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Sor Juana, sus recetas de cocina y el arte de hacer buenas relaciones públicas

“Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito”, escribió el Fénix Novohispano en su célebre Respuesta a Sor Filotea. Para la monja sabia, el arte de cocinar tenía, además del gozo gastronómico, algunos beneficios en su vida pública

Santa Rosa de Lima
Santa Rosa de Lima Santa Rosa de Lima (La Crónica de Hoy)

A San Pascual Bailón, patrono de los cocineros, se encomendaban, con toda seguridad, muchas de las religiosas que en los años del Virreinato, oficiaron el arte de cocinar en sus conventos. Las abundantes y complejas especialidades culinarias constituían méritos y famas de cada uno de los monasterios femeninos de la Nueva España. Los conventos rivalizaban en las delicias que producían, que resguardaban en sus recetarios —algunos de los cuales aún conservamos— y que iban a parar a algunas de las mesas más encumbradas del reino.

Sor Juana Inés de la Cruz no se sustrajo a la pasión por la comida que experimentaban sus contemporáneos. En aquellos tiempos lejanos, no solamente era una cuestión de sustento y de placer sensorial: formaba parte de los ritos y costumbres del buen trato con los personajes importantes del mundo exterior, y Sor Juana lo sabía muy bien. Así, es posible distinguir dos momentos en su relación con el rico mundo culinario-conventual: la conservación de las recetas que eran de su agrado, y el uso “político” que hacía de las sabrosuras que podía producir en su celda, con la ayuda de una esclava o de sus parientas, monjas en el mismo San Jerónimo.

Estas dulces estrategias de lo que hoy llamaríamos “relaciones públicas”, no eran ocurrencia exclusiva de Sor Juana: era una costumbre que todos los conventos seguían, y era frecuente el intenso movimiento en las cocinas: de allí salían los caramelos para el obispo, los guisados para la mesa del rico y generoso benefactor del convento, las filigranas de fruta y azúcar que engalanarían la mesa de los virreyes.

Poco a poco, cada orden labraba su prestigio y algunas veces, brotaba la leyenda: era fama, consigna Artemio del Valle Arizpe, que los “panecillos de Santa Teresa” de las monjas del poderoso convento de Regina Coeli, tenían la virtud de sanar a los enfermos.

Menos milagroso, pero mucho más atractivo y terrenal, era el salpicón de pato en vino tinto que contiene su recetario, y que es aún una muestra de la habilidad culinaria del convento de Regina, pues aprovechaba una especie nativa del antiguo lago que poco a poco se desecaba: los patos, que, de ser bocado frecuente y demandado —se usaba comerlo enchilado y con tortillas, y así lo vendían por las calles— se convirtieron en rareza cuando la ciudad creció y la fauna lacustre se volvió solamente un recuerdo.

Sabemos que la Condesa de Galve, una de sus protectoras, recibió  un “recado de chocolate”, y que, hallándose embarazada la condesa de Paredes, y naturalmente presa de curiosos antojos, vio llegar a su mesa, directamente desde San Jerónimo, y en agradecimiento por una diadema obsequiada, un dulce de nuez que en dicho de la propia Sor Juana, estaba cocinado “con los rayos de Apolo”.

Lo mismo a un compadre le enviaba la monja sabia unas “pastillas de boca” —caramelos—, que podía regalar unos “guantes de olor” —perfumados— con los que hacer frente a los malos olores que abundaban en las calles de la ciudad. Como en el caso de Sor Juana, todas esas golosinas y detalles solían ir acompañados de ingeniosos poemas, los regalos que enviaba solían ser grandemente festejados.

Hoy sabemos que a los novohispanos, simplemente les enloquecían los sabores dulces. Eso explica que bocados como el “manjar blanco”, guiso con carne de pollo y que formaba parte del arsenal de platos fuertes, llevase abundante azúcar. También explica que en el comúnmente llamado “Recetario de Sor Juana”, de las 37 recetas que contiene, solamente diez se refieran a platillos salados. Con esos diez platillos basta: incluía los especiados y sabrosos clemoles, los gigotes, guisos de carne y ave partidos en pequeños trozos, y no faltaba el manchamanteles. Era ya la cocina barroca, compleja y mestiza que aún hoy define la cultura culinaria mexicana.

Esta circunstancia era común a dos de los grandes monasterios femeninos de la Ciudad de México: el ­Real Convento de Jesús María, a cuyo costado corría una acequia, o el propio San Jerónimo, que, aparte de ser vecino de acequias, tenía una parte construida por debajo del nivel de la calle, de modo que en tiempo de lluvias, parte del convento se inundaba con aguas pestilentes y contaminadas, pues los habitantes de la capital del reino tenían por mala y persistente costumbre, arrojar a las acequias y canales cuanta inmundicia producían, sin preguntarse a dónde irían a parar tantos desechos.

Era fama, incluso, que en San Jerónimo, donde a lo largo de los siglos se habían dado construcciones, reconstrucciones y modificaciones arquitectónicas,  existía un sótano permanentemente lleno de agua estancada, en el cual las niñas pequeñas se divertían navegando en enormes artesas, actividad que podía ser muy entretenida, pero que implicaba también un problema de higiene.

Esta circunstancia explica que, con frecuencia, en algunos conventos se dieran epidemias de lo que los médicos del siglo XX y XXI identifican con el llamado “tifo exantemático”, que a veces los escritos virreinales parecen llamar “fiebre pestilencial”, “tabardillo” o “tabardete” y que mataban a una persona en cuestión de horas, pues, además de intensas fiebres, la víctima experimentaba copiosas hemorragias nasales que la debilitaban hasta sucumbir.

En el caso de Sor Juana, muy en los inicios de su vida conventual, cayó enferma de tifo, y creyeron que se moría. Incluso recibió la extremaunción. Sin embargo, salvó la vida, aunque es sabido que su salud quedó quebrantada y siempre padeció debilidades y achaques. La epidemia de tifo que la mató en abril de 1695, fue una más, según se infiere de la lectura del Libro de Profesiones de San Jerónimo, de las que venían cebándose, desde 1691, en el hogar de La Décima Musa.

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