
Quienes se han tomado la molestia de leerme, saben que por Truman Capote siento una enorme debilidad. Tengo la mayoría de sus libros y he coleccionado fotografías suyas. A mis alumnos de Comunicación en la UAM-X, a quienes trato de mostrarles los géneros periodísticos a la luz del nuevo periodismo, frecuentemente les pido A sangre fría y entre mis papeles más preciados guardo copia del boletín que anunciaba su muerte. Como si esto fuese poco, tuve el placer de leer las más de seiscientas páginas del trabajo biográfico de Gerald Clarke, Truman Capote, la biografía. Lo último que tuve entre mis manos del admirable autor de El arpa de hierba fue Plegarias atendidas, obra póstuma. De ella sus seguidores sabíamos mucho, que el título está tomado de santa Teresa, que era su trabajo más ambicioso, que quedó inconcluso, que todavía diversos capítulos andan extraviados en ruinosas estaciones de autobuses, en fin, toda una leyenda. No obstante, hay algo evidente: Capote sí la imaginaba como su tarea más lograda y ambiciosa. La inmensa figura de Proust estaba presente. Del enorme proyecto sólo quedaron tres partes, tres capítulos en los que podemos apreciar su carácter autobiográfico.
Por ejemplo, el personaje principal, P B. Jones, un homosexual cínico y agudo, incapaz de tener éxito literario, es una copia de Truman. Pero lo que fue pensado como el nuevo En busca del tiempo perdido apenas aparece dibujado. Ciertamente su prosa no carece de fuerza, los diálogos son incisivos y la ironía matiza los tres relatos. Como en los entretenidos Diarios, de Andy Warhol, Plegarias atendidas está repleta de nombres de personas famosas, de celebridades del jet-set norteamericano, neoyorquino en particular, y de la alta sociedad europea. A veces no son tan famosos o han sido ligeramente disfrazados, por lo tanto hay que hacer un esfuerzo de imaginación cuando no da informes precisos.
El defecto que tiene Plegarias atendidas es que se trata de una obra de decadencia física e intelectual. Ya no está más el escritor ansioso, lleno de vigor y entusiasmo de “Miriam” o de Música para camaleones, era ya un hombre agotado por los excesos y libertinajes. Pese a ello, “Monstruos perfectos” es un relato, el que abre el libro, magistral. El mejor Truman Capote aparece de cuerpo entero haciendo parodia de su vida y considerándose un vividor sin mayores talentos literarios. Justifica, tal vez, toda la promesa.
A lo largo de Plegarias atendidas surgen los elementos que conforman lo que llamamos nuevo periodismo. Hay notas sociales bien sazonadas, lenguaje directo tomado de la realidad inmediata, manejo de elementos coloquiales y, sobre todo -y esto nada tiene que ver con el periodismo y sí con una literatura erótica y humorística-, cualquier cantidad de datos sexuales de la alta sociedad neoyorquina; aún sin saber sus nombres exactos, disfrutamos las truculencias. Son de un cinismo magnífico y grandioso. No es el Capote con preocupaciones sociales que de sobra conocemos en A sangre fría ni el tierno y amoroso de Desayuno en Tiffany’s. Es el autor seguro de sí mismo, convencido de su genialidad y al parecer no completamente enterado del proceso de autodestrucción al que había decidido someterse. Si el alcohol y las pastillas, su gusto por la frivolidad y la buena vida social no se hubieran cruzado en su vida, Capote habría terminado su “máximo trabajo”. Pero estos elementos eran justamente el motor de su vida y de su creación literaria, de tal manera que lo mejor no es lamentar una obra inconclusa, sino gozarla como está.
Truman Capote, por razones misteriosas y cuyo secreto se llevó a la tumba, como señala Joseph M. Fax en el prólogo, no quiso o no pudo terminarla. Respetemos su decisión y hagamos la lectura que él mismo hubiera querido, lejos de la fastidiosa tarea de complacer a editores, lectores y críticos.
Nadie ignora que en sus mejores momentos no hubo otro narrador como él. Fue realmente un genio y lo peor, que su inmodestia y arrogancia le crearon aversiones. Una breve nota periodística de un crimen monstruoso lo obsesionó, hizo una angustiosa investigación que lo condujo al agotamiento total y al derrumbe. Fue un escritor muy norteamericano, en ese país estuvieron sus mejores escenarios y de esa nación apasionante surgió la obra que conquistó públicos de valía en todo el orbe.
Es verdad, no pudo concluir de manera rotunda su obra literaria: la anhelada muerte lo impidió. No obstante, las que hizo le permitieron un muy cómodo lugar entre los escritores de mayores dimensiones. No juzguemos a Truman Capote por el perverso ingenio que solía utilizar ni por su despectivo mirar a sus pares. Centremos la atención en sus obras escritas con perfección misteriosa.
www.reneavilesfabila.com.mx
Copyright © 2016 La Crónica de Hoy .