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“Nadie como él”, dijeron sus admiradores, y dieron a Pedro Infante la más grande despedida

Si hay un referente en la historia del siglo XX mexicano, en lo que se refiere al dolor colectivo que causa la partida de un ídolo, ése es Pedro Infante, “el carpintero de Guamúchil”, “Pedrito”, simplemente. Querido, adorado por millones; ídolo en su tierra y en tantos otros lugares. Su funeral le desgarró el corazón a México, a grado tal, que muchos siguen pensando que aquel hombre de gran voz, simpático y cordial, no murió en un accidente de aviación en ese ya lejano abril de 1957

Si hay un referente en la historia del siglo XX mexicano, en lo que se refiere al dolor colectivo que causa la partida de un ídolo, ése es Pedro Infante, “el carpintero de Guamúchil”, “Pedrito”, simplemente. Querido, adorado por millones; ídolo en su tierra y en tantos otros lugares. Su funeral le desgarró el corazón a México, a grado tal, que muchos siguen pensando que aquel hombre de gran voz, simpático y cordial, no murió en un accidente de aviación en ese ya lejano abril de 1957

“Nadie como él”, dijeron sus admiradores, y dieron a Pedro Infante la más grande despedida

“Nadie como él”, dijeron sus admiradores, y dieron a Pedro Infante la más grande despedida

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

"Se mató”, dice el pueblo cuando el azar arrebata a alguien que no tenía por qué morir si era tan joven, si estaba tan sano, si tantos lo querían. “Se mató”, dicen, cuando un accidente, una imprudencia, un reto a la buena suerte, deciden el paso siguiente. Así decía la prensa vespertina —ese hábito informativo ya desaparecido— el 15 de abril de 1957, cuando se supo en todo el país que Pedro Infante había muerto en Mérida, en un accidente de aviación.

Al correr de los años, conforme se fue construyendo la jerga del periodismo del siglo XX, la palabra “consternado” se volvió lugar común. “Consternado”, el señor Presidente de la República, el que sea, por las mil y una tragedias de la vida nacional. “Consternados”, los integrantes de la república de las letras cuando fallece uno de sus colegas. Pero el pueblo entero de este país se consternó de verdad el día que le dijeron que Pepe el Toro estaba muerto.

Era ese México de 1957 uno que ya triangulaba sus emociones entre la radio, el cine y la televisión. La noticia del accidente en Mérida corrió por todo el país y puso a todos los mexicanos en la misma sintonía, queriendo saber cómo fue, qué ocurrió, dónde está Pedrito, cuándo nos lo traen.

Porque Pedro Infante, aseguraban sus seguidores, era único. Era dulce, simpático, humilde, tan del pueblo. Tenía la voz poderosa, pero no tenía la arrogancia de su amigo ya muerto, Jorge Negrete. Tenía suerte, como lo demostraba el haber sobrevivido a dos accidentes de aviación, pero no tanta como para salir con bien de un tercero. Había pasado con éxito de ser un charro cantor, atrabancado, pero de buenos sentimientos, protagonista de numerosas comedias y dramas rancheros, a humilde héroe urbano, que lo mismo es carpintero, boxeador o agente de tránsito para ganarse el pan de manera honrada. Pedro Infante era Pepe el Toro, y mil personajes más.

Porque era así, sencillote y a afable, es que el país entero lo quería. Y por eso, cuando murió, al país entero se le hizo pedacitos el corazón.

LA TRAGEDIA DE MÉRIDA. Una falla mecánica —versión oficial— del avión carguero de la compañía TAMSA que despegó de Mérida esa mañana de abril, habría causado el desastre. Se estrelló a poco de haber levantado el vuelo, y dejó a los mexicanos un poco huérfanos de hermano, de amigo, de compañero de trabajo o de serenatas. Apenas 4 años después de la muerte del otro ídolo, Jorge Negrete.

Era México, en 1957, un país con 25 millones y medio de habitantes, y casi todos ellos se paralizaron por la noticia. La televisión empezó a seguir la trágica noticia. Eran tiempos en que todo se hacía en vivo. El trabajo periodístico de aquellos días fue vertiginoso, hablando por distintos canales, con distintas voces, queriéndose convencer de la muerte de Infante. En 1953, la prensa de entonces calculó en medio millón de dolientes la asistencia a los funerales y sepelio de Jorge Negrete. La muerte de Infante conmovió al país y enloqueció a la capital.

EL ENLOQUECIDO FUNERAL. A las 8 de la mañana todo México sabía del accidente en Mérida, y que Pedro Infante iba en calidad de copiloto. Habían fallecido también el Capitán Víctor Manuel Vidal, un mecánico, Marciano Bautista y a una muchacha que estaba en tierra firme.

El avión cayó en el patio trasero de una tienda de abarrotes, el combustible había explotado y causado un importante incendio. La tripulación del avión estaba muerta, y poco a poco, se supo: Infante sí iba a bordo de la nave, un bombardero reciclado de los días de la Segunda Guerra Mundial.

Identificaron sus restos por la placa metálica que tenía en el cráneo —resultado de otro accidente de aviación, en 1949— y por la gruesa esclava de oro que muchos le conocían tan bien, porque Pedro Infante, para 1957, no solo era ídolo cinematográfico y radiofónico, sino también televisivo: no tenía mucho que había encabezado, como devoto católico que era, un maratón para recaudar fondos para la ampliación de la plaza de la Basílica de Guadalupe.

Los periódicos de la tarde empezaron a confirmarle a los mexicanos que ya no tenían a su ídolo, cuyos restos llegarían al día siguiente.

Así empezó a tomar cuerpo una impresionante oleada colectiva; así empezó la movilización. No hubo necesidad de pedirle a la gente que acudiera a recibir a su Pepe el Toro. Por cientos, por miles, en la mañana de 16 de abril, los capitalinos empezaron a dirigirse, en masa, hacia el aeropuerto de la Ciudad de México. Sin decirle a nadie, se tomaron el día, faltaron al mostrador, al taller, a la oficina. No podían seguir con la vida de todos los días, sin despedirse de Pedro.

Al aterrizar el avión que llegaba de Mérida, llevando los restos del cantante, había miles de personas en la pista. Con los periódicos en la mano; con el Últimas, que decía “Pedro Infante pereció”, con el Zócalo, con el Esto, que hacía a un lado su vocación deportiva para poner a Pedro Infante en su primera plana. Sin saberlo, los compradores de aquellos periódicos baratos, que costaban pocos centavos, pero que tenían la que sería la foto para recordar siempre a Pedro, estaban generando un fenómeno masivo que hoy, todavía, sorprende cuando se ven las imágenes, las filmaciones de ese día.

Cantinflas sube al avión no bien aterriza; toda la comunidad de actores también está en el aeropuerto. Ahí están Esperanza Iris y Sara García; la jovencita Silvia Derbez, enlutadas y con velo. Así reciben el abigarrado ataúd con aplicaciones de terciopelo, el que, apresuradamente, se ha conseguido en Mérida para resguardar los restos del cantante.

Todos los amigos de Pedro Infante están presentes: en ATM, el cantante los convirtió en estrellas de cine; en reciprocidad, los integrantes del Escuadrón Motorizado de la Policía de Tránsito del Distrito Federal lo habían nombrado su comandante y escoltaron la carroza fúnebre en su trayecto al teatro de la ANDA, con nombre del otro difunto, “Jorge Negrete”. Las motocicletas fueron apenas suficientes para medio contener la marea humana que seguía el cortejo, y a la que ni los policías de a pie ni los granaderos pudieron controlar.

Allí, en la ANDA, lo velan. Los reporteros están en todo. Es público y sabido el enredo de dos esposas que tenía Pedrito; su matrimonio con María Luis León; su otro matrimonio con Irma Dorantes. “¿A quién le corresponden los restos del ídolo?”, se pregunta un columnista de espectáculos. Y eso que, inmersos en el torbellino de la tristeza, nadie se pregunta aún por la herencia del ídolo.

Rodeado de sus amigos, de sus colegas, de miles de admiradores, Pedro Infante inicia el camino al Panteón Jardín, no sin que antes se arme una pequeña trifulca por determinar que auto va detrás de la carroza, si el de María Luisa León o el de la madre de Pedro Infante. Una de las esposas en conflicto cede, el primer lugar es para la mamá del ídolo.

El trayecto es alucinante. La carroza, rodeada de motociclistas, es la punta de una brutal marejada humana que corre por Paseo de la Reforma, por las avenidas Tacubaya y Revolución, por el camino al Desierto de los Leones, rumbo al Panteón Jardín. El cortejo avanza con dificultad; se diría que toda la ciudad está siguiendo esa carroza fúnebre.

Ya no bastan los gendarmes, ya no bastan los granaderos. De repente, un grupo de 200 agentes del Servicio Secreto es comisionado para abrirle paso a la carroza. La ciudad se paraliza, se queda silenciosa. Todas sus lágrimas están concentradas en este funeral.

SEPELIO CON MARIACHIS. A cien metros de la tumba de Jorge Negrete; frente a la de Blanca Estela Pavón, estaba la fosa para Pedro Infante, junto a la de su padre. Nuevamente, los granaderos sufren para contener a la multitud. No pueden, son arrastrados. La muchedumbre arrasa con las flores de las otras tumbas; alguien se quejará al día siguiente que ni siquiera la tumba de Negrete les ha merecido consideración.

Por un mínimo de delicadeza, los dolientes no atropellan al sacerdote que arroja agua bendita en el ataúd que ya se hunde en la fosa.

Hay empujones, golpes —son casi 200 los lesionados—, mujeres desmayadas, llantos, gritos, aderezados con la música de de varios conjuntos de mariachis, que le cantan al ídolo. El camión de Telesistema Mexicano, que transmite en vivo el sepelio, se bambolea, y los camarógrafos, que hacen su trabajo en el techo, también se aterran. Desesperados y asustados, los granaderos intentan meter orden a punta de macana. Al día siguiente, la prensa les soltará algunos periodicazos por salvajes e insensibles.

A los pocos días empezarán las especulaciones; que si el avión llevaba mercancía de contrabando, que si el accidente se debió a una sobrecarga, que si el representante de Pedro era el de los negocios extraños. Se empiezan a preguntar por la herencia de Infante; en el drama, cuentan, “apareció” “otra hijita” del cantante, “pero la madre no quiere nada”.

Era Semana Santa. Los días de guardar empiezan a calmar los ánimos. Pero los sepultureros del Panteón Jardín van a contar, durante una buena cantidad de días, que hay un río humano, suave, humilde, silencioso, que corre ante la tumba de Pedro Infante, negándose a dejarlo ir.