Opinión

Nuestra morada común

Nuestra morada común

Nuestra morada común

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Quien intenta darle forma al mundo

modelarlo a su capricho

difícilmente lo logrará.

El mundo es un vaso espiritual

que no se puede manipular

quien lo retiene lo pierde.

Porque con respecto a las cosas,

algunas van delante, otras van detrás,

algunas soplan hacia afuera, otras soplan hacia adentro,

algunas son fuertes, otras son débiles,

algunas pueden romperse, otras caer […]

Lao-Tsé

El movimiento ecologista surgió en la segunda mitad del siglo XX y su acción ha continuado en los ámbitos político, académico, cultural y social; con el propósito de persuadir especialmente a los países más ricos para que frenen la descomposición de los ecosistemas por los efectos de la contaminación y la sobrexplotación de los recursos naturales.

La protesta es significativa porque cuestiona el modelo de desarrollo material que el mundo occidental ha practicado en los últimos quinientos años, el cual está basada en el dominio, uso y disfrute de la naturaleza, para beneficio del hombre, sin importar la corrupción del medio ambiente, sus efectos negativos en el cambio climático y la extinción masiva de las especies animales y vegetales.

Pero el modelo económico que hoy tenemos fue configurándose a lo largo de los siglos y tiene su justificación en las diversas doctrinas que lo han legitimado, desde una visión de mundo utilitaria y antropocéntrica. Ya el viejo Aristóteles, alejado del idealismo de su maestro Platón, decía que el hombre es un animal político y que las plantas y los animales le pertenecen por ser un ente racional.

En la Edad Media, se amplía la ruptura entre la naturaleza y el hombre, pues su ser está dividido en alma (que pertenece a Dios) y cuerpo que corresponde al mundo, que es un espacio de tránsito para todos aquellos que esperan su trascendencia espiritual y el acceso al paraíso, como lo expresó en su poesía mística Santa Teresa de Jesús: “La vida terrena/ es continuo duelo:/ vida verdadera/ la hay sólo en el cielo.”

Con el declive de la escolástica medieval, la escisión entre el hombre y el mundo se acentúa con el desarrollo de la ciencia y, en particular, el surgimiento del método científico de Galileo, el cual establece el estudio de los fenómenos naturales desde un ángulo descriptivo y analítico, sin que medien las apreciaciones personales y subjetivas; método que también aprovechará el empirismo filosófico.

En consecuencia, la Tierra se convierte en un objeto de estudio, gracias a las investigaciones de Copérnico, del propio Galileo y, posteriormente, de Isaac Newton. Se concluye, contrario a lo que pensaba Tolomeo, que nuestro planeta no es el centro, sino una esfera más que gira en torno al Sol y se establececomo ya lo había afirmado Aristóteles, quien suponía que al cosmos lo mueve un primer motor una concepción mecanicista del universo.

El avance de la apología científica tiene su punto climático en el Siglo de la Luces, que acompaña a la Revolución Francesa, cuyo proceso intelectual enfatiza la trasformación del entorno físico para beneficio del hombre. Nicolás de Condorcet, por ejemplo, considera que la humanidad avanza muy compacta hacia su felicidad y el eco de esta arenga progresista sedujo, en principio, a los filósofos Kant y Hegel, y posteriormente a Carlos Marx y Augusto Comte, quienes, desde sus trincheras ideológicas, le apuestan al bienestar social.

En el siglo XX, se realizan los deseos y aspiraciones de los hombres y mujeres del Renacimiento, del movimiento ilustrado y la revolución industrial. Las ciencias, las tecnologías y la riqueza material, adquieren un desarrollo sin precedentes, pero a costa de la guerra, la depredación de los recursos naturales y la pauperización de los habitantes de los países del tercer mundo; cuyas consecuencias son las crisis alimentarias, la contaminación de la biosfera y las pandemias.

El problema de salud que hoy enfrenta la humanidad, y que si bien son múltiples sus causas y muy difícil de prever su desenlace, nos debe servir para replantear nuestros vínculos con lo natural. Hay que reinsertar al hombre en ese mundo del cual se le escindió por la fuerza de las doctrinas, que lo consideraron superior a sus orígenes.

El hombre es una unidad biopsicosocial, lo cual implica que es un ser mental y espiritual, vinculado a la sociedad y, sobre todo, es un organismo vivo; afín a la naturaleza y al resto de las criaturas que lo benefician y lo perjudican, según su condición física y el momento histórico. ¿De qué manera lo habría infectado el virus si no compartieran algún tipo de relación?, ¿podría infectar el virus a un ser puramente racional, a un robot de los que la moderna tecnología dice que ya saben pensar? Pues si el hombre comparte símbolos (en el sentido griego de claves de acceso) con los virus, ¿cuánta mayor afinidad tendrá con el resto de las plantas y animales?

Los ecologistas han centrado su lucha en la defensa del planeta y a la par ha crecido una corriente de pensamiento que se ha llamado ecosofía o ecofilosofía, cuyas reflexiones pretenden hacer conciencia sobre la crisis del ecosistema global y desean, con sabiduría, plantear un cambio.

Pero quien ha enfrentado el problema con claridad ha sido el francés Edgar Morin, en su obra Los siete saberes necesarios para la educación del futuro, donde reconoce que cualquier estudio del hombre ya no debe hacerse de manera abstracta, sino ubicado en su territorio, o en su casa (tal es el sentido de la palabra ecología).

El hombre tiene una dimensión cósmica, física y terrestre, y agrega: “El humano es un ser plenamente biológico y plenamente cultural que lleva en sí, esta unidualidad originaria”, que a su vez es propia de todos los pueblos y razas, sin que medie ninguna consideración especial.

Y es por eso que, a la par de la globalización, también han viajado los patógenos, que en cuestión de días han puesto en cuarentena a la humanidad entera. De ahí la importancia de trabajar unidos, sin soberbia, sin instintos de dominio para preservar nuestra morada común.

* Poeta y académicobenjamin_barajass@yahoo.com

El geógrafo y el naturalista, de Adriaen van Stalbemt.