
Escribo estas líneas desde la ciudad de Xalapa en Viernes Santo. Cerca de aquí sobrevive con esfuerzos extraordinarios, privado del habla, en la digna soledad de los días postreros, no sé qué tan solo, no sé qué tan acompañado, el escritor vivo más importante de México: Sergio Pitol, que el pasado 18 de marzo cumplió 85 años.
Me dicen que pese a los estragos de la afasia, que lo ha afectado por casi dos décadas, su mente se mantiene lúcida, pero que ya está sumamente cansado y que evita en lo posible visitas del exterior. Hubiera querido ir a verlo, y recordarle el mes que pasamos juntos en China en el 2006, pero no me atrevo. Recordar juntos la traducción al chino de El arte de la fuga para la cual viajó en aquel año; su conferencia Magistral en la Academia de Ciencias Sociales de Pekín, y las visitas, todas las tardes, al departamento para huéspedes distinguidos de la Embajada de México en China de la doctora Liu, una célebre acupunturista que lo atiborraba de agujas y ventosas para combatir la afasia.
La afasia es la enfermedad que le arrebató el habla, como una ironía de la vida que nos recuerda la ceguera de Borges: “nadie rebaje a lágrima o reproche/ esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnifica ironía/ me dio los libros y la noche”.
A sus 85 años, estas líneas lo recuerdan y lo celebran con la alegría de saberlo entre nosotros.
Dos palabras nos ayudan a explicar la vida y la obra de Sergio Pitol: infancia y errancia. Para cada una de ellas hay cabida en el recuento de su oficio como escritor. Desde Victorio Ferri cuenta un cuento (1958), su historia fundacional publicada a los 25 años de edad, hasta El arte de la fuga (1996), el primero de su definitiva elección sedentaria en tierras mexicanas, la infancia y los viajes, el regreso a la semilla en un extremo y en el otro, el placer de la alteridad, son dos rutas que pasan por el centro de su itinerario intelectual y creativo. Podemos también trazar su estampa biográfica con base en dos escenas de su vida ligadas a la exploración psicoanalítica. En 1958, en el tiempo que medió entre la conclusión de sus estudios universitarios y su primera estancia prolongada en el extranjero, el joven Sergio Pitol acudió al diván de un psicoanalista, en parte siguiendo la moda de aquel tiempo y en parte para encontrar respuesta y sentido a una vida sesgada por la orfandad cuando apenas tenía cinco años. Al cabo de varios encuentros comprendió que su interlocutor podría entenderlo mejor si durante la sesión leía en voz alta su ópera prima: la historia de un niño demencial que comete toda clase de vilezas pensando en agradar a su padre, de quien está convencido que es el demonio en persona. Victorio Ferri, el protagonista del relato, finalmente muere ante la mirada regocijada de su progenitor, que de esta forma termina demostrándole que lo detesta con pasión satánica. Una verdadera perla confesional cargada de significados. Pero ocurrió que al levantar la mirada tras haber concluido la lectura, el joven Pitol se topó con el rostro abotargado de aquel infeliz que aprovechó la confesión literaria para tomarse una siesta. Furioso, abandonó el consultorio y tres años después abandonó también el país para buscar las respuestas en la vastedad cosmopolita del mundo. El viaje se prolongó, con algunas intermitencias, por 28 años: Roma, Varsovia, Moscú, Barcelona, Pekín y Praga fueron algunos de sus domicilios temporales, en los cuales se combinaron sus trabajos como traductor, editor y escritor, con la actividad diplomática en la que llegó a representar a nuestro país en calidad de embajador, dotando de vigencia y sentido a una tradición de la política exterior mexicana.
De vuelta a México, y al atravesar por un impasse creativo que lo mantenía inquieto e inconforme, reincidió en terapia, esta vez por la vía experimental de la hipnosis inducida. Para ello viajó a Guadalajara a fin de ponerse en manos de un afamado doctor que lo condujo por un singular camino hipnótico que depara la posibilidad de asistir consciente a la develación de los más oscuros rincones de la memoria. Así fue como llegó a la estación más desgarradora de sus recuerdos: la mañana terrible que presenció cómo sacaban el cadáver de su madre tras haberse ahogado en un río durante un fin de semana trágico. Superado el acceso de pánico y dolor, Pitol abandonó el consultorio y poco a poco no sólo sintió un alivio reconfortante, sino acaso la sensación de haber tocado por fin un puerto definitivo, una respuesta convincente a sus pulsos e impulsos, prolongados a lo largo de seis décadas de vida y de errancia creativa. Al día siguiente regresó a casa para darse cuenta que su escritura fluía de nuevo.
Sergio Pitol, perteneciente a la tercera generación de una familia de emigrantes italianos que eligió la región veracruzana de Huatusco para construir ahí su propia versión de la ribera del Véneto; el autor de una obra compacta y muy explícita en su cartografía intelectual, misma que comprende una docena de volúmenes con cuentos, novelas, ensayos y relatos autobiográficos, traductor políglota y figura central de una generación de narradores y ensayistas que se encontraron a la mitad del siglo para fundar una nueva modernidad en las letras mexicanas, hoy día vive en la ciudad de Jalapa, y lo podemos imaginar sereno, satisfecho, rumiando sin queja su sabiduría literaria y compartiéndola generosamente con sus lectores, amigos y alumnos, al sumar 85 años de vida.
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