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Oscura “justicia” del “pueblo”: linchan al agresor de Porfirio Díaz

Historias Sangrientas: El primer linchamiento. Caso Arroyo

El hombre enfermo
El hombre enfermo El hombre enfermo (La Crónica de Hoy)

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—“¡No se vaya a atentar contra este hombre! Que se le entregue a la justicia”. Así habló Porfirio Díaz, aparentemente, el único que mantuvo la sangre fría en aquellos instantes en que un hombre que apestaba a alcohol se abalanzó sobre él, la mañana del 16 de septiembre de 1897, y le soltó un golpe que solamente alcanzó a tirar el sombrero del presidente.

A su alrededor, todo era desconcierto, pánico y, dijeron algunos, rabiosa indignación: ¿cómo se atrevía aquel borrachín a acercarse, sorprender a la valla de cadetes del Colegio Militar, y agredir a don

Porfirio? Veinticuatro horas después, la vida seguía su curso en Palacio Nacional; y aquel pobre diablo, a quien muy pronto se identificó como Arnulfo Arroyo, ya era cadáver, víctima de lo que desde aquellos días se llamó “el primer linchamiento en México”.

¿De dónde vino aquella expresión? La justicia por propia mano no era una cosa desconocida en el México del siglo XIX, y estaba tipificada como delito en el primer código penal propiamente nacional, creado en 1871, pues, del mismo modo que los duelos, el hacer justicia al margen de las instituciones del Estado, colocaba a los responsables, en este caso quienes linchaban a alguien, como “rebeldes” al orden establecido, como violentadores del estado de derecho.

Desde luego que Arnulfo Arroyo no era la primera víctima de linchamiento en la historia de la Nueva España que después se transformó en el México independiente. Pero sí fue el primero en ganar notoriedad por dos razones: una, escoger al presidente de la República como el objeto de un intento, fracasado, de agresión física. Otra, porque su asesinato, ejecutado por un grupo de hombres al que se quiso identificar como “pueblo indignado” porque un atrevido pretendió dañar, nada menos, que a Porfirio Díaz, nunca se aclaró por completo, y, si no hubiera sido por las abundantes páginas de la prensa, que se ocupó largamente del asunto, y por el suicidio del Inspector General de Policía, que resultó implicado

en los sucesos, el “atentado” contra don Porfirio se habría desvanecido hasta volverse una anécdota, porque los archivos policiales sobre el caso están desaparecidos desde hace muchos años; probablemente desde aquellos días de 1897, para que a nadie se le ocurriera revisarlos; para que nadie fuese a atar cabos e identificar a quienes echaron a andar al cerebro ofuscado de Arnulfo Arroyo.

Y si se ha repetido con alguna frecuencia aquella expresión que señala al suceso como “el primer linchamiento de México”, se debe al efecto que causó en esos días, y que se resume en las palabras del mismísimo Porfirio Díaz, cuando se enteró de que aquel infeliz había sido asesinado pocas horas después: lo lamentaba, dijo el presidente, porque, a partir de aquel momento, ya no podía presumir que en territorio mexicano no se daba la terrible práctica del linchamiento.

Perturbado por los muchos tragos, Arroyo fracasó en su intento de golpear, y tal vez algo más, a don Porfirio. De inmediato fue apresado y golpeado por los cadetes del Colegio Militar y los ordenanzas del presidente; superado el pasmo que les provoca ver a aquel infeliz, malvestido y maloliente, romper la valla y con tres zancadas llegar hasta Díaz, y tirarle un golpe.

Pasada la sorpresa, a Arnulfo Arroyo le llueven los golpes que le propinan los acompañantes del presidente: el comodoro Ortiz Monasterio rompe su bastón al asestarle un golpe. Otros le achacarán al ministro de comunicaciones la rotura de su caro bastón con mango de carey en la cabeza de aquel pelado. El borracho agarra un segundo aire: toma un trozo del bastón e intenta defenderse gritando:

“¡Yo soy muy hombre!”, pero se derrumba. Un coronel de apellido García, que ya se preparaba a atravesarlo con su espada, advierte el estado lamentable del loco aquel, y, movido a piedad, solamente ayuda a sujetarlo. Es don Porfirio quien detiene la golpiza.

El presidente continúa su camino hacia la ceremonia cívica. Para Arnulfo Arroyo, el infierno, si bien breve, apenas comienza.

Todos los que lo conocían en 1897 tenían claro que a Arnulfo Arroyo lo mataba lentamente el vicio del alcohol, adicción duramente juzgada por el mundo porfiriano, porque el alcoholismo era mirado no

como una enfermedad, sino como un rasgo degenerado de la condición humana que sumía a la gente en la deshonra, en la miseria y en la violencia.

No era gratuito identificar a Arroyo como un anarquista deseoso de matar a don Porfirio: días antes, la prensa había publicado notas acerca de la presencia, en territorio mexicano, de un anarquista español, Joseph Ventre. De hecho, algunos periódicos caricaturizaron a Arnulfo Arroyo como un enloquecido de cabellos erizados y ojos desorbitados, que en una mano llevaba una bomba encendida y en la otra empuñaba un cuchillo.

Todas aquellas historias sonaban a locura. A las pocas horas se terminaron las especulaciones acerca de los motivos del atacante del presidente, porque una turba de “ciudadanos indignados”, irrumpió en el sitio donde Arroyo estaba confinado y lo mató a puñaladas. Así se silenció para siempre al infeliz alcohólico, que se llevó a la tumba las razones que lo empujaron a acercarse a don Porfirio aquella mañana, o el nombre de quienes lo habían inducido a ello.

Así, lejos de acallarse las habladurías, nació un huracán de preguntas y de suspicacias. De buena fuente se dijo que Arroyo era conocido de Eduardo Velázquez, Inspector de Policía, quien, incluso, lo tenía contratado para que le hiciera algunas labores en una pequeña casa que poseía. Alguna voz los ubicó, en

el pasado, como compañeros de escuela.

De inmediato, la historia del “pueblo indignado” levantó sospechas. No bien Arroyo moría, aparecía en escena el Inspector Velázquez acompañado de uno de sus subordinados, de apellido Villavicencio. Algunos de esos “ciudadanos indignados” fueron hechos presos. Salió a la luz que eran hombres de Villavicencio. Y en ese momento se empezó a hablar de un retorcido complot.

Arnulfo Arroyo, de repente, se convirtió en un mártir, asesinado para que no pudiera contar quién estaba detrás del atentado al presidente. Circularon hojas sueltas con versos en su honor. Los ministros de Comunicaciones y de Hacienda pidieron a don Porfirio una investigación a fondo sobre el linchamiento del antiguo estudiante de abogacía. Si hubo quien creyó que matando a Arroyo se acababan los problemas, se equivocó por completo.

El presidente dio la orden de investigar; la polémica llegó hasta la cámara de diputados, y se solicitó al general Manuel González Cosío, ministro de Gobernación, compareciera para explicar los sucesos. El ministro aseguró que todo se aclararía. Su primer paso fue destituir a Eduardo Velázquez de la

Inspección de Policía y enviarlo a prisión junto con sus colaboradores más cercanos.

Ya nadie se creía lo del linchamiento ocasionado por la furia popular. Se habló abiertamente de asesinato, y se dijo que Velázquez estaba detrás. Nadie se explicaba las motivaciones del crimen. ¿Quiso el inspector quedar bien con don Porfirio, matando al pobre borracho? ¿Había ideado el atentado? Un redactor de El Ahuizote escribió: “se espera que de esos polvos resulten muchos lodos”. La exigencia de una investigación se hace pública y la comparten los ciudadanos de a pie y los secretarios de Estado.

El inspector Velázquez parece rendirse: “confesaré mañana todo lo que sé”. Pero no vuelve a ver la luz del sol: amanece en su celda, muerto de un tiro en la cabeza. El arma, un pequeño revólver, había entrado dentro de un pambazo.

Velázquez, se dijo, se había suicidado. Sus subordinados fueron procesados por el asesinato de Arnulfo Arroyo y se les sentencia a muerte, pero todas las penas se conmutan por unos pocos años de cárcel.

De los verdaderos móviles y autores del atentado contra don Porfirio, nadie supo nada más. Nadie creyó, tampoco en el suicidio espontáneo del inspector Velázquez. Sin pudor se dijo en muchos tonos y sitios que “alguien” le había inducido a quitarse de las penas de este mundo.

A lo largo de los años, el atentado contra Díaz y el linchamiento de Arroyo han dado pie a exploraciones diversas: historiadores, antropólogos, escritores y cineastas han intentado desenredar la madeja. A falta de archivos judiciales, los periódicos, el empeño del periodista Rábago han servido de pequeña luz en un

camino oscuro que todavía nos empeñamos en volver a recorrer. Ese puñado de papeles reunidos, auguró Rábago, “servirán para hacer algo de historia, cuando se revuelvan los archivos y se agite este manojo de sombras sobre las generaciones que llegan”. Las sombras, sin embargo, no se han disipado.

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