohibición o a una obligación. No es tan sólo un instrumento de opresión contra los débiles, los desprotegidos o los vulnerables. Más que una máquina represora, es un dispositivo que actúa de manera creativa. La pregunta debe invertirse. En lugar de “analizar qué nos impide llegar a ser lo que somos, esclarecer cuáles son las relaciones de poder por las cuales somos eso que somos”.
En sus estudios sobre los lugares del poder, Foucault toma distancia de los teóricos del Estado y presenta una reflexión histórica: describe aquellos espacios donde se crean distintas formas de subjetividad: el loco, el alumno, el preso, el enfermo. En todos esos personajes del orden social está inscrito una forma de relación de poder: la disciplina, cuya principal tarea es distinguir lo normal de lo anormal. Porque en el juego de la verdad lo importante no es dónde o cómo se construye lo verdadero, lo crucial es cómo elaboramos las reglas que permiten distinguir lo verdadero de lo falso.
Mientras el discurso ideológico se concibe como la producción de mentiras o engaños, propio de la retórica de los poderes dominantes; la lucha en su contra radica en defender la verdad. Foucault critica también esa dualidad. En sus libros como la Historia de la Locura, Vigilar y Castigar, El nacimiento de la clínica y La historia de la sexualidad, advierte cómo el poder produce saber y verdad. Crea modos de subjetividad. “Si el poder fuese únicamente represivo, si no hiciera nunca otra cosa más que decir no, ¿creen realmente que se le obedecería?”.
@ccastanedaf4
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