Opinión

Mil remedios, tratamientos y medicinas: los secretos del combate a las enfermedades

Mil remedios, tratamientos y medicinas: los secretos del combate a las enfermedades

Mil remedios, tratamientos y medicinas: los secretos del combate a las enfermedades

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La Nueva España virreinal poseía un sólido imaginario que daba por ciertos y verdaderos prodigios y fenómenos de ultratumba: con la misma fe que se admitía la aparición de la Llorona, se reconocían los poderes curativos de algún alimento que se encomendara a la benevolencia de algún santo, tal como ocurría con los llamados “panecillos de Santa Teresa”, que no era sino un panecito al que, con algún azúcar coloreado, se le plasmaba en la corteza la imagen de la santa. Los panes aquellos, juraba el vulgo, eran buenos curar para cualquier mal, y fortalecer a cualquier paciente. Toda esta historia, naturalmente, pertenece al caudal de leyendas donde las imágenes de santos diversos y las oraciones que en su honor se componían, eran una herramienta más con la cual combatir la enfermedad, y tener a raya a sus hermanos, el miedo y la incertidumbre.

Pero ciertamente había un amplio conocimiento herbolario, herencia de la cultura prehispánica, donde hojas, raíces y frutos eran empleados con un raro conocimiento. Muy pronto hubo en España la intención de rescatar todo ese conocimiento, que al principio había sido despreciado por muchos, tachándolo de prácticas mágicas y brujeriles.

Una de las tareas importantes de Francisco Hernández, médico del rey español Felipe II y que estuvo en Nueva España hacia 1576, fue recopilar todo ese conocimiento herbolario y recopilar la información acerca de sus usos y virtudes. Así, Hernández se dio cuenta de que los indígenas tenían muchos años usando como diurético la raíz de una planta llamada coanenepilli, y, combinada con jugo de cebada cocida y raíz de apio y semilla de hinojo, servían como medicamento purificador para combatir el padecimiento febril que los indígenas llamaban cocoliztli.

Muchos fueron los datos herbolarios que acopió el médico Hernández, que no necesariamente han llegado a nuestros días. El español citaba los nombres que se daban a aquellas plantas: cocotlacotl chipaoac, iztacpatli, coatli. “Las medicaciones que dijimos eran útiles”, afirmaba el doctor, “pudimos comprobarlas por propia experiencia y no las administramos sin resultados de ingente salud”.

No fue el doctor Hernández el único en hacer acopio de las virtudes de las medicinas americanas: el sevillano Nicolás Monardes, médico y comerciante, quien jamás puso un pie en la América española, recopiló cuanta información le cayó en las manos, y produjo un tratado que se publicó en tres partes, entre 1565 y 1574, que fue muy admirado, traducido a varias lenguas y que sirvió como obra de consulta durante los siglos XVI y XVII.

En esos catálogos amplísimos había un remedio que hoy suena insólito, y que, andando los años, fue motivo de intensos debates: el uso medicinal de las lagartijas. Hernández lo sabía: “secado este animal al fuego, y pulverizado, y mezclado con vino o con agua, suele curar notablemente el mal gálico…”. Hernández se refería a la sífilis.

Casi dos siglos después, durante el siglo XVIII, hubo una revaloración y rescate del conocimiento indígena en materia de medicina. El uso de las lagartijas desató un intenso debate. Los defensores de los pobres bichos alegaron que si ya se empleaba con fines medicinales “el caldo, la carne y el agua” de las víboras, ¿Por qué no se iban a aprovechar las lagartijas”. Una investigación de la época afirmaba que la lagartija, frita en aceite de oliva, era buena para quitar manchas de la cara y los chancros que producía la sífilis; la carne de una lagartija servía para arrancar astillas rebeldes, y con la sangre se trataban cataratas y las “nubes” de los ojos. Un hígado de lagartija aplacaba el dolor de muelas y aliviaba la picadura de alacrán, y quemada hasta carbonizarse, en una olla nueva, la ceniza resultante, mezclada con aceite de almendras dulces, aplicada en la cabeza, permitiría “criar buen pelo”. Es decir, las lagartijas curaban hasta la calvicie.

Toda una maravilla.

COMPLEJIDADES DECIMONÓNICAS. Para males grandes y pequeños, para enfermedades de consideración y pequeños incidentes había siempre un remedio: un desmayo femenino, tan frecuente en el siglo XIX, podía ser remediado con montones de ocurrencias caseras, como darle a oler a la víctima una rebanada de pan empapada en aguardiente, o hacer que aspirara el humo de la lana, o colocarle fomentos de vino en las muñecas. Algunos, más sofisticados, recomendaban pedirle al boticario el álcali volátil, que no es otra cosa que sales de amoniaco para que la desmayada las oliera y eso la devolviera a la consciencia. Otros insistían en administrarle un poco de un menjurje que en las farmacias novohispanas de principios del siglo XIX se conocía como “agua de la reina", y que era el descendiente de un perfume medieval cuyo nombre original era Agua de la Reina de Hungría o Agua de Hungría, y que no era otra cosa que un destilado de aguardiente y flor de romero.

Las epidemias de cólera de la primera mitad del siglo XX dieron lugar, a historias insólitas y aterradoras, donde la ignorancia no hacía papel menor. Guillermo Prieto refería el caso de una pobre mujer del pueblo, que, sintiendo incipientes malestares acudió al médico, quien le mandó una sangría, uno de esos recursos antiquísimos, consistente en extraer sangre al paciente, para restablecer el equilibrio del organismo. La inocente mujer obró en consecuencia: se metió a una taberna, donde se tomó, muy satisfecha, un buen vaso de sangría.

Aquella epidemia, la de 1833, ocasionó que el Ayuntamiento capitalino emitiera una lista de alimentos prohibidos, donde lo mismo estaban las chirimoyas que los chiles rellenos. Corrió, al mismo tiempo, la información de que un químico respetable, don Manuel Herrera, que había creado un parche, embebido en sustancias desconocidas pero que era efectivísimo para evitar contagiarse de cólera. Multitudes corrieron a la casa marcada con el número 4 de la calle del Puente de San Francisco, que era donde Herrera tenía su casa y su negocio: se armaron tumultos y pleitos por hacerse con un parche de aquellos. Las cosas estuvieron bien hasta que corrió el chisme de que el parche famoso, lejos de prevenir, era el mejor pasaporte para el cementerio. Cundió el pánico, y algunas calles se vieron, de pronto, tapizadas de blanco: eran los parches que la gente se había arrancado.

LOS MEDICAMENTOS Y EL SALTO AL SIGLO XX. Se creería que el paso del tiempo y el avance de la ciencia médica produciría nuevas y definitivas soluciones a los males que aquejaban a la humanidad. Pero la pandemia de influenza o “gripe española" que en 1918 azotó al mundo entero y que en México dejó un rastro de mortandad en muchos estados. Los remedios usuales eran bicarbonato y el ácido acetilsalicílico —el componente esencial de la aspirina— que, en realidad, solamente eran paliativos de los síntomas de los enfermos.

De las últimas décadas del siglo XIX saltaban al XX montones de remedios. Algunos de ellos, reconvertidos o mejorados, se ofrecían como el definitivo remedio contra la influenza, como la Aspiroquina, que contenía laxante, aspirina, sulfato de quinina y ruibarbo de China. Bastaba una pastilla diaria —por 70 centavos la caja— para evitar el contagio, juraban los publicistas. Pero, como en otras épocas, la idea de que los vientos transportaban la enfermedad, fue considerada con mucha seriedad por el Departamento de Salubridad, que estaba convencido de que la epidemia se debía a la tala de árboles, que había dejado a la capital expuesta al polvo que contenía “gérmenes morbosos” , de manera que se ordenó la siembra de “una cortina de árboles” que contuviera a los aires malignos Desde luego, el esfuerzo fue infructuoso, como infructuoso fue el rocío de cianuro de mercurio y vapor de azufre con que la autoridad del Distrito Federal intentó desinfectar los tranvías, que se habían transformado en importantes fuentes de contagio.

Algún editorialista planteó, en 1918, la necesidad de renunciar a los besos como usual ritual de saludo, puesto que eran un “importante agente transmisor” que había hecho proliferar la influenza en talleres, escuelas y fábricas. De paso, añadía el editorialista, ya olvidado, pero que era médico y se llamaba Máximo Silva, recomendó arrojar los pañuelos –otro aterrador repositorio de gérmenes- al baúl del olvido, y adoptar la costumbre japonesa de emplear pañuelos de papel. La inventiva y el ingenio se desplegaban para encontrar, en los nuevos hábitos, algún freno seguro a la enfermedad.

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La herencia medicinal prehispánica fue rescatada en varias ocasiones: en códices, como el Badiano, en tratados como el de Francisco Hernández, y en el siglo XVIII fueron revalorados por los novohispanos ilustrados.