Opinión

Perros 2

Perros 2

Perros 2

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

A veces pienso que los perros son más inteligentes que sus mejores amigos. En la semana dos intelectuales y un gobernador, los tres gagás, dieron notas tristes o hilarantes. Para mí tristes, aunque el humor involuntario siempre gana esas partidas. Mejor sigo con los perros, que si no más inteligentes que los sapiens-sapiens de las praderas de círculos rojos, sí mucho más atinados, simpáticos y buen vibrosos, aunque también hay canes gagás.

Tres bracos

Braco 2 fue nuestro segundo cocker. Le pusimos así por Braco 1 que a su vez recibió ese nombre en homenaje a un pointer braco de buen tamaño y estampa con el que jugábamos en casa de la abuela y los tíos que lo tenían como vecino. La manada del pointer incluía también a una hermosa joven de cabello rizado, pecas y unos ojos que según el ángulo de luz a veces eran miel y otras verdes y a quien me gustaba verla tanto como a su perro, el tercer integrante era su pareja, un cuate buena onda que recuerdo siempre tomando el sol en una terraza separada por tres escalones del ras de un mini patio común que compartía con el departamento de mi abuela y con otros dos más. El pointer braco se alivianaba después de los largos paseos con sus dueños: una manada codiciada de la que me hubiera gustado formar parte de niño.

Por los recuerdos gratos del pointer braco bautizamos a nuestro primer cocker como Braco 1, y por la entrañable memoria de Braco 1, que estuvo con nosotros como por ocho años a no ser por el accidente ya mencionado, el cachorrito de cocker con el que una mañana llegaron mis padres a nuestra nueva casa fue bautizado como Braco 2.

Braco 1 conoció la casa en obra negra. Lo llevábamos con nosotros cada tanto que mi padre nos invitaba para mostrarnos los progresos. Una ocasión Braco 1 se trepó sobre el filo de la barda de azotea, todavía en obra negra, pero se agarrotó al descubrir vacío del otro lado. Esa vez sí la libró.

Braco 2

Cuando llegó Braco 2 yo iba en el primer año de prepa y me hermano más pequeño en la primaria, aunque el perro derramaba nobleza con toda la manada, fue con mi carnal Alejandro (el tercero de cuatro en orden de nacimiento) con quien Braco 2 tejió una amistad perdurable.

Quién haya visto cruzar un perro por un puente peatonal, podrá darse una idea del grado de inteligencia de algunos de ellos. Nunca vi a Braco 2 cruzar puentes, pero las calles, vaya que sabía hacerlo, al igual que obedecer órdenes como alto, echado, pata y ponerse en modo alerta cuando escuchaba la orden busca, Braco, busca.

Lo que nunca pudimos quitarle fue la vagancia. Le encantaba la calle. Igual que Gásper, tan pronto abríamos la cochera de la casa aprovechaba para salirse. No recuerdo cómo fue el proceso ni de qué manera llegamos a la conclusión de que estaba en su naturaleza vagabundear, algo que hacia con estilo. Lo cierto es que en algún momento, antes del año, mi madre le mandó a hacer una placa con sus datos que siempre llevaba en el arillo de su correa de cuero. Cómo buen vago lo veíamos con manadas de perros callejeros o cortejando a hembras de su talla. Otra de sus rutinas callejeras era seguir a su brodi Alejandro mientras éste se desplazaba a pie, en bici o patineta.

Cuando aceptamos el temperamento golfo de Braco 2, lo que hicimos fue facilitarle la vida. Mi madre lo tenía siempre con el pelo cortito. Es decir, cada tres meses lo llevábamos a rapar para que, en la medida de lo posible, no se le treparan bichos, además de que su cuadro de vacunación y las periódicas desparasitadas provenían de un método registrado por ella en cuadernos. Al paso del tiempo me topo con alguna de sus libretas francesas viejas con cuentas, recetas, observaciones, nombres de libros, listas, muchas listas y tareas que repartía entre los cuatro pues ella y mi padre siempre trabajaron juntos fuera de casa. Son cuadernos fascinantes por su pulcra caligrafía y el razonable sentido de la organización que aún conserva. Si la reencarnación existe, juro que algún antepasado suyo fue escriba en Sumeria. En esos cuadernos, siempre fechados, había enunciados como éstos: “Desparasitada de Braco: David”, “Vacuna contra la rabia del perro: Alejandro”. De esa forma dotaba de método a las tareas domésticas, muchas de las cuales desempeñaba yo porque era el único de los hermanos que tenía automóvil y permiso para conducir. Y, ni modo, a darle por el auto en préstamo.

Alejandro tenía dos núcleos de amigos. En la calle de atrás de la casa y otro por lo menos a veinte calles de donde vivíamos. En el núcleo lejano, que se encontraba a unas cuántas cuadras de la avenida Cien Metros, Braco 2 tenía su segunda manada en la casa de una amiga de mi mamá cuyo hijo menor era muy amigo de Alejandro. En otras palabras, nosotros vivíamos a cinco cuadras de Insurgentes, por lo tanto, los desplazamientos del cocker, que no siempre los hacía con mi carnal, eran largos. A veces se iba antes que mi hermano y otras jalaba aunque mi hermano se quedara en casa. La amiga de mi mamá, QPDE, también era perrera y siempre le llamaba para avisarle que el Braco 2 ya estaba en su dominio. Eso le encanijaba a mi jefa, porque su amiga era mordaz y le deslizaba frases como: ¿qué no le das carne al chorejas? o, si ya no lo quieres me lo quedo yo.

Tras uno de esos telefonemas, me mandó por él. Yo ya me había finalmente acostumbrado a esas órdenes fuera de su programación. Al regresar regañó a Braco como si fuera uno de nosotros: tu casa es esta, si te vuelves a ir para allá aquí ya no entras. Claro que eso no le quitó lo vago al perro, pero me cae que entendió y acompañara o no a mi carnal ya no entraba a la casa de la familia amiga

Lo cierto es que con excepción de ese periodo en el que le daban cabida en otra casa, el Braco siempre regresaba a su manada por las tardes, atravesando calles en las que seguramente hizo muchos amigos y cruzando avenidas importantes como Instituto Politécnico Nacional o ejes viales como Montevideo.

Una tarde llegó como si nada. Pero contra lo habitual, no quiso comer. Lo vimos raro y al revisarlo le descubrimos una herida a la altura del abdomen. Todos juramos que se había peleado con otro perro, algo poco común en él porque sabía medir con quién se metía. Al día siguiente no salió, no comió y no paraba de beber agua. Luego se echaba jadeante. Lo llevamos con el doctor Luis Valverde, el veterinario de nuestros canes. Le bastaron unos minutos para emitir un dictamen desolador. Mire, acérquese bien y le indicó a mi mamá una herida en el lado opuesto: a su perrito le dieron un balazo, señora, ya no tiene fuerza ni para pararse. Y lo durmieron. Y todos lo lloramos más que a nuestros otros perros. Nunca supimos quién fue. Todavía recuerdo ese hecho y ardo en rabia y deseo que al hijo de puta que se atrevió a hacerle eso a nuestro perro se lo haya cargado la chingada.

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