
Empezaba a atardecer en ese febrero de 1891. Don Tomás Hernández Aguirre, joyero propietario de la Joyería La Profesa, especializada en buenos relojes y costosas alhajas, estaba parado en la puerta de su local. Pronto oscurecería, y aquel anciano no esperaba sino unos minutos, para cerrar el negocio. Entonces, un caballero de bigote y barba, que usaba anteojos de cristal tintado, se acercó a él. ¿Sería tan amable don Tomás de venderle un reloj?
Pero el joyero no alcanzó a ver que, detrás de aquel cliente de última hora, entraba a su comercio la muerte.
Lo que siguió fue muy rápido: ese crimen que conmocionó a los capitalinos requirió, apenas, quince minutos. Don Tomás y su cliente entraron a la joyería. No bien entró el comprador, penetró un segundo sujeto, embozado en un sarape rojo. Detrás de él llegó un tercero, y uno más, que cerró con presteza la puerta del local, quedando de guardia.
Aunque hombre anciano, Tomás Hernández Aguirre no era ni débil ni temeroso. Apenas advirtió la maniobra, inequívoco anuncio de un asalto, echó mano a la cintura y empuñó el revólver que siempre llevaba. Intentó disparar contra el hombre de la barba, que estaba cerca de él. Pero el arma se encasquilló. El hombre barbado sujetó a su víctima y lo arrastró a la habitación contigua.
Auxiliado por dos de sus secuaces, el falso cliente acostó, por la fuerza, a don Tomás en la cama que estaba en aquella habitación. Aunque el joyero se resistía, entre los tres lo contuvieron.
Como en un arranque, el hombre de la barba volvió al local de la joyería, donde se apoderó de un costoso brazalete, que engalanaba el aparador.
Volvió el ladrón a la habitación, y como advirtiera que Tomás Hernández respiraba con dificultad, acaso por la incómoda posición en que lo mantenían sus compañeros de crimen, de manera que colocó unos almohadones en su espalda, de manera que no estuviese en posición que lo lastimara. Luego, en compañía de uno de sus cómplices, volvió al local, y comenzaron a desvalijar el sitio. El joyero quedó bajo la vigilancia de un solo hombre.
El delincuente de barba y anteojos oscuros se dio cuenta de que Tomás Hernández respiraba cada vez con más ruido y esfuerzo. Al acercarse, vio que el chaleco del anciano estaba desabrochado, y, en su blanca camisa había sangre. Había sido herido de muerte por el delincuente encargado de vigilarlo. Los dos criminales cambiaron algunas frases entre sí. Entonces, una puñalada cayó en el abdomen del joyero.
Los ladrones abandonaron el lugar. En la entrada de la joyería, el que había cerrado la puerta y uno más, esperaban el momento de escapar: bastante inquietud habían pasado ya con su encargo, consistente en vigilar, y si fuese necesario, distraer al velador de la muy cercana joyería La Esmeralda, en caso de que éste se percatara de que algo extraño ocurría en el local de don Tomás.
La banda se alejó apresuradamente de la calle de Plateros. Quince minutos habían transcurrido desde que el sujeto de la barba pidió un reloj. Después, cuando ya era carne de presidio, aseguró que todo estaba planeado para que fuese un robo limpio, sin violencia ni víctimas.
El destino, y la imprudencia de un solo hombre torció sus planes.
José Concepción Chavarría era uno de los empleados de la vecina Joyería La Esmeralda. Notó él, avanzada la noche, que la puerta de la Joyería de La Profesa estaba abierta, pero no había luz en el local. Extrañado, pues, como declararía a la policía, don Tomás siempre bajaba las cortinas de metal cuando cerraba su negocio, le comentó el hecho a su compañero, el vigilante de La Esmeralda, Yldefonso Morales, quien se apresuró a avisar a la policía.
Los gendarmes se acercaron, y vieron, de inmediato, el desorden que delataba el asalto. Penetraron al lugar, y así encontraron, en la habitación contigua, el cadáver del joyero.
Una multitud empezó a arremolinarse ante la Joyería de la Profesa, no bien corrió el chisme: ¡asaltado el local y asesinado don Tomás! Se acordonó la entrada al comercio. En la primera inspección al lugar del crimen, se encontraron un cuchillo y un pañuelo. A poco, llegó el médico del Departamento de Policía para examinar el cuerpo del infortunado anciano.
Nueve heridas contó el doctor en el cadáver de Tomás Hernández: casi todas en cuelo y torso. En tanto, llegaron los mandos más altos de la policía de la capital: el general Luis Carballeda, Inspector General; Pedro Ocampo, jefe de las comisiones de seguridad y Miguel Cabrera, su segundo al mando.
El escándalo crecía por momentos, y las autoridades policiacas lo sabían. Empezaron los interrogatorios: el vigilante Morales reconoció que vio a algunas “personas sospechosas” rondando la zona, hacia el atardecer, pero no podía recordar detalles. A la policía le importaba operar con velocidad, pues sospechaban que los delincuentes intentarían salir de la capital después de un golpe tan grande.
Lejos de eso, los culpables estaban ocultos en una casa, repartiéndose el botín, que, después se sabría, ascendía a 4 mil 749 pesos. Una pequeña fortuna.
El que muy pronto se empezó a llamar “crimen de La Profesa” ponía en tela de juicio la labor policiaca: el distrito San Francisco-Plateros era el más vigilado de la ciudad por los elegantes comercios que en él se encontraban, y se suponía que en cada esquina había un gendarme vigilante. Si esto era así, ¿cómo pudieron ir y venir los asesinos de Tomás Hernández por la calle, sin que nadie los viera con particular atención? Naturalmente, la prensa criticó la laxitud de la policía capitalina. Incómodo, el Inspector General Carballeda, dio instrucciones de que se detuviera a cualquiera que se mirara mínimamente “sospechoso”. El reclamo colectivo aumentó cuando se conocieron los detalles de la muerte del joyero: tres de las heridas causadas por arma punzocortante le habían arrancado la vida. Se habló de la violencia ciega, de la falta de consideración hacia un hombre mayor. Dar con los criminales se volvió, muy pronto, no solo un caso judicial, sino una necesidad política.
Pero las autoridades tenían algo más serio entre manos: el cuchillo del homicida. Le siguieron la pista al fabricante, y así llegaron a una tienda de la calle del Refugio, Guerrero y Fangassi. Ahí, un empleado reconoció el cuchillo: lo había vendido a dos hombres unos pocos días antes, el 20 de febrero. Tenían pinta de “gente decente” y no habían regateado cuando les mostraron el cuchillo que, tal como habían pedido, era de buena calidad. No los habían vuelto a ver.
Aunque tenían una relativa descripción de los probables asesinos, nada tenían en realidad los policías. Un antiguo jefe, Luis Tagle, se ofreció a ayudar. Conocedor de algunos de los personajes de los bajos fondos, empezó a rastrear. Así, empezaron a llegar los datos de algunos tipos que hablaban de la posibilidad de cometer un robo en alguna de las grandes joyerías de Plateros. Por fin, dieron con el nombre del que habló del asunto: Aurelio Caballero.
Rastreando como perros de caza, dieron con Caballero. A él y a un amigo suyo, al que implicó de inmediato, llamado Francisco Labastida, los sometieron a interrogatorio, y, viéndose acorralados, comenzaron a hablar.
No eran ellos dos los dos únicos involucrados; se trataba de un grupo compuesto por Carlos Sousa, Clemente Corona, Nicolás Augusto Treffel, Antonio Herrerías, Vicente Reyero, Gerardo Nevraument, y Jesús Bruno Martínez, y tres mujeres Concepción Peña, Joaquina Díaz y Taurina Pérez.
Con tenacidad fueron cayendo en manos de la policía: se puso en claro que el plan original era de Treffel, de origen francés. Poco a poco se develó la historia: Nevraument, con barba falsa y los anteojos tintados, fue el falso cliente: con él entraron Treffel y Martínez, y en la puerta se quedaron Sousa y Corona. Los demás colaboraron con el reparto y ocultamiento del botín. Todos los criminales fueron interrogados por separado, y todos coincidieron en que el robo se había planeado de modo que fuera cosa sencilla y rápida, eligiendo la hora cercana al cierre, porque de esa forma, ya se habría marchado el asistente, el joyero Hernández estaría solo, y sería sencillo dominar al anciano. Nadie debería salir lastimado.
Pero no contaron con que don Tomás no solo resistiría, sino que intentaría pegarles un balazo. El forcejeo, la tensión, dispararon la inquietud de algunos. Ese fue el caso de Martín Bruno Hernández, que llevaba el cuchillo comprado en la calle del Refugio y que, exasperado por el coraje del viejo, lo apuñaló. La agresión ocurrió, dedujeron los policías, mientras Treffel, que no iba armado, y Nevraument saqueaban la joyería. Cuando Nevraument volvió a la habitación, Martínez ya había herido de muerte al joyero. Nada había que hacer. La novena puñalada, que sí presenció Nevraument, quizá ya estaba de más, pues, según se reportó a partir de la autopsia, tres de las cuchilladas asestadas en el torso de la víctima, eran mortales de necesidad.
Todos los reos fueron juzgados en Belem, a donde fueron trasladados entre los insultos y las pedradas que les lanzaba la gente. La prensa se concentró en el asesinato de un anciano que, por animoso que fuera, estaba en desventaja ante hombres jóvenes y fuertes.
Las hojas volantes del impresor Vanegas Arroyo se imprimieron por miles. Nuevamente, la habilidad de José Guadalupe Posada brilló para retratar a la banda y al asesino. Se supo que todos los criminales fueron condenados, unos a pasar años en Belem, otros en la infame cárcel veracruzana de San Juan de Ulúa, y el asesino, Bruno Martín Hernández, a quien las hojas de Vanegas hasta le hicieron un corrido, fue fusilado en el patio de Belem.
Lo que son las cosas. Aquel sonado crimen, que fue cubierto profusamente por la prensa de todo nivel, fue seguido con pasión por un joven reportero que hacía sus primeras armas en el periódico que dirigía su padrastro, Francisco de Paula Covarrubias. El periódico se llamaba El Tiempo, y el reportero, al cabo de unos pocos años, se volvió uno de los pioneros de la criminología mexicana. Se llamaba Carlos Roumagnac.
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