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Toma de posesión: de los años imperiales al entusiasmo del maderismo

Hacia donde miremos, en el pasado de México, el contenido simbólico de la ceremonia de toma de posesión de la Presidencia de la República es tan fuerte, que ni los dos emperadores de nuestra historia ni los presidentes se han sustraído a él. Es, a fin de cuentas, el compromiso esencial con la ciudadanía y una de las notas que marcan el perfil de un mandatario.

(La Crónica de Hoy)

Incluso Maximiliano de Habsburgo, al asumir la corona del Segundo Imperio Mexicano, hizo patente su compromiso de gobernar con el bienestar de la Nación como meta última. “Yo, Maximiliano emperador de México, juro a Dios por los Santos Evangelios, procurar por todos los medios que estén a mi alcance, el bienestar y la prosperidad de la nación, defender su independencia y conservar la integridad de su territorio”. Para un gobernante venido de otro continente, el juramento de Maximiliano parecía una declaración de principios condensada: venía a México para asumir y mantener los principios que habían alentado la independencia de la estructura virreinal española.

Pero como es sabido, el proyecto imperial, falto de sostén efectivo, escaso de recursos financieros y bajo la oposición constante de un gobierno liberal y republicano y de la población que le fue leal, terminó en el Cerro de las Campanas, en 1867. En adelante, el régimen republicano es el que marca la vida nacional.

La última mitad del siglo XIX no fue el escenario de grandes modificaciones en materia del ritual de la toma de posesión presidencial. Sebastián Lerdo de Tejada asumió la Presidencia en julio de 1872, una semana después de la muerte del presidente Juárez, y en aquella ocasión, el antiguo exrector del Colegio de San Ildefonso, metido a político y mano derecha del presidente oaxaqueño hasta que a él también le tentó la ambición política y el deseo de llegar a la silla presidencial, vistió de luto riguroso.

Lerdo pronunció en 1872 el mismo juramento que en 1861 había pronunciado Juárez por primera vez. Pero las cosas cambiaron a la vuelta de cuatro años, cuando un joven Porfirio Díaz se hizo del poder con un golpe de mano. La revolución tuxtepecana había triunfado, y Sebastián Lerdo se iba al exilio, mientras, en las calles, los partidarios de Díaz cantaban, felices, una versión renovada de “Adiós Mamá Carlota” de Vicente Riva Palacio, y el pueblo sabía que la nueva letra, que en el estribillo decía: Adiós mi Presidente, adiós don Sebastián, era también obra del travieso general, afecto a escribir obras de teatro y novelas históricas de aventuras.

Claro que la educada redacción que firmaba Tagle llamaba “campaña” a la revolución de Tuxtepec. Cuidando las formas, el decreto aquel dejaba claro que el Ciudadano General en Jefe, a pesar de las excepcionales circunstancias en las que había llegado al poder, estaba comprometido a hacer “que la Constitución sea una verdad, respetándola y exigiendo su cumplimiento en todos aquellos de sus preceptos que las actuales circunstancias no hagan de imposible ejecución…”.

El sucesor de Porfirio, su compadre, el general Manuel González, tuvo en 1880 una ceremonia de toma de posesión amenizada por las salvas de honor que se disparaban en el Zócalo, mientras él pronunciaba el juramento de rigor, puertas adentro de Palacio, en el recinto parlamentario y ante el Congreso. La ceremonia duró, apenas, un cuarto de hora, y los discursos que en aquellos momentos se pronunciaron tenían una fuerte carga laudatoria... para el Presidente saliente, quien cuatro años después regresó a despachar en Palacio.

A partir de ese momento, y hasta 1910, Díaz sería el Presidente que, cada tanto, refrendaba su condición de gobernante pacificador y una especie de “gran padre”. Hubo mexicanos que nacieron y crecieron y tuvieron hijos y no conocieron más presidente que don Porfirio. Ya nadie se acordaba que, en 1884, cuando recuperó la Presidencia después de la gestión de González, que terminaba sumamente desprestigiado, se dio el lujo de llegar 25 minutos tarde a su encuentro con el Congreso, y nadie le reclamó.

No extraña, entonces, que en el discurso con que inauguró su tercera gestión presidencial, en 1892, estuviera lleno de satisfacción, porque, aseguraba, México era un país pacificado y que se dirigía a la plena prosperidad. Hasta su renuncia, en 1911, cada vez que don Porfirio asumía la Presidencia de la República, repetía el juramento que disponía la Constitución, con la formalidad del caso, pero, a fin de cuentas, era un asunto de trámite, de mero refrendo, de tan acostumbrados como estaban los mexicanos a que Porfirio Díaz siguiera siendo presidente. Quienes lo vieron asumir la Presidencia después del proceso electoral de 1910 entendieron que don Porfirio olvidaba, o no quería recordar, sus compromisos de 1908, cuando declaró al periodista estadunidense James Creelman que no aspiraría nuevamente a la Presidencia de la República, y tendría que desatarse la revolución maderista para que se decidiera a abandonar el poder.

Mucha más expectación generó la toma de posesión de Francisco León de la Barra, que cubrió un interinato encargado de preparar las elecciones en las que Francisco Madero volvería a contender por la Presidencia. Se sabía que León de la Barra no gobernaría sino unos cuantos meses, pero eso no lo eximía del juramento de ley. Así, el Presidente Interino se comprometió, además de respetar y hacer respetar la Constitución, “con sus adicciones y reformas”, a hacer otro tanto con las Leyes de Reforma.

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