Opinión

Vivir rectamente es útil

María Elena Álvarez de Vicencio
María Elena Álvarez de Vicencio María Elena Álvarez de Vicencio (La Crónica de Hoy)

En los últimos días han sorprendido las diversas noticias acerca de funcionarios públicos que han sido enjuiciados y condenados por haber defraudado la confianza de los ciudadanos que confiaron en ellos para conducir los destinos de su país y han cometido ilícitos para beneficiarse del puesto y los recursos públicos para beneficio privado.

Sorprende que el último del que se tienen noticias sea el expresidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, considerado como un político y gobernante eficiente, figura emblemática de la izquierda Latinoamericana, que dejó el poder con cerca de 90% de la aprobación popular y que rescató de la pobreza a decenas de millones de brasileños.

Hoy en la primera instancia de su juicio ha sido condenado a nueve años y medio de prisión.

Desde el regreso de la democracia a varios países de Latinoamérica en los años 80, empezó a proliferar la corrupción con el gran desencanto de los ciudadanos y con profundo daño para la democracia y hoy buen número de funcionarios de primerísimo nivel han provocado escándalos por su apetito de poder y la obtención del dinero fácil. Algunos están en la cuerda floja y otros están tras las rejas.

En esta gran epidemia de altos gobernantes defraudadores y corruptos llama la atención que no haya ningún presidente mexicano. Esto parece extraño ya que es muy extendida la percepción popular de que en este país la corrupción es una epidemia.

Últimamente han caído algunos gobernadores, pero sólo uno está encarcelado y es de la oposición. Además, tenemos el lavado de dinero en el sistema bancario; obras públicas encargadas simulando licitaciones, financiamiento ilegal de partidos y candidatos, etc.

De todos es conocido el que muchos gobernantes y funcionarios se han enriquecido al amparo del poder político.

La ilegalidad que lleva a la corrupción se ha ido imponiendo y arraigando de manera progresiva en el tejido social, sobre todo en las áreas geográficas en las que se ha manifestado la crisis ético-social de las instituciones, como estructuras de poder político y económico que suelen vivir en simbiosis con el poder político oficial.

Se ha considerado a las mafias como un fenómeno delictivo ajeno al sistema institucional y que la sociedad es consciente de esto, sin embargo la realidad es otra, en gran medida es simbiótica con los centros del poder económico y en muchos casos del poder político y es un hecho que la ilegalidad constituye un freno al desarrollo y repercute en las tasas de crecimiento.

Es creencia casi generalizada, que la ilegalidad se refiere solo a las conductas y actitudes de los ciudadanos, sin embargo, ésta depende a su vez de un insuficiente ejercicio del poder coercitivo de los aparatos públicos cuya ineficiencia la produce a su vez, por lo que solo la credibilidad ética de las instituciones podrá lograr que la legalidad sea una práctica común.

Sin embargo no se puede combatir la criminalidad organizada, ni la corrupción sin comprometer y movilizar a la sociedad civil y sin una renovación integral de la policía. El control de la patología en un sistema debe ser una excepción y no una práctica común.

Se requiere un viraje hacia la ética y hacia la legalidad, tanto de la sociedad como de las instituciones. El valor esencial de la democracia es justamente la legalidad. El cambio deberá abarcar una renovación profunda en la conciencia de la cultura de la sociedad, del comportamiento de los medios de comunicación junto con una transformación política e institucional.

Como decía el poeta Corrado, “la desesperación más grande que puede apoderarse de una sociedad es la duda de que vivir rectamente sea útil”.

melenavicencio@hotmail.com

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