Opinión

Umberto Eco, un hombre de palabras

Hay que señalar además algo no menos raro y precioso: que sabía a lo que está destinada la cultura, la cual no se limita al simple almacenamiento de datos, noticias y epitafios inolvidables, sino que es la mejor vía para aliviar a la vida de su reiterado contagio con la amargura.

Umberto Eco, un hombre de palabras

Umberto Eco, un hombre de palabras

La Crónica de Hoy / La Crónica de Hoy

La vida larga y fecunda de Umberto Eco transcurrió siempre ligada a las palabras, ese emblema múltiple a la vez revelador y engañoso de nuestra condición de seres simbólicos. En ellas buceó hasta agotar sus disfraces, con ellas fabricó divertidos y aleccionadores acertijos, mediante ellas finalmente dió en urdir historias, para demostrar que no acataba simplemente el papel de espectador atento de las letras sino que también sabía y podía crear. Se ha insistido, con razón, en que era un hombre infrecuentemente culto y que se interesaba por casi todas las ramas de eso que suele denominarse "humanismo". Pero hay que señalar además algo no menos raro y precioso: que sabía a lo que está destinada la cultura, la cual no se limita al simple almacenamiento de datos, noticias y epitafios inolvidables, sino que es la mejor vía para aliviar a la vida de su reiterado contagio con la amargura.

Eco tenía un ancho sentido del humor (gustaba de los chistes no siempre refinados) y una aguzada ironía que utilizaba como parte de su material para realizar autopsias semióticas. En su taller anual de Urbino las lecciones podían transformarse en torneos de ingenio, pero no buscando el chascarrillo efectista sino la vía por la que se perciben mejor los niveles del juego semántico. Por ejemplo, aplicando cualquiér fórmula más o menos sabida a una circunstancia insólita pero no por ello totalmente carente de sentido, como el chico que en plena bacanal pregunta a la chica que le gusta: "¿qué haces después de la orgía?". En otra ocasión abrió con los asistentes al seminario una caza de posibles fórmulas telegráficas, es decir concisas y preñadas de información, inventadas en el momento, a partir del ejemplo más célebre de posible telegrama histórico, debido a César: "Veni, vidi, vinci". Entre los muchos que se propusieron (en aquella época muy anterior a internet todos habíamos luchado más de una vez con la redacción de un telegrama), fue el propio Eco quien encontró el más divinamente justo, porque pudo ser el del Creador mismo: "Hágase la luz; sigue carta".

No sólo con sus escritos sino hasta con su figura humana de universalidad cordial, sobre todo desde la aparición de "El nombre de la rosa" (una novela genial y además el origen de un género, el thriller histórico protagonizado por figuras más o menos célebres, que cuenta hoy ya sin duda con demasiados cultivadores), Umberto Eco llegó a convertirse en un acicate del afán de saber, de analizar, de escrutar y debatir, de la pasión cultural. Quizá la verdadera tarea del profesor no es propiamente enseñar sino despertar el deseo de aprender. Y antes y por encima de su faceta de ensayista, novelista y conferenciante, Eco fue maestro vocacional y un excelente profesor. Uno de sus libros menos conocidos, pero no el menos útil, trata de cómo preparar una competente tesis doctoral... Y además de sus méritos intelectuales, tuvo también una fibra ética y política: en el desgraciado período en que la imagen de la democracia en Italia estaba degradada por el grotesco Berlusconi y su cortejo, él mostró un rostro diferente -estudioso, alegre y tolerante- de la libertad en esta era de incertidumbre.