Opinión

Por dieciocho reales asesinaron al pintor Egerton

Por dieciocho reales asesinaron al pintor Egerton

Por dieciocho reales asesinaron al pintor Egerton

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

Los perros llegaron solos a aquella casita de Tacubaya hacia las ocho de la noche. Don “Florencio” y “la señora Inés”, dueños de aquel hogar, estaban quién sabe dónde. La sirvienta de la casa vio a los animales: al principio, no se preocupó. Probablemente los señores andaban en alguna visita, y enviaron a los canes a casa, para que no resultasen inoportunos. Pero las horas pasaron, y la pareja no llegó. Sin tener idea de dónde buscarlos, aquella mujer resolvió esperarlos en vela. Llegó el nuevo día sin que los amos regresaran. Entonces, la buena mujer decidió salir a pedir ayuda a alguno de los vecinos, y poder iniciar la búsqueda. Lo que encontró era un horror tan grande, que toda la ciudad de México se enteró, y, por añadidura, le produjo un quebradero de cabeza diplomático al presidente de la República, don Antonio López de Santa Anna.

EN BUSCA DE INÉS Y FLORENCIO

La pareja, según se supo después, solía dar un paseo al atardecer, antes de la cena. Caminaban por los alrededores de Tacubaya: Inés se encontraba en las últimas semanas de embarazo, y rara vez salía sola. La gente del pueblo de Tacubaya los conocía como “los ingleses”, y la casa que alquilaban era conocida como “la finca de los abades”. Él, “Florencio”, iba, cada tanto a la ciudad de México, se aprovisionaba y regresaba a su hogar, donde aprovechaba la soledad y la tranquilidad para dedicarse a su oficio: era pintor.

Era el 27 de abril de 1842. “Florencio” había ido a la capital. Allí, hizo compras y comió con su hermano y con un amigo. Cuando regresó a Tacubaya, llevaba consigo 20 pesos, de los cuales cambió uno para comprar puros. Dejó las compras y el dinero, y salió con “Inés” a dar la caminata vespertina.

Se dirigieron hacia un paraje conocido como La Pila Vieja, en el camino al cercano pueblo de Nonoalco. En ese trecho, la pareja fue vista por trabajadores que salían de Tacubaya: “Inés” y “Florencio” estaban sentados, aparentemente descansando, hecho muy entendible, porque ella daría a luz en pocos días, y le costaba trabajo moverse. Según se estimó después, eran las siete y media de la noche. Nadie los volvió a ver con vida, y los perros llegaron solos a la casa hacia las ocho de la noche.

Al amanecer del 28 de abril, la sirvienta llamó al otro criado de la casa: los amos no habían llegado en toda la noche. Salieron a preguntar por ellos en las casas de vecinos y conocidos del pueblo. Nadie pudo darles razón. Entonces, emprendieron caminata por las orillas del pueblo, por las rutas que la pareja solía tomar en sus paseos.

A pocos metros de La Pila Vieja, encontraron a “Florencio” muerto, tirado en el suelo. La pobre mujer, aterrada, corrió dando voces, avisando a los vecinos. Uno de ellos se unió a la búsqueda, y unos 300 metros delante del sitio donde quedó el cuerpo de “Florencio”, estaba el de “Inés”, cerca de la entrada de un potrero, disimulado por unos magueyes y debajo de unos pirules. El estado de la joven inglesa era lastimoso. Entre la pena y el horror, los criados fueron por el juez de paz de Tacubaya, para que se levantaran los cadáveres.

El funcionario procedió a tomar nota y a iniciar la investigación: en vida, aquel hombre, de unos 40 años, se llamó Daniel Thomas Egerton, y su “Inés” respondía por Agnes Edwards. Era un crimen extraño y torcido, con cabos sueltos y puntos oscuros. Solo había que echar una mirada a aquellos cuerpos para que nacieran múltiples dudas, porque el pintor Egerton estaba vestido, conservaba muchos de sus objetos personales, como un cortaplumas, un anillo, papeles, hasta un octavo de real, permanecían en sus bolsillos. Cambio, Agnes, la pobre, estaba desnuda: solamente le habían dejado las medias y un guante. Junto a ella, su sombrerito de paja estaba hecho pedazos y una piedra ensangrentada había quedado también en el suelo. Todavía llevaba puestos sus aretes, un anillo, una pequeña cruz de oro colgada del cuello.

Recogieron los cadáveres y los llevaron a Tacubaya, mientras se avisaba al cónsul inglés, quien pidió la intervención del gobernador del Distrito Federal, quien llegó acompañado de tres médicos que examinaron los cadáveres: Egerton había muerto a consecuencia de nueve heridas, cuatro en el rostro y cinco en el tórax. Dos eran mortales de necesidad. Agnes solamente tenia una herida en el costado, pero tenía una mordida, los brazos llenos de golpes y raspones; la habían golpeado en el rostro y, con la piedra encontrada, en el cráneo, que estaba inflamado y con partes de cuero cabelludo desprendido. Los médicos coincidieron: a la mujer la habían violado brutalmente y la habían estrangulado. El arma que la hirió y que mató a Egerton era angosta, de hoja triangular y por lo menos de unos 30 centímetros de longitud.

De la ciudad llegó el juez cuarto de lo penal, don José Gabriel Gómez de la Peña, quien inició investigaciones de inmediato. El juez de paz de Tacubaya fue enviándole a algunos sospechosos o gente de aspecto inquietante, habitante de los alrededores. Solamente mantuvo en resguardo a un hombre llamado Ponciano Tapia, ladrón condenado a 10 años de prisión y que, en alguno de los alborotos recientes había logrado fugarse de la temible cárcel de la Acordada.

En aquellas indagaciones se fue todo el mes de mayo. Pero la violencia del doble homicidio, el terrible ataque a una mujer próxima a parir y el hecho de que fueran ciudadanos ingleses, generó un escándalo en la capital, y un reclamo airado del cónsul inglés, quien exigió al presidente Santa Anna se aclarara el crimen.

El mundillo diplomático de la época se conmovió; la prensa no soltaba el tema, pues aparte de ser un crimen extraño, muy violento y retorcido, Daniel Thomas Egerton era conocido en el ambiente artístico, pues era un acreditado paisajista, que, en su tierra, ya había expuesto sus obras, entre las que figuraban algunas piezas que retrataban las tierras mexicanas. Además, pertenecía a la Sociedad de Artistas Británicos. Sin embargo, en nuestro país, aquel hombre prefería llevar una existencia más bien alejada del bullicio del escenario público de la primera mitad del siglo XIX.

Poco a poco afloró más información sobre los Egerton: era la segunda vez que el pintor se establecía en México. También se supo que había abandonado a su familia en Inglaterra, y que había regresado a México trayendo consigo a Agnes, su amante, hija de otro pintor británico. Eso, juzgaron algunos chismosos, explicaba la vida retirada que llevaba la pareja, y justificaba que Agnes prácticamente no saliera de la casa de Tacubaya.

Pero las miradas agudas habían tomado nota de aquella pareja que prefería pasar desapercibida. Meses antes del crimen, a mediados de 1841, Frances Erskine, la esposa escocesa del embajador español Ángel Calderón de la Barca, no dejó de advertir, fugazmente, a la “misteriosa pareja inglesa”, que por algún tiempo vivió en un hotel de la calle de Vergara (hoy Bolívar), y le llamó la atención su aislamiento, y el hecho de que no buscaran amistad ni conversación con otros huéspedes. Otro elemento llamativo era el contraste entre la joven mujer, que frisaría los veinte años, y él, que, seguramente le doblaba la edad.

Por eso, muy probablemente, habían elegido Tacubaya para vivir. No estaban completamente aislados: en Tacubaya estaban las casas de descanso de algunas de las mayores fortunas del país, y era sabido que también le daba por residir allí al presidente Antonio López de Santa Anna, y en el verano llegaba el arzobispo Manuel Posada a su palacio de vacaciones. En los días en que Egerton se estableció en Tacubaya, uno de sus vecinos cercanos era Ewen Clark MacKintosh, el cónsul inglés.

TRAS LOS ASESINOS

Las presiones del diplomático dieron resultado. Se volvió un tema de honor localizar a los homicidas. El primer día de junio de 1842, Santa Anna emitió un decreto, donde hablaba de la urgencia de resolver el crimen, y dar “puntual observancia a las leyes protectoras de seguridad de todos los habitantes del país”. Y, puesto que el proceso parecía no avanzar, el presidente, que no deseaba más retrasos, designaba “un juez que se encargue exclusivamente de proseguirlo hasta su conclusión y pronunciar en ella la sentencia que corresponda en justicia”. Es decir, creaba lo que hoy llamaríamos una fiscalía especial. El agraciado con el encargo fue el abogado José María Puchet, juez primero de lo civil de la ciudad de México, jurista muy acreditado.

A Puchet no le hizo gracia la misión, e hizo cuanto pudo para zafarse del asunto. Pero Santa Anna se puso firme, y al abogado no le quedó otra que obedecer. Hay que decir que se tardó dos años, pero logró dar con los asesinos, que, ni eran extranjeros, como alguien sugirió, y cuyo botín había sido más bien escaso, porque Egerton dejó 16 de sus veinte pesos en la mesa de su casa, y al hacer la indagación, solamente se echaron en falta tres pesos, que, por cierto, no acabaron en manos de los criminales.

Más absurdo resultó, cuando se tuvo la información completa del caso, el móvil de los asesinatos, pues todo el beneficio obtenido por aquellos malhechores provino de la venta de las prendas de vestir que le arrebataron a la desdichada Agnes Edwards.

Puchet cumplió con su cometido en términos concretos: hizo muchas investigaciones, viajó a Tacubaya setenta y tres veces para preguntar y repreguntar. Envió gente a indagar en los lavaderos públicos, en los mercados de ropa usada, en los depósitos de trapos que luego se procesaban para hacer papel. ¿Qué buscaba el fiscal? Las ropas de Agnes. Tenía en su poder un pequeño fragmento del vestido de la infortunada muchacha, e intentaba rastrear el paradero de las ropas, seguro de que los homicidas se desharían de ellas de una u otra forma.

Indagando en los poblados cercanos a la capital, recibió la noticia de una mujer que había estado en posesión de ropas manchadas de sangre. Al dar con ella, que dijo llamarse Juana Isidra Gamboa, la madeja empezó a desenredarse: ella habló de otra conocida suya, Petra Portugal y su pareja, Julián González, que habían llegado a su casa, por el Salto del Agua, con otros tres hombres. Llevaban en las manos ropas femeninas llenas de sangre.

Los hombres ordenaron a las mujeres que lavaran aquellas prendas y las modificaran para poder venderlas. Del tápalo -especie de chal- hicieron dos pañuelos, del vestido hicieron enaguas, y así transformaron su mercancía, que fueron a vender. Por el sombrero de Egerton, ganaron cuatro reales. En total, el botín sumó 18 reales. Cada asesino y cada cómplice ganaron, cada uno, la gran suma de tres reales.

Una denuncia anónima completó el cuadro: avisaron a Puchet que, en los magueyes donde hallaron muerta a Agnes, estaba grabada la fecha del asesinato, y un nombre: Ponciano Tapia, el ladrón aquel preso en la Acordada.

Puchet consiguió las confesiones y encarceló a los criminales: uno se fugó y fue recapturado; los otros fueron ejecutados en el mismo sitio donde dieron muerte a Egerton y a Agnes Edwards. Las mujeres fueron condenadas a prisión. Y aunque Puchet informó a Santa Anna que se trataba de los asesinos materiales, no de los autores intelectuales, ahí se terminó la indagatoria. El fiscal siguió pensando que tanta violencia para obtener tristes 18 reales era extraño, demasiado gratuito.

Egerton y su Agnes fueron sepultados en el panteón inglés del rumbo de la Tlaxpana. Muchos rumores corrieron; se acusó al pintor de espía, se dijo que el crimen había sido ordenado por su hermano.

Egerton se volvió un fantasma: volvió a tener presencia en el país donde murió a mediados del siglo XX, cuando se organizó en México una exposición con sus pinturas mexicanas, donde faltaba el paisaje más grande que pintó, que se encuentra en la embajada británica, pero que, por su gran tamaño no fue posible mover. En los años 80 del siglo pasado, el político Mario Moya Palencia escribió una novela acerca del crimen, y se afirmó, en esos días, que el expediente criminal había sido robado de los archivos judiciales. No sabemos cómo eran ni Egerton ni su Agnes, su historia oscila entre el mundo del arte y el oscuro recuento de los casos de sangre y horror.