
De niño, Pedro Sol La Lande Tardan (Ciudad de México, 1954), vivió en una burbuja, en una pequeña Francia enclavada en la colonia del Valle. Hoy, Pedro Sol, su nom de guerre periodístico, es un cartonista de larga trayectoria, a quien los lectores de Crónica pueden leer los domingos en estas páginas, y comparte su historia de francomexicano, donde la ruta hacia la memoria es de ida y vuelta, por esos vínculos que nunca se rompen y por una que otra coincidencia afortunada.
Los primeros Sol La Lande pisaron tierra mexicana en la segunda década del siglo XX. El primero, Pierre Sol La Lande Cledat, abuelo de Pedro, llegó hacia 1912 y participó, con un amigo muy cercano, que ya estaba aquí, en la fundación de una empresa, la Compañía Trasatlántica de Veracruz. Tiempo después, regresó a Francia, a combatir en la primera guerra mundial. “Lo hirieron: tenía un hueco, dejado por un obús. Su esposa, Adileh, era enfermera militar y lo atendió en su convalecencia”. Después de la guerra, Pierre volvió a México, llevando consigo a Adileh.
“Aprovecharon la ventaja de viajar en un barco de carga; pudieron traerse su auto, su armario, sus perros. Se establecieron en Veracruz. Perdieron tres hijos. El cuarto fue Xavier, mi padre, que nació en el puerto en noviembre de 1919”. El abuelo Pierre Sol La Lande llegó a ser cónsul de Bélgica en Veracruz, y le tocaba atender a los europeos que entraban a México. “Creo que su primer trabajo fue cortar boletos en un cine, al mismo tiempo que llevaba la contabilidad del negocio. Sé que tuvo chambitas así hasta que lo tienta la oferta de irse a la capital y abrió una pequeña compañía de seguros que se volvería negocio familiar”.
Al pequeño Xavier, lo enviaron a Francia a estudiar. Allá estaba la abuela, había quien los cuidara. Creció entre libros y adultos mayores. Volvió al terminar sus estudios de secundaria. La familia ya había crecido: tenía un hermano, Luis. “Vivieron en la colonia Roma. Ellos contribuyeron a la construcción de la parroquia francesa en Polanco, en la calle de Horacio, y que se inauguró en los años sesenta”. Entonces, la memoria de los abuelos empieza a mezclarse con el pasado de Pedro Sol: “De niños, no fallábamos los domingos a la misa en la antigua parroquia francesa, que era la iglesia de nuestra señora de Lourdes, en la esquina de Venustiano Carranza y Bolívar. Yo iba siempre a la misa con tal de que nos dieran chocolates a la salida.”
Así era la vida de la comunidad francesa en México hace medio siglo. “Allí eran todos los bautizos, las bodas, las confirmaciones, las clases de catecismo. Ese era el ambiente en el que vivíamos como franceses en México. Obviamente, yo iba a una escuela francesa, dirigida por la señora Tron, que era de Marsella. La escuela era una casita, en el número 7 de avenida Coyoacán, en la que éramos solamente 50 niños. Allí hice la primaria, de primero hasta quinto año, porque en Francia, el sexto año ya forma parte de la secundaria.
“Desde luego, todo era en francés, aunque la SEP le exigía a la señora Tron seguir los planes de estudios mexicanos, aprendí una versión de la historia según la cual la intervención había tenido su razón de ser. Cuando los inspectores de la SEP visitaban la escuela, le daban la vuelta al retrato de Charles De Gaulle: del otro lado estaba el de Benito Juárez. Mi mamá me hacía un desayunito mexicano: una telerita con frijoles, que le llamaba la atención a mis compañeros. Yo les cambiaba mis tortas por sus sándwiches con jamón y queso kraft.
“Los viernes teníamos permiso de hablar en español y de salir a jugar al parque de enfrente. Cuando terminamos el quinto año, muchos de mis compañeros se fueron al Liceo Franco Mexicano. Yo hice examen para entrar al colegio Simón Bolívar. El maestro que vio mi examen habló con mi padre: “este muchacho vive en Francia, estudia, piensa y hace matemáticas en francés. Me fui a hacer un año de readaptación en una escuela gringa, cercana a mi casa, donde aprendí que Juárez no era nada más la avenida Juárez”.
RECUERDOS DE LA GUERRA.Como ocurrió en 1918, hubo franceses residentes en México que fueron movilizados a Europa, a combatir en la segunda guerra mundial. Xavier Sol La Lande fue uno de ellos. “Tuvo que dejar todo para irse a la guerra con su hermano Louis y sus cuñados, todos de uniforme mexicano con insignias estadounidenses, porque eran de los Aliados. Los llevaron primero a la Martinica, después en barco de carga a Italia y luego los instalaron en Argelia de 1940 a 1944, en los centros de abastecimiento de tropas. Mi papá no combatió, pero conducía orugas en el desierto”.
Pedro Sol está cierto de que todas las guerras son crueles e inútiles. Los recuerdos de esos años también estaban en la familia. “Mi papá era más bien reservado sobre esos temas. Había hecho estudios universitarios de administración en Estados Unidos y a veces hablaba, con frustración, de sus compañeros de generación que habían muerto en la guerra. Algunos estaban en la base de Pearl Harbor. Él prefirió cerrar ese capítulo de su vida. Ni siquiera tramitó la pensión a que tenía derecho como ex combatiente. La verdad es que hablar en casa de la guerra no era hablar ni de medallas ni de heroísmo. Y es que era muy joven cuando fue a la guerra; no tendría más de 22 o 23 años. Siguió su vida y, aunque él quería ser ingeniero. Mi abuelo le dejó el trabajo muy encarrilado con la compañía de seguros. Papá hizo obra social con la parroquia francés —un rasgo obligado de la comunidad en México— y fue un personaje destacado en el rotarismo. Presumía de haber nacido en Veracruz. Le decían el “Monsieur jarocho”. No organizaba conferencias o se reunía con amigos para recordar la guerra, como sí hizo mi tío. Y en las reuniones familiares, cuando coincidían petainistas y degaullistas, las cosas se podían poner tensas”.
LAS MIL HUELLAS DE FRANCIA. Pedro Sol cree piensa que la presencia francesa en México está en muchas pequeñas cosas, en muchas pequeñas huellas que con el paso del tiempo se han mexicanizado. Recuerda, por ejemplo, en un mercado poblano conocido como La Cocota, cuyo nombre proviene de una casa de citas que algunas vez regenteó en el rumbo una francesa, una cocotte.
Al hijo del Monsieur jarocho lo llamó el periodismo, y estudió en la escuela Carlos Septién. Pero fue voluntario en la Cruz Roja, esa institución donde su abuela Adileh fue fundadora y enfermera mayor. La idea del servicio a la comunidad, considera, es uno de los rasgos fuertes de los francomexicanos. “Mi madre, Mamie (María Luisa) Tardan, fue campeona nacional de tenis; era de la familia que estableció en México la marca de sombreros, usaba su tiempo libre en apoyar a las hermanas vicentinas, y si no, en el dispensario, y si no, haciendo bolsitas de arroz. ¿Por qué? Porque eso es lo que la guerra les enseñó.”
FRANCOMEXICANOS EN EL SIGLO XXI. Pedro Sol no repitió con sus hijos, la cuarta generación de los Sol La Lande, la pequeña Francia en la que él se crió. “Ahora, con el tiempo, sí tienen ganas de hablar francés. Mi hijo, que es comentarista deportivo tiene particular interés en ello. Yo los llevé a Francia un par de veces. Querían ir a los pueblos donde habían nacido sus abuelos, a ver las huellas de la familia. Ya quedan pocos. Allá ya no hay Sol La Lande. Pero ellos son mexicanos, yo me siento mexicano, pero Francia permanece. En alguna época trabajé en Air France, y eso me permitió pagarles a mis padres el viaje para que volvieran a Francia 30 años después de la guerra.” Así, la historia va y viene de Francia, porque, incluso, Pedro Sol conoció a su esposa, la periodista Patricia Ramírez, lo que son las cosas, a bordo de un avión que iba hacia París.
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