Cultura

Sólo periodismo, de Vicente Leñero

Se enchina el cuerpo, ¡qué bárbaros! No queda más remedio que destapar la olla de adjetivos y lanzar, como balas de salva, una descarga de admiraciones: ¡¡¡¡¡¡¡Monumental, impresionante, gigantesco, único, suntuoso!!!!!!! Suntuoso es la palabra, ¡qué bárbaros!

Sólo periodismo, de Vicente Leñero

Sólo periodismo, de Vicente Leñero

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy
(Fragmento)Y retiemble en su centro la tierra.El nuevo Colegio Militar: casi el ­paraíso

27 de diciembre de 1976

Se enchina el cuerpo, ¡qué bárbaros! No queda más remedio que destapar la olla de adjetivos y lanzar, como balas de salva, una descarga de admiraciones: ¡¡¡¡¡¡¡Monumental, impresionante, gigantesco, único, suntuoso!!!!!!! Suntuoso es la palabra, ¡qué bárbaros!

Uno sube tranquilamente por la autopista a Cuernavaca —tuvieron que empujar unos kilómetros la caseta de cobro—; se deja seducir por un letrero anunciando a la derecha el territorio prohibido; bordea, siempre por la derecha, el haz de cinco pirámides triangulares que prometen unirse en un punto común de fuga a cuarenta y cinco metros de la tierra —monumento a los Niños Héroes, perfecto símbolo de concreto armado—; sigue girando el medio ­círculo de asfalto; cruza, salta aun por un puente, se desliza en la recta y de pronto, allí, como en los sueños, en los últimos rastros del Pedregal, hundido en el bellísimo valle de los cerros del Xochitepec, invadiendo trescientas setenta hectáreas de terreno imposible, surge, se despabila, brota el nuevo impresionante modernísimo Colegio Militar.

Parece cosa de otro mundo, de veras. Una de aquellas ciudades marcianas o mercurianas que a cada rato descubría Roldán el Temerario en las historietas loquísimas. Un fortín secreto digno de las intrigas internacionales de una película de James Bond. Un monumental conjunto arquitectónico cuya solidez, grandiosidad, sentido del espacio, parecen inspirados por las ideas de P. L. Troost y Albert Speer, los arquitectos de la pesadilla alemana de los años treinta. Ninguna obra del México moderno alcanza a comparársele, palabra. La Ciudad Universitaria a Carlos Lazo le queda chiquita, pese a que tiene el doble de extensión territorial y a que funciona para una población estudiantil setenta veces mayor que la de este nuevo colegio consagrado a la exclusiva enseñanza militar. De risa resultan, ante él, obras como la Unidad Tlatelolco —uf— o el Centro Médico. Es necesario buscar equivalencias adecuadas en los grandes conjuntos prehispánicos. En Teotihuacán tal vez, aunque eso es pura historia.

Agustín Hernández Navarro y Manuel González Rul, arquitectos, artistas, autores de esta maravilla, no niegan sin embargo la relación con el pretérito. Ellos mismos, en la descripción general de su proyecto, la subrayan. Dicen:

«El proyecto del Heroico Colegio Militar en su conjunto tiene una “reminiscencia” en los centros ceremoniales prehispánicos donde se conjugan los espacios abiertos y los construidos formando plazas, y donde las montañas que lo circundan son un remate de los edificios y forman una muralla natural que enmarca las instalaciones del plantel: el carácter castrense del conjunto es apoyado por la topografía del área».

No necesitarían decir más. La obra es ­elocuente.

La casa de los guerreros jóvenes

Aunque el mérito artístico del nuevo Colegio Militar es todo para los arquitectos Hernández y González Rul, el mérito de la idea generadora, de la realización de la obra, debe concedérsele sin regateos al general Hermenegildo Cuenca Díaz, uno de los pocos secretarios de estado del régimen echeverrista que se mantuvo de principio a fin; hombre fuerte, sano, que no renunció por motivos de salud ni por ningunos otros y que pronto continuará ejercitando su don de mando (primero Dios) al frente del gobierno de Baja California Norte.

Desde que entró a ocupar el cargo de secretario de la Defensa Nacional, Cuenca Díaz se hizo cargo del problema. Cuenca Díaz era consciente de que las Fuerzas Armadas no merecían, para la educación de sus aguiluchos, un local tan antiguo y tan incómodo como el colegio de Popotla. Ya eran muchos cincuenta años allí, en un edificio originalmente construido —¡en 1910!— para albergar la Escuela Normal de Maestros. Estaba cargado de historia —Venustiano Carranza lo cedió al Colegio Militar en 1920—, pero día a día las instalaciones resultaban insuficientes para «dar cabida a la juventud deseosa de abrazar la carrera de las armas», según se recordó en una gacetilla oficial publicada el día de la inauguración del nuevo colegio. Además, «el anhelo de los hijos de esta noble institución era poseer para siempre su propio hogar».

Cuenca Díaz lo entendía, lo entendió así, y consiguió lo que «en seis ocasiones anteriores» había sido desechado «por diversas circunstancias»: la aprobación presidencial para erigir, en terrenos inmensos de la delegación de Tlalpan, un moderno instituto de enseñanza militar.

A sólo año y medio de iniciado el sexenio, en julio de 1971, la idea de Cuenca comenzó a tomar vuelo. Lo primero fue pedir a una compañía particular, Genética Arquitectónica S. A., la elaboración de un programa sobre cuyas bases habrían de trabajar los arquitectos invitados bajo un estricto sistema de concurso. Se integraron cinco parejas, con el imprescindible lema por delante:

Cinco de mayo: arquitectos Mario Pani y Enrique del Moral (¡los directores del proyecto de CU!)

Cima: arquitectos Augusto H. Álvarez y Enrique Carral (¡los del Aeropuerto Central de la Ciudad de México!)

Círculo y cruz: arquitectos Ramón Torres Martínez y David Muñoz.

Ceros sobre raya: arquitectos Reynaldo Pérez Rayón y Pedro Kleinburg.

Telpochcalli: arquitectos Agustín Hernández Navarro y Manuel González Rul.

Ganaron estos últimos, ya no es noticia. Su lema, Telpochcalli, es el nombre de uno de los cerros del valle con el que unieron la autopista a Cuernavaca para trazar el eje rector de su complejo urbano. Telpochcalli significa por cierto —qué bonito— «casa de los guerreros jóvenes del pueblo». Con eso y con su grandioso proyecto no tenían pierde. Así lo decretaron por unanimidad los miembros de un numeroso jurado compuesto por dos generales de división, ingenieros los dos: Joaquín Aspiroz Viniegra y Juan Mansilla Hurtado; por cinco arquitectos: Pedro Moctezuma, subsecretario del Patrimonio Nacional, Gustavo Gallo Carpio, presidente del Colegio de Arquitectos, Héctor Velázquez Moreno, Ricardo Legorreta y Ricardo de Robina, y dos ingenieros más: Gonzalo Sedas y Emilio Rosenblueth.

El fallo del jurado se dio el 21 de septiembre de 1971, y el 8 de octubre de 1973, cuando ningún profano se imaginaba todavía lo que eso iba a ser y a costar, el Presidente Echeverría colocó la primera piedra del plantel.

Además de la aportación especializada de diversas secretarías de estado, organismos descentralizados y empresas particulares, dos compañías se encargaron del grueso de la construcción: Ingenieros Civiles Asociados —la imprescindible ICA— y Constructora Ballesteros. Tomando en cuenta la magnitud de la obra, puede decirse que la hicieron volando: comenzaron el 17 de noviembre de 1974, y el Presidente Echeverría la inauguró el 13 de septiembre del 76. Como quien dice: dos años. Claro que, como suele ocurrir, el día de la inauguración faltaban aún muchos detalles —un 10 por ciento de la obra—, pero estrictamente hablando ya era un hecho inevitable.