Metrópoli

Saltó desde la azotea, lo salvó de la muerte un toldo; pero una doñita se lo surtió

Una noche como cualquiera, la cotidianidad de uno de los callejones que hace esquina con Donceles, en la alcaldía Cuauhtémoc, fue interrumpida por Alejandro, un vecino, que presumiblemente buscaba acabar con su vida.

Una noche como cualquiera, la cotidianidad de uno de los callejones que hace esquina con Donceles, en la alcaldía Cuauhtémoc, fue interrumpida por Alejandro, un vecino, que presumiblemente buscaba acabar con su vida.

Saltó desde la azotea, lo salvó de la muerte un toldo; pero una doñita se lo surtió

Saltó desde la azotea, lo salvó de la muerte un toldo; pero una doñita se lo surtió

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

En uno de los callejones que hace esquina con Donceles, en la alcaldía Cuauhtémoc, se encuentra un edificio antiguo que alberga a familias avecindadas desde hace décadas en el Centro de la Ciudad. De entre los residentes, los jóvenes entran y salen apresurados, mientras las madres solteras y sus hijos van cada mañana a la escuela con paso veloz.

Una noche como cualquiera, la cotidianidad de este lugar fue interrumpida hacia las 23:00 horas. En los pasillos largos y obscuros del edificio, el silencio gobernaba, las últimas luces comenzaban a apagarse y las familias se alistaban para descansar, de cara a un nuevo día.

Repentinamente se escuchó un estruendo, luego un caos con gritos y golpes. Los gritos eran de la vecina Mari, del primer piso, y despertaron a todos, incluso a quienes presumen allí de tener el sueño pesado. La mujer se hizo visible cuando se prendieron las luces, llevaba una mascarilla verde en la cara y una escoba en las manos con la que golpeaba inmisericordemente a Alejandro, otro vecino, que unos minutos antes se había arrojado desde la azotea, presumiblemente con el fin de acabar con su vida.

La suerte quiso que el salto se diera justo arriba del patio de Mary, quien había colgado allí una manta porque estaba harta de que sus macetas de flores recibieran basura nocturna arrojada desde los pisos superiores. Y es en ese toldo a donde fue a parar el presunto suicida, quien atravesó la lona y aterrizó justo en las plantas, arañado, pero sin mayores daños.

Los mirones admiraban aún las artes de ataque de Mari contra el cuerpo de Alejandro y comentaban el intento de quitarse la vida, intención que aparentemente había declarado en las horas previas; aunque algunos aseguraban que estaba tan borracho que había perdido el equilibrio involuntariamente.

“¡Cabrón ratero!”, le gritaba Mari, presa de su propia hipótesis y quien atinaba cada golpe de escoba ante una pobre defensa del suicida.

Lourdes, la esposa de Alejandro, apareció apenas vestida, aterrada por la escena y se tendió sobre el cuerpo de Alejandro para detener los ataques. “¡No te mueras, por favor!”, gritó a los cuatro vientos, “¡No te mueras!”.

De un momento a otro, el lugar fue inundado por policía, vecinos y paramédicos.

A Alejandro le revisaron el pulso y comprobaron que respiraba con bastante normalidad. Mari, ya conocedora del drama, sólo preguntaba quién le iba a pagar los daños.

Un brazo roto y varias flores destruidas fue el saldo. Alejandro fue retirado en ambulancia acompañado de su esposa.

Una hora atípica en este callejón del Centro Histórico. Después que el caos terminó, los vecinos volvieron a sus hogares para reponer el sueño robado.